La esclavitud de la dialéctica


Haga una prueba. Pregúntele a algún amigo: ¨¿Por qué será que en el Censo Nacional no se encuesta la nacionalidad de los entrevistados?¨  Cualesquiera fuere la ideología, clase social o formación de su amigo responderá algo así como: ¨tené cuidado que te va a agarrar el INADI¨ o similar expresión.

Una inocente pregunta bastante lógica, por otra parte, será inmediatamente castrada o desvirtuada por gente que probablemente coincide en casi todo con usted. Este pequeño ejemplo nos lleva al punto central de esta nota: tenemos miedo de expresar ciertas ideas de fondo y ciertos ideales porque han sido transformados en tabúes, en incorrecciones políticas o en supuestas discriminaciones o insensibilidades.

No se trata de un tema menor. Al no poder expresarnos con claridad y contundencia, nos censuramos antes siquiera de formular una idea. Hemos perdido la discusión sin siquiera llevarla adelante. No necesitamos un Goebbels, nos hemos convertido, o nos han convertido,  en nuestro propio luzbelito nazi.

En los 70, el gran humorista Juan Carlos Colombres, Landrú, bromeó conque la palabra ¨rojo¨ era mersa, que debía decirse ¨colorado¨. La culta sociedad porteña lo tomó en serio y hasta el día de hoy es una herejía llamarle ¨rojo¨ al rojo.  

El tema es inmensamente más serio. Hay una suma tal de restricciones que estamos inhibiendo el pensamiento en muchos puntos fundamentales, o sea, con perdón, estamos dejando de pensar.

En la crisis de 2001 la gente encontró una maravillosa síntesis para definir nuestra realidad política: ¨que se vayan todos¨. Expresaba en esa frase una opinión, un certero diagnóstico y una decisión de cambio. La consigna ganó la calle, los medios, y se volvió bandera de las manifestaciones y marchas contra el cepo bancario de entonces.

Pero un importante político, avezado en trampas, consiguió el apoyo unánime de la prensa, que rápidamente tildó la consigna de antidemocrática, ya que, decían, desestabilizaba el sistema. A partir de ese momento, por miedo a no decir lo periodísticamente correcto, la gente se cayó la boca.

Hoy los partidos son más que nunca dueños de esta pobre democracia que manejan a voluntad, sin que nadie se atreva a decir que deben ser reformulados, como también debe ser repensado su monopolio concedido generosamente por Raúl Alfonsín en 1994. Todos sabemos que haría falta una renovación total de protagonistas. Pero nadie se atrevería a decir ¨que se vayan todos¨, por supuesto. Ese temor impide reclamar una reforma en el sistema que es urgente e ineludible.

La dialéctica barata de lo políticamente correcto es un relato que nos impide pensar, reclamar, proponer y en definitiva cambiar el rumbo de la sociedad, suponiendo generosamente que esta sociedad tiene algún rumbo.

Si alguien propone aplicar con firmeza la ley para reducir la inseguridad, será acusado inmediatamente de represor, nazi, golpista o alguna otra lindeza, y casi seguro tildado de descontrolado. Si protesta por la sospechosa levedad de la justicia ante crímenes aberrantes, o a la liberación irresponsable de presos, será acusado de ensañamiento, ignorancia de las técnicas de reinserción social, o desautorizaciones similares. Conclusión, las ideas fuerza se licuan para no infringir el mandato formulado quien sabe por quien, o con qué autoridad.

Si alguien propone el arancelamiento de la enseñanza universitaria será inmediatamente tildado de elitista y de atentar contra el progreso de las clases más bajas. Como si las clases más bajas no estuvieran siendo estafadas por un sistema que les hace creer que están siendo formados.

Si se propone el arancelamiento del sistema universitario o de hospitales para extranjeros no radicados, la acusación será de xenófobo, racista, nazi y fascista como mínimo. Ni siquiera se investigan los tours hospitalarios para extranjeros que saturan los turnos para los argentinos. ¡No ose ensayar una crítica!

Será inútil que se explique que muchas de esas propuestas se aplican en casi todos los países de la ¨Patria grande¨. Quien lo haga será execrado, acusado de poco sensible, escrachado y denunciado al INADI, por suerte tan inútil e ineficiente como todo el resto de la Administración.

Así, los alumnos toman colegios en nombre de la no injerencia policial y la autonomía, los reclamantes de cualquier cosa cortan calles y autopistas con la ayuda policial, en nombre del derecho de huelga o de protesta, los desmanes en las canchas no son reprimidos porque la policía tiene un ¨protocolo¨ que quien sabe a quién protege. Pero usted no puede protestar porque estaría atacando los derechos sacrosantos consagrados sólo por la dialéctica periodística o política, en detrimento siempre de los que estudian, trabajan, cumplen y quieren estar de ¨este lado¨de la sociedad.

¿Por qué nos sorprende que los alumnos o sus padres le peguen a los maestros de sus hijos o los delincuentes amenacen y hasta lastimen a los médicos de las guardias? Los malevos antisociales están protegidos por la dialéctica de lo políticamente correcto y su correlato de los protocolos policiales de impunidad.

          ¿Por qué nos sorprende que la justicia deje suelto a un violador con argumentos que no pueden sino ser frutos de la corrupción mental (o de la otra), si nuestros jueces se llaman ¨Jueces de garantías¨? ¿De garantías para quien? Para los delincuentes, obvio.

          En la dialéctica disoluta y disolvente, el general Roca, fundador de la Nación Argentina, es considerado y denostado como  un genocida por ahuyentar y eliminar a unos peligrosos indios asesinos expulsados de Chile por igual razón. ¿Por qué nos sorprende que el residual de esas tribus esté reclamando las mismas tierras y quemando bosques?

          En el relato de la desinformación, la madre proxeneta de una prostituta a sus órdenes supuestamente desaparecida es una heroína, y el reciclaje de la basura de la Ciudad se hará con cartoneros.   Un traficante, un importador de precursores, es un ¨empresario¨. Un lavador de activos, un mochilero de dólares o un cuevero son ¨financistas¨ para los diarios, y no los diarios K, precisamente.

Los manteros son protegidos porque ¨son trabajadores y no hay trabajo legal¨ como si no fuera vox pópuli que coimean a mansalva. Los trapitos son permitidos porque ¨no hay norma legal y discuten amistosamente con los automovilistas las tarifas¨ según se lee en La Nación, nada menos. Como si las reglas las tuvieran que redactar los marcianos.

Los alumnos deben poder llevarse dos o tres previas porque somos ¨inclusivos¨ hasta la deseducación. En ese contexto, un alumno brillante es un traga y merece que se le pegue. Y la sociedad no se atreve a disputar el estúpido concepto de que un ignorante vago demore a toda su clase porque no sabe nada de nada. Supongo que sería una discriminación, ¿verdad?

Y así, nos preocupa el trabajo esclavo pero no las medidas o no medidas que conducen a la falta de empleos o al desempleo. Pero trabajo esclavo suena bien. Como nos preocupa el trabajo infantil pero no la mendicidad infantil ni la prostitución infantil instantánea de los niños de la calle. Trabajo infantil es mucho más políticamente correcto como bandera que prostitución infantil.

No quiero concentrarme en la economía, por eso no reseñaré todos los casos en que las frases estereotipadas gobiernan nuestro comportamiento, inhiben las propuestas, callan las criticas y fomentan la ignorancia. Sustitución de importaciones, conservar el valor del salario en dólares, desendeudamiento, neoliberalismo, redistribución de la riqueza, progresismo, recuperación del patrimonio nacional, precios cuidados,  son conceptos aparentemente válidos y ampliamente aceptados, hasta que se profundiza y nadie sabe muy bien en qué se fundamentan, qué quieren decir exactamente, cuáles son los resultados de su aplicación.

Sin embargo, se dan muchas veces por valores sobreentendidos, y corre por cuenta del héroe que se atreva a desafiarlos convencer a los supuestos idealistas de la inutilidad de sus conceptos. Muchas veces, no se disputan para evitar el conflicto. Leo las críticas a algunas de mis notas y me produce una gran desilusión comprender que ni se han leído. Pero se me arrojan todas las armas de la dialéctica barata para refutar lo que ni siquiera entienden.

El sistema democrático está plagado de estas frases y conceptos dialécticos de descalificación política. La elección de diputados uninominalmente es fulminada porque impide la representatividad de las minorías. Vaya uno a saber lo que eso quiere decir.

La idiotez del cupo femenino, que permite que las esposas, amantes y favoritas ocupen un lugar que no merecen en las boletas y cargos, debe ser eliminada y hacer que los partidos abran en serio sus listas a todos sus afiliados de ambos sexos  Pero decir algo así es tan dialécticamente vedado que nadie se atreve a decirlo. Las mujeres capaces casi no tienen cabida para competir dentro de los partidos, reemplazadas por la obligatoriedad de un cupo que se completa como sabemos. Y las mujeres que se han destacado por sus méritos sufren muchas veces duras descalificaciones, o calificaciones.

Los partidos políticos han monopolizado la democracia y los ciudadanos son siervos que votan por los candidatos que les pre digieren. A eso le llamamos democracia. ¡Imaginen lo que dirían muchos políticos de esta afirmación si supieran leer!

Hablar por caso de una política de inmigración es ser considerado al nivel de Mengele. No importa que se explique que Bolivia, por ejemplo, tiene como política sistemática la expulsión de sus carenciados hacia Argentina, ni que el cónsul de Bolivia está siempre informado de los allanamientos a la Salada, o de cualquier operativo en las villas más importantes. Se trata de xenofobia, dirán, con lo que nadie lo dice y así permite que continúe la barbaridad.

Pensemos en la defensa que ha hecho Cristina Kirchner de las barras, y todo el entramado que se construyó para permitir su viaje al mundial, y todo el soporte periodístico que entonces tuvieron, y entenderemos mejor el momento actual.

Y dejo para el final el tema de la pobreza, por toda la construcción dialéctica, semántica, estadística y fáctica que se ha creado en torno a ellos. Hace mucho tiempo que el país habla más tiempo de la pobreza que de empleos, de producción o de exportación. Una colosal manipulación intelectual (basada en la solidaridad) en que hemos caído, que nos amordaza paulatina y calladamente.

Para no engañarnos, sepamos que este andamiaje de dialéctica y corrección política que describo es nada más que la máscara de muchos casos de corrupción que se encapuchan con esta fraseología barata que sin embargo hemos comprado como un credo.

Todo apoyado en la televisión, pero también en un público farandulero, víctima o victimario, que pone la opinión de un filósofo al mismo nivel que la de una bailarina semianalfabeta y que se da el lujo de caricaturizarlo todo, hasta al Papa, que supuestamente la mayoría de nuestra sociedad considera el vicario de Cristo, ahora también devaluado por la banalidad y la superficialidad del mensaje.

El problema no es cada uno de los casos puntuales. El problema es que no hay calidad de pensamiento sin libertad de ideas. Pensar es fruto de la libertad, y ES la libertad. Pero estas construcciones de lo políticamente correcto terminan no solamente por amordazarnos, sino que nos impiden pensar con calidad y con calidad, a fuerza de inhibirnos por temor a ser incorrectos o a recibir el reproche fulminante de quién sabe qué misterioso y omnímodo Catón.

Caemos entonces en el silencio y en la omisión, y a veces en una ignorancia inducida. Eso configura un estado de pre-esclavitud de pensamiento, tanto en lo político como en lo socio-económico, que nos pone a merced de cualquiera, textualmente. A este paso, reclamaremos cada vez menos a nuestros gobernantes, por miedo a ser ridiculizados o descalificados. Eso es lo que pareciera que quiere el sistema político argentino.

Estas construcciones condicionantes a que me refiero no son un chiste de Landrú. Son un serio condicionamiento a nuestra inteligencia colectiva, a nuestro modo de vida, a nuestra libertad. Pero afortunadamente el problema se resuelve sencillamente teniendo el coraje de ignorarlas.

Diga nomás ¨luz roja¨ sin ponerse colorado.


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