OPINIÓN | Edición del día Martes 20 de Septiembre de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador


Entre Matrix y El proceso


Las imposiciones del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), el ente supranacional no formal que obliga y legisla en todos los países por la fuerza de las sanciones que aplican sus mandantes, han transformado a los bancos en auditores de la actividad financiera de la humanidad.

Para asegurarse de que ese control sea implacable, el ente (un Big Brother auténtico) también obliga a que todas las actividades financieras se bancaricen. No importa qué lenguaje utilicen los gobiernos de cada nación para disimular que cumplen órdenes, el mundo entero se mueve al unísono en ese sentido.

Tener una cuenta de banco no es ya opcional, como ir a comprar a un supermercado. Es una imperiosa obligación. Tener una identidad financiera es tan obligatorio como tener una identidad fiscal o personal. Faltaría el chip implantado para que Matrix dejara de ser un filme de ciencia ficción. (Se viene.)

El sistema universal antilavado, que empezó como una cruzada sacrosanta contra el tráfico de armas, personas y drogas, se amplió luego hasta abarcar cualquier cosa con la Patriot Act americana un compendio de inconstitucionalidades y pérdida de cualquier garantía ciudadana.

Hoy el GAFI castiga (sic) del mismo modo a un traficante que empequeñecería a Pablo Escobar o a un financista de Estado Islámico que a un evasor de impuestos. Y ni siquiera necesita un juez. Un bancario toma decisiones que pueden cambiar una vida.

Sin abrir juicio sobre la Justicia o el derecho del Estado a estos controles, se ha creado un mecanismo global que ni Kafka en El proceso ni Orwell en 1984 imaginarían: la persona tiene que probar a un empleado bancario que no ha cometido un delito que no sabe cuál es, ni cuándo cometió, del que no ha sido acusado. El paso siguiente es la prisión, cuando interviene un juez, y la confiscación de sus bienes sin que se demuestre su culpa en juicio. (In your face, Frank y George). Tiene muchos más derechos alguien que mata a la suegra.

A esta descripción debe unirse el hecho de que la digitalización y las transacciones electrónicas crean una trazabilidad biunívoca, una suerte de blockchain financiero programable, auditable e inexorable.

Para decirlo en una línea: el dinero ha dejado de ser fungible. Salvo que usted sea efectivamente un traficante de drogas, armas o personas, un terrorista o un gobernante corrupto, en cuyo caso nada de lo dicho se aplica.

Hasta aquí, una descripción que, como dije, no intenta incursionar en la valoración moral, ética o delictual de las actitudes y acciones de gobernantes y gobernados. Entra ahora el populismo mundial y la política tributaria en escena.

Los países centrales, en especial los europeos, están inmersos en una estanflación que ni la emisión irresponsable oculta. Francia llega ya a un gasto estatal que equivale a 57% de su PIB, por ejemplo. Cuesta mucho trabajo no calificar como populistas a sus gobernantes. Esta generosidad presupuestaria, como era previsible, no ha creado trabajo, algo comprensible por la dureza en las condiciones laborales que la democracia deformada y el sindicalismo impiden flexibilizar.

Luego de llegar a tasas negativas, una especie de caricatura de la teoría ecuacional de algoritmos facilistas, el ex sistema capitalista, ya deglutido por la Matrix estatista, piensa ahora en mecanismos para aumentar las tasas de los impuestos viejos y crear nuevos.

En esa línea, machaca con el concepto de inequidad, que ya no es sólo una argucia dialéctica de la izquierda, sino un artilugio del estatismo para la aplicación de nuevos gravámenes que supuestamente los funcionarios distribuirán mejor que el mercado. Conocidos economistas están sospechosamente defendiendo la teoría de un impuesto global para luchar contra la desigualdad. Un modo de acusar a quienes generan riqueza de ser culpables de la pobreza. Marxismo por otros medios, o neomarxismo, si prefiere. O gasto público desenfrenado, con cualquier ideología.

Por eso las potencias despilfarradoras han inventando el concepto de penar la “escasa o nula tributación”. La idea es fatal para los países pequeños, porque implica que un país prolijo en sus cuentas, que tiene un presupuesto equilibrado, debe obligatoriamente subir su carga tributaria, resignando su oportunidad de competir con sus precios baratos en el mercado mundial.

Irlanda, único país de la UE que efectivamente hizo un severo ajuste fiscal y laboral, descubre ahora que no puede cobrar menos impuestos que los que cobra el resto de Europa, o sea, que no puede competir. El concepto de renta mundial, impuestos globales e igualdad de tasas, deja sin oportunidades a los países que quieren crecer. La muerte de los emergentes.

La combinación de los dos conceptos planteados en esta nota confluye en la idea final de impuestos únicos globales “coparticipables”, coparticipación en la que es sabido quienes llevarán la peor parte.

¿Por qué es importante todo esto para Uruguay? Porque entre su fracaso, su angurria y su resentimiento, la izquierda neomarxista puede sentirse identificada con estas ideas, que le garantizan una limosna de riqueza para redistribuir y redistribuirse, pero que condenaría al país a una economía de factoría y maquiladora.

Las tendencias que comentamos no van a reducir la pobreza, más bien es casi seguro que la aumentarán. Un detalle que a la izquierda no suele importarle, o que acaso la complace. Entretanto, en algún lugar del infierno, Marx se ríe a carcajadas cada noche mientras se quita la máscara de Keynes, el álter ego diabólico que creó hace ochenta años.