Día del maestro



Pedro Bonifacio Palacios es un nombre que no le debe decir mucho. Más bien nada. Almafuerte le debe hacer sonar algunas campanillas. Y si le digo “no te des por vencido ni  aún vencido….” todavía más, ¿verdad?

Para definirlo rápidamente, diría que fue una suerte de Sarmiento en pequeño. Periodista, apasionado, crítico de los políticos, enemigo del gasto y de la burocracia. Maestro por excelencia. Enseñaba en escuelas de campaña sin tener título y muchas veces sin tener sueldo. Allá por 1890.

Despreciaba la idea de ser empleado público porque “vivían de los impuestos ajenos”.

Cuenta la leyenda que un día llegó a su escuelita, apenas un rancho, un circunspecto inspector de enseñanza de la Capital, cuando los inspectores de enseñanza eran serios y trabajaban.

Dígame, Palacios, por qué no figura en los registros como maestro?

Simplemente vine a enseñar cuando se jubiló el maestro del pueblo, la escuela no podía dejar de funcionar. – Respondió Almafuerte.

Y si no tiene sueldo, ¿qué come? – Preguntó el funcionario.

 Los chicos me traen siempre algo, una manzana, unas empanadas, algún plato de comida.  – Dijo Palacios.

¿Y dónde vive, dónde duerme? – Insistió el inexorable.

Aquí, en ese cuartito que hay atrás, donde guardamos los mapas y los útiles. – Fue la respuesta.

El inspector entró al cuarto. Despojado, minúsculo, un catre de lonjas de cuero perdido entre útiles, mapas, libros, un globo terráqueo.  Notó la falta de ropa de cama, la falta de cualquier  elemento hogareño. Pero aquí debe hacer mucho frío de noche. – Indagó. ¿No se muere de frío? ¿Con qué se tapa?

Me tapo con la bandera, que arriamos a la tarde. – Dijo Almafuerte.


Pedro Bonifacio Palacios. Maestro.



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Migrantes: entre la sensibilidad
y la geopolítica


Poco antes del ataque a la Amia almorcé con el embajador iraní en Argentina, como parte de una rutina semanal de mi diario.


En esa charla,  le pregunté a Hadi Soleimanpour, si creía que la política de enfrentamiento con Occidente era lo mejor para su pueblo. Su respuesta fue frontal y brutal. - “Si no nos opusiéramos a Estados Unidos, ni siquiera nos tendría en cuenta. De este modo, somos una amenaza latente que tiene que respetar y considerar”.


Si bien la charla era off the record, me pareció una respuesta demasiado descarnada y sincera para un diplomático. Pero luego comprendí que Irán quería que se supiese universalmente que esa era su línea inamovible de política exterior. Desaparecida la URSS, transformarse en el nuevo demonio era una alternativa no sólo interesante, sino imprescindible en la concepción persa.


Irán ha seguido esa línea al pie de la letra en la región. Con la diplomacia, con el financiamiento del terror, usando su disfraz de nación cuando le conviene y su ropaje de Islam cuando quiere atravesar y romper todas las convenciones.


No hay que confundir la fe individual con el concepto liminar político del Ayatollah Ali Khamenei: la creación de un Califato Islámico. Lo que originalmente fuera un desvarío de un sector de descarriados, los Chiitas, tanto en las formas como en el fondo, hoy es credo en casi todas las ramas y sectas musulmanas: la Yihad, que originalmente era una obligación religiosa, hoy se interpreta casi unánimemente como la obligación de todo musulmán de morir para imponer el Islam. La Yihad ya no es religión. Es política.


La proverbial intervención americana ha dejado a Irán sin rivales en la región, al destruir al Talibán y al régimen de Irak. Como para equilibrar, también ayudó a armarse a ISIS, que lucha con el gobierno Sirio para ver quién es más sanguinario. El saldo: 200,000 muertos.

Estados Unidos ha impulsado un tratado con Irán que lo libera ahora de los embargos y sanciones que le había impuesto. Más comodidad para que sigan con sus cruzadas yihadistas.


Aquí agrego otro componente anecdótico. En 1989, con el petróleo debajo de los 20 dólares, asistí a una conferencia del gran estadista Shimon Peres ante el Congreso Mundial Judío. Para mi sorpresa, abogó por un precio mucho más alto para el petróleo. Sostenía que la pobreza de los países árabes terminaba siempre en ataques entre sí o a Israel, como forma de transferir al fanatismo religioso la disconformidad económica.


La característica común de los países petroleros árabes es la pobreza en la que los sumen sus sátrapas. Y el desprecio de esos sátrapas por sus pueblos.


Entre esos dos vectores, la masacre y la economía, se encuadran estas invasiones de pobladores africanos y de Oriente medio a Europa. Empezaron hace décadas. Ahora se potencian. En 2014 entraron 250.000 migrantes, hasta julio de este año ya se llegó a igual cifra.


La foto de Aylan es el equivalente a la masacre de M Lai en Vietnam. Ha estallado en la cara de la sensibilidad mundial. También probablemente haga perder el match de ajedrez geopolítico a Occidente: no puede olvidarse la conclusión del gran historiador Will Durant en su libro Las Lecciones de la Historia: “Siempre hay un pueblo bárbaro, que no controla la natalidad, que domina por la fuerza o por su número a un pueblo culto que controla la natalidad”.  Europa lo recuerda, lo ha sufrido varias veces.


Pero no es esa la mayor razón de la reticencia europea a aceptar migrantes. (Refugiados y exiliados son términos demasiado precisos y técnicos) La UE tenía hasta ahora un raro criterio: los migrantes asiáticos y africanos debían ser aceptados por el primer país europeo al que llegaran. 


Grecia, recibió ya 340.000 inmigrantes forzados. ¿Hay derecho a pedirle más? Hungría, saturada ya por la invasión, no ayudó a los desesperados: simplemente los puso en trenes y se los arrojó a Austria por la cabeza.


Merkel presionó para que cada país aceptase una cuota de solidaridad, incluyendo a los casi miembros, como Turquía.  ¿Las democracias de cada país no tendrán derecho a opinar? Irlanda, tras un duro ajuste para cumplir con la UE parece creer que sí: no quiere recibir inmigrantes por causas económicas. (Se estima que la mitad lo es) Otros países tampoco los quieren.


Los migrantes no se quedan en Turquía, ni en Italia, ni en Hungría. Quieren destinos más prósperos. Buscan bienestar, no supervivencia. Las calles de París están llenas de manteros que llegaron con igual propósito en las últimas décadas.


Eslovaquia, en el otro extremo, no quiere recibir árabes.  Alemania, con una imagen inflexible, es, sin embargo, quien más abierta está a recibir estas masas desesperadas. Su antecedente con los alemanes orientales no es casual.


El resto de Occidente parece creer que el problema es europeo. Cómodamente, todas las sociedades, incluyendo la nuestra, le pide solidaridad a los demás.


La globalización ha planteado este raro sistema por el cual los bienes entran y salen libremente de todos los países. Pero la gente es presa de su nacionalidad. Si le toca en suerte nacer en una satrapía, pues allí debe morir.


Hasta que aparece la foto de un Aylan. Cuya muerte no es más injusta ni más dramática que la de otros miles. Pero está fotografiada.


Muchos recuerdan la inmigración europea a Estados Unidos y a toda américa en la primera guerra.  Pero hay algunas diferencias. Por un lado, el empleo no era un bien escaso. Por el otro, esa inmigración tenía una cultura de trabajo.


Y algo más. Esas masas desesperadas tenían costumbres similares y una religión con los mismos principios que la del nuevo mundo. Aceptaban, tarde o temprano la ley y las reglas.


En cambio, estos migrantes profesan mayoritariamente una religión que se cree por encima del estado, de la sociedad y de las leyes, cuando les conviene. El Islam será considerado un peligro mientras los imanes y sus máximas autoridades no acepten que el Corán no es una garantía de inmortalidad impune y gloriosa ni está por encima del orden social. De lo contrario jamás se incorporarán a ninguna sociedad, y jamás serán aceptados.



Aylan debe ser un clamor de solidaridad. Pero no debe ser el cristo musulmán.


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