OPINIÓN | Edición del día Martes 06 de Diciembre de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador


Lavado y República


Con la celeridad y diligencia de los culposos, el gobierno kirchnerista hizo aprobar varias leyes y reglas contra el lavado de activos y el financiamiento del terrorismo. Esas normas siguieron la línea habitual del GAFI de dar vueltas de tuerca sucesivas tanto en la tipificación y cantidad de los delitos que se penan como en la de los sujetos obligados.

Curiosamente el propio kirchnerismo se encargó de burlarlas posteriormente mediante el simple expediente de no reportar los casos sospechosos en su jurisdicción, o directamente al no prestar atención a las denuncias recibidas en la Unidad de Inteligencia Financiera. También fueron burladas alevosamente en todos los casos de corrupción que ahora se ventilan en la justicia y en los medios, sin resultados a la vista.

Cambiemos hizo recientemente malabarismos verbales y jurídicos para explicar que el nuevo blanqueo impositivo no perdona los delitos de lavado, pero que al mismo tiempo los bancos no tienen la obligación de pedir demasiadas explicaciones sobre el origen de fondos.

Al no haberse avanzado en las denuncias penales de modo relevante, no se han planteado aún los recursos de inconstitucionalidad que para muchos especialistas plantea el paquete de leyes comentado. Normas que juzgan sobre hechos retroactivos, referidas a supuestos delitos precedentes prescriptos, que obligan a exhibir comprobantes que no se requería conservar por la legislación vigente en cada momento, ofrecen sin duda flancos que chocan con el marco constitucional.

A ello se agrega el criterio implícito de tener que probar que no se han cometido delitos de los que el ciudadano no ha sido acusado, sin saber cuáles son ni cuando habrían sido cometidos, lo que tensa la lógica jurídica y sacude los derechos del individuo con exigencias kafkianas que lo ponen en manos de la decisión de un funcionario.

Por eso los países centrales han aplicado reglas que persiguen el objetivo conjunto, acertado e imprescindible de combatir el lavado de activos, pero respetando cada uno su marco constitucional. Intimidados por el riesgo de ser considerados parias por el sistema mundial y otras consecuencias, los países periféricos aplican el formato que se les requiere y esperan que el Poder Judicial se allane a la voluntad del mercado global.

Uruguay discute ahora dos nuevas piezas legales similares a las que aplicó Argentina en 2011, también a pedido. La ley contra la financiación del terrorismo, y una nueva ley que se supone replanteará, recopilará y perfeccionará las normas vigentes contra el lavado de activos, en otra vuelta de tuerca.

Por la importancia de esa legislación en los aspectos financieros y patrimoniales, las obligaciones que impone a numerosos sectores y las implicancias constitucionales que plantea, estos proyectos deberían ser conocidos ampliamente y debatidos por toda la comunidad. La impaciencia por aprobar la normativa y la exigencia por crear una norma preestandarizada pueden terminar desvirtuando el objetivo inicial y reduciendo la seguridad y seriedad financiera y jurídica que se intentan defender.

La modesta e insinuada observación del Presidente de la Suprema Corte de Justicia –que no ha abierto juicio alguno sobre la validez ni la constitucionalidad de estas leyes, como cabe a un profesional de experiencia– no debería ser descalificada sin sopesarla profundamente. El principio de dejar de lado las garantías de la Constitución en nombre de un fin superior, no existe en estos lares, ni es digerido por la ciudadanía. Nuestros sufridos países tienen todavía la esperanza, acaso última, de que su Estado y sus gobiernos respeten los derechos esenciales del ciudadano.

A ese sueño lo llamamos, con cierta inocencia, República.

Ese sueño ayuda a seguir caminando pese a todos los desaguisados de todos los políticos, a la demagogia, al populismo, a la burocracia y a la inutilidad. Pese a la falta de oportunidades, a la decadencia, a la mediocridad y a la frustración. La esencia de la República es la independencia de la Justicia. Esto es especialmente válido cuando el Poder Legislativo está inclinado a aprobar cualquier norma que en su criterio sancione al capital, lo que ciega cualquier decisión y la expone a la exageración.

La lucha contra el lavado de activos proveniente de delitos sociales es un objetivo global que todos los países y todas las personas deben apoyar. Pero cada país debe poder adoptar y adaptar los caminos para hacerlo, lo que no sólo tiene que ver con elementales cuestiones de soberanía, sino con una mejor aplicación de la legislación y el debido respeto a la ciudadanía. Las crecientes reacciones antisistema de las democracias mundiales tienen mucho que ver con este olvido.

No es cuestión de amparar a los verdaderos malhechores. Tampoco de desamparar a ciudadanos. Por ese camino del medio es posible construir objetivos comunes.



Por Dardo Gasparre Especial para El Observador

El daño de un sanguinario dictador



Con escasísimas excepciones, la prensa regional –incluyendo Argentina y Uruguay– ha eludido referirse a Fidel Castro con la definición que mejor le cabe: la del título. Se lo menciona como líder, luchador, forjador de sueños, idealista, como máximo se le agrega controvertido. Tal vez se deba al respeto que tenemos los latinos ante la muerte, que abuena a todos los finados, acaso al sueño infantil frustrado y oculto de ser un bucanero, quizá sea otra muestra más de la corrección política periodística deliberada que ha paralizado el pensamiento crítico o lisa y llanamente se deba a que se considera al salvajismo armado como una opción viable de acceder al poder. Siempre que esa violencia sea ejercida por el marxismo, obvio.

El único sueño de Fidel fue emular la revolución soviética en formato e ideología y así lo declaró en cuanto llegó al poder. Como Stalin, eliminó por sistema generaciones enteras de su sociedad para imponer el comunismo, con balas, purgas o con exilio de lujo o en balsa, hacia Miami o hacia la muerte. Las elaboraciones intelectuales que ahora lo muestran como un iluminado casi religioso, o un profeta, tergiversan ¿inadvertidamente? los crudos hechos.

Su sociedad con Ernesto Che Guevara, un psicópata asesino que viajó a Sierra Maestra en un tour de muerte, como quien va a un safari humano, exonera de la necesidad de un largo análisis. Castro y Guevara eligieron la aventura romántica de matar, casi con prescindencia de la obtención del poder. Es cierto que el dictador no era un teórico del comunismo, pero lo abrazó por necesidad psicológica, metodológica y por conveniencia. Necesitaba el subsidio de algún mentor y eligió la URSS. Tras la autoextinción soviética, postró a su país a los pies de China, mendigó a Venezuela y finalmente, en una vergonzosa pirueta, golpeó a la puerta de servicio de Estados Unidos para pedir algún mendrugo.

Excluyó a su país del mundo y lo condenó a la miseria. Sus supuestos logros en salud pública y educación son un relato que le ofrendó a los pobres cubanos, como la Unión Soviética convencía a su población cautiva de que su industria y su ciencia eran los mejores del mundo, o Hitler de que el Bismarck era indestructible. Transformó a sus ciudadanos en exiliados, escarneció a quienes se resistían y encarceló a cualquiera que levantara la voz para denunciar su barbarie. Aplastó la democracia y cualquier intento de pensar. Como Stalin, solo permitió sobrevivir a quienes se sometieron al vasallaje y a la opinión única. No fue un líder. Fue apenas un flautista de Hamelín que despeñó a su pueblo. Empezó exportando su modelo a América Latina, terminó exportando balseros. Su herencia es un colosal daño.

Pero también deja una gran lección.

Tras 60 años del experimento marxista, Cuba ha llegado a ser nada. Como sociedad, como economía, como país. Navega hoy en una balsa colectiva hecha con neumáticos, sin rumbo, sin objetivos, sin destino. La dictadura castrista fue la condición y consecuencia necesaria que describe Fredrik Hayek para imponer un sistema estatista de organización política y socioeconómica. La sociedad se rebela sin necesidad de armas a la tiranía económica del marxismo o del estatismo en todas sus formas. La reacción del planificador central es siempre la misma: cuando no se puede meter a la sociedad en el brete de la ideología, se cambia la sociedad por la fuerza, la violencia y la imposición.

La dictadura de Castro fue, además de una expresión natural de su sociopatía, la reacción de impotencia ante el fracaso de su concepción económica y social. El último estertor del marxismo perimido, con ese nombre o con cualquiera de sus apodos modernos: socialismo, estatismo, populismo, progresismo, economía de empresas del estado, gobierno del gremialismo o como se le quiera llamar. El modelo que exportó a Venezuela ha demostrado, en un trágica prueba de laboratorio a escala real, que no sirve para nada, que se agota en si mismo y termina en la miseria.

¿Por qué hay todavía sectores importantes que creen en ese modelo? Porque no se sienten capaces de participar del mundo y buscan la protección de algún ideal patriótico y revolucionario que les permita esconderse y sobrevivir. Como un insecto. Como los proverbiales gusanos que poblaron el lenguaje de Fidel. Por supuesto, esos sectores sociales creen que en su caso particular el experimento será distinto, exitoso, liberador y una defensa a sus tradiciones e independencia.

Nazca desde la violencia o desde la democracia, el sistema neomarxista termina siempre en la imposición, en el pensamiento único, en el exilio, en la expulsión, en la mediocridad, en alguna forma de dictadura. Cualquier sistema de planificación choca siempre contra el libre albedrío de los seres humanos. Cuando el sistema fracasa, la sociedad escapa de él. En ese momento la reacción es la limitación de la libertad, por la fuerza de las armas o por la fuerza de la ley, legítima o no.

Uruguay tiene algo para aprender en esta historia. El generoso sistema de reparto llega a la parte más estrecha del embudo. La creación de nuevos impuestos (o la ampliación de los viejos) no es viable sin ahogar del todo la producción. La inversión es una utopía con gremialismo comunista gobernante. La recaudación vía tarifas también estallará en aumentos de costos y baja de consumo. La exportación sin importación es impensable al no haber innovación y al empujar el dólar a la baja.

Entonces, al borde de perder la mayoría que le concede el particular armado que se denomina pomposamente poliarquía, el Frente Amplio sueña con modificar la Constitución, ahora en 2017. El otro modo de obligar a la sociedad a adherir a un modelo inservible. La dictadura económica por ley. En tal encrucijada, Cuba debe ser el faro que nos guíe. Para ir en sentido contrario.

Gracias, Comandante, por la enorme enseñanza que nos deja, si la sabemos aprovechar. Hasta la victoria, siempre.