Publicado en El Observador. 10/08/2021


La libertad del precio 

 

La conveniente ignorancia sobre el mecanismo del valor de los bienes lleva siempre a medidas facilistas, demagógicas, ineficaces y contraproducentes


 















El anunciado aumento en el valor de los combustibles disparó nuevamente la discusión sobre los niveles de precios y la inflación, con las respectivas protestas y presiones, como es habitual. También como es habitual, esos reclamos tienen una fuerte cuota de cómodo voluntarismo, sino de infantilismo. 

 

Desde la enunciación de la teoría subjetiva del valor - traducida como teoría del valor subjetivo - se comprendió (o se debió comprender) que el precio de los bienes es el resumen de lo que von Mises llamara la acción humana, o sea la libertad de elegir, de propiedad, de optar y de determinar el valor de los productos en función de la importancia que para cada individuo tienen. Ese concepto es sumamente molesto para quienes al mismo tiempo que exigen que “los precios bajen” o “dejen de subir”, reclaman prestaciones, garantías y ayudas del estado que terminan influyendo gravemente sobre el nivel de precios, distorsionando así todo tipo de lógica. 

 

Como se ha afirmado en esta columna, Uruguay tiene una poison pill en su sistema. Al indexar legal y fácticamente todos los sueldos, costos, servicios públicos y privados por la inflación pasada – una garantía automática hoy confortablemente indiscutible – se establece un piso de aumento fatal de todos los bienes y gastos, lo que tiende a crear una peligrosa espiral prácticamente imparable, salvo “sacrificios” que nadie está dispuesto a soportar, ni a proponer. 

 

El déficit permanente, que para el pensamiento simple es equivalente a un derecho humano de la sociedad, va en la misma dirección, y agrega más leña al fuego inflacionario. La inflación es finalmente, el precio que se paga por gozar de beneficios que no se merecen ni se han ganado. Tal es  el déficit. Una ensoñación pueril, por más que sea justificada por la vocación de los políticos de satisfacer gentiles pedidos de sus votantes, vocación que también se denomina populismo. 

 

Quienes exigen que no suban las tarifas y precios, deberían asegurarse de no estar sosteniendo y clamando por otro lado por el monopolio estatal sobre todos los servicios importantes, incluidos los combustibles. Ese monopolio sin competencia termina incurriendo en gastos de salarios privilegiados, prebendas, inversiones ruinosas, decisiones secretas, mini y maxicorrupción que indefectiblemente terminan en aumento de precios en productos o servicios esenciales, o en su defecto, en pérdidas a cargo del estado, o sea, más déficit-inflación. Es peor cuando el monopolio es de bienes que se importan, que a su vez tienen variaciones de precio propias debido a razones valederas o a razones monopólicas, como en el caso de la OPEC, finalmente un monopolio de tiranos. 

 

Entonces quienes hacen movimientos y convocan a marchas de protestas por las subas, deberían, por coherencia, marchar primero para eliminar los monopolios estatales que excluyen toda competencia y también el número y remuneraciones desproporcionadas de sus empleados y de la administración pública en general, que a la larga se transforman en simples gastos que afectan directamente el costo de esos servicios y bienes, vía inflación o vía impuestos agregados al precio. 

 

Esa inflación sistémica, que no es resultado de la casualidad sino de la acción humana de individuos y políticos con reclamos y soluciones cómodas y superficiales, se perpetúa si se obliga al estado a no trasladar a los consumidores (cautivos) esos costos, ya que se transforman en nuevas causales de inflación. Para decirlo más simplemente, la lucha hay que librarla en otros terrenos, no en el surtidor de nafta, en el medidor o en la garrafa. Claro que esa otra lucha va contra los intereses y ventajas de los propios reclamadores cuando les toca ponerse el sombrero de subsidiados, sindicalistas, empleados del estado con privilegio de eternidad o jerarcas. 

 

Desde Marx en adelante el socialismo (igual que su espejo, el fascismo) atribuye la suba y la formación de precios a causales malvadas. Por eso siempre ha tratado de intervenir arbitrariamente en esos procesos. Históricamente esas intervenciones han fracasado ruidosamente. Desde la hambruna asesina de Mao a las colas de varias horas de la URSS para comprar pan, para evitar la “intermediación innecesaria”.  Como el precio es una expresión de libertad, todas esas luchas han sido tiránicas o dictatoriales. Y todas han fracasado. Cualquiera se escandaliza hoy escuchando a Perón en los 50 prometiendo repartir alambre de fardo para colgar a los especuladores, o encarcelando comerciantes. No muy distinto a lo que han hecho y hacen sus discípulos, para darles un nombre. 

 

Este mismo año, para “abaratar” los alquileres, el peronismo promulgó una ley que en 24 horas aumentó casi al doble el costo de todos los arrendamientos. En la misma línea el gobierno demócrata estadounidense paraliza los desalojos de quienes no pagan, con lo que logrará igual efecto que el peronismo. La intervención del estado, sea previa, como en el caso de los monopolios o los gastos-impuestos, sea posterior como en el caso de la URSS o Argentina, no sólo no baja los precios, sino que, por una elemental ecuación, empuja el desabastecimiento y mata la inversión. Nada peor para el consumidor. 

 

Como otras prédicas del socialismo esta conveniente ignorancia fue rápidamente adoptada por la sociedad, de buena o mala fe. Hoy se enseña a los chiquilines. En un selectivo colegio privado, un profesor pregunta a sus alumnos: ¿“les parece bien que durante la pandemia suban los precios”? – La respuesta es un coro de noes. – Bueno, eso es el capitalismo. – Remata el profe.

 

Eso no es el capitalismo. Es la acción humana. Distorsionada por el estado, sus monopolios, su gasto, sus impuestos, sus sindicatos parásitos y sus prebendas. Y la falta de competencia. Pero lo que quedará es esa prédica docente falaz. Por eso la reacción será siempre dictatorial, como el peor socialismo. Precios máximos, medición de las góndolas con un centímetro como Argentina, el alambre de fardo, la prisión, la destrucción de los sistemas de distribución y la misma producción. El desabastecimiento. 

 

Porque todo control de precios, además de ser inútil y contraproducente, conlleva siempre algún tipo de autocracia y conculcación de derechos. Y eso tiene otro precio mucho más caro: el precio de la libertad.