Publicado en El Observador  11/05/2021


El partido empieza cuando termine la pandemia

 

El virus ha puesto en coma inducido el debate sobre cambios de fondo en la concepción económica y del comercio internacional 




 











Siendo optimistas, cuando termine la pandemia al gobierno de la coalición le restarán tres años de mandato. Sufrirá, en ese momento, todas las presiones generadas por el SARS-2 y su contención, global y localmente. También sufrirá el peso negativo de lo que se llama el reseteo mundial, que es sólo el recurso dialéctico del popusocialismo que intenta hacer creer en su cede central y en todas sus sucursales que el virus ha derogado las leyes económicas, y otras leyes fundamentales. 

 

Sufrirá, además, el efecto del proteccionismo mundial, error deliberado -valga el oxímoron – que los países centrales, sobre todo EEUU, cometen cuando están ante una crisis de empleo y depresión, lo que suele atrasar la recuperación universal varios años y condenar a los países de producción primaria. 

 

También habrá perdido el momento de gracia poselectoral, tanto dentro de su alianza como en la opinión pública, y habrá gastado un tiempo que se debía usar para la prédica y la propuesta y que se tuvo que consumir en la emergencia sanitaria, incluyendo recursos destinados a ayudas que siempre serán consideradas insuficientes. 

 

Como si eso no bastara, tiene y tendrá enfrente a su opositor principal, el Pit-Cnt, que ya sea con su herramienta el FA o por su cuenta, (debería asumirse como partido político de una buena vez) continuará saboteando todo intento de recuperación del empleo y del comercio (la misma cosa). Hoy mismo la central trotskista está bregando por la derogación de la LUC, usando los mismos argumentos que llevaron a la parálisis final del empleo privado y está defendiendo el monopolio burocrático y la autarquía inaceptable de las seudoempresas del estado, eufemismo por feudo intolerable, sospechoso y petrobrasiano. 

 

Y, como remate, tendrá la ciega presión ideológica de los impuesteros, que este espacio ha definido como un operario que sólo sabe usar el martillo y entonces arregla todo a martillazos. Tienen un impuesto para cada problema. O sea, un problema para cada problema. Un ejemplo es el de un hijo dilecto de la central sindical protegida, el exministro Murro, que inventa ahora el concepto de equidad o justicia intrageneracional para lo que llama solución al problema jubilatorio, que en definitiva consiste en sacarle su plata al jubilado con más aportes para darle al que no aportó lo suficiente, y como eso no alcanza, cubrir la diferencia con nuevos impuestos que denomina solidarios, porque por supuesto, todo impuesto es solidario… con la burocracia sindical o de jerarcas. Implica resolver el déficit del sistema con más impuestos. El martillazo. Como cuánto más gravámenes menos trabajo, el círculo vicioso es infinito y termina sin empleo; el futuro con que se amenaza es evidente y caerá sobre la falda del gobierno en 3, 2, 1…

 

En ese marco se vuelve a discutir el Mercosur, tarde e inconsecuentemente. El mundo pospandemia será cruel, egoísta e insolidario. Las commodities darán un respiro al déficit y al riesgo crediticio, pero sólo eso. El valor agregado vendrá por la innovación, no por los tratados. Por supuesto que hay que dar la discusión, pero la columna no pone esperanza alguna en el resultado, aún en el supuesto caso de la soñada flexibilización de la decisión 32/00. 

 

Paralelamente se introduce la discusión sobre los socios que debe seleccionar el país para ese futuro. Como si existieran opciones reales y como si existiera la posibilidad de optar. Se compra aquí el discurso del gobierno norteamericano, que justifica su feroz embestida proteccionista contra China en nombre de luchar contra la dictadura comunista, cuando en realidad está tratando de emparchar la anomia de la industria del norte en los últimos 40 años, con sus CEOS mucho más preocupados en sus bonus, stock options y recompra de acciones, que en actualizar sus métodos de producción y sus líneas de productos, y en comprar empresas de tecnología más que en desarrollar su propia innovación. La pelea mundial no es ideológica. Es comercial. China era comunista y dictatorial con Nixon, con Clinton, con Obama y con los Bush. 

 

Aún cuando la realidad no fuera tan contundente como este análisis, no será muy distinta en sus efectos. Por eso el gobierno debería pisar el acelerador y doblar su apuesta a las radicaciones de persona físicas y de inversión a las que se jugó, y que se vieron obstaculizadas por la pandemia, en los viajes y contactos personales imprescindibles y con la parsimonia virósica de consulados y otras oficinas públicas.

 

En esa línea, debería garantizar con una ley, además de la vacación fiscal de 10 años ya sancionada, que quien se radicase no se verá afectado por nuevos impuestos. Hasta un distraído sabe que, por una simple cuestión de alternancia, la coalición tiene muchas probabilidades de ser sucedida por un gobierno del Pit-Cnt o por alguna aliado cautivo tipo FA que le responda ideológicamente. Eso implica una lluvia de impuestos estilo argentinos o peor, con la excusa y el nombre que se irán viendo. Aún un desprevenido emprendedor argentino comprende que, si eso no se resuelve, radicarse en Uruguay será sólo un breve interregno, y así lo planificará. De paso, esa norma debe corregir las inequidades creadas por la legislación sobre la extensión de los 10 años de alivio tributario a los inversores, que deja fuera a los ya residentes que invirtieron en propiedades antes de 2020. Una discriminación jurídica, por apresuramiento y poco análisis, seguramente. 

 

La distintez oriental sólo será posible si se aumentan sensiblementes la inversión y la innovación privada. De lo contrario, se volverán al círculo vicioso del martillazo impositivo, hasta que el último ahorrista y el último trabajador paguen la cuenta de todo. 



 

 

 




Publicado en El Observador 04/05/2021




¿A quién le importa el trabajo? 

 

El bienestar de una sociedad está dado por su capacidad de generar empleo. Reemplazar el trabajo por un sueldo estatal o un subsidio es cortoplacista y provisorio




 













No parece posible estudiar la problemática oriental sin abordar la particular concepción sobre el empleo que tiene en general su sociedad, concepción que juega y jugará un papel excluyente en el futuro pospandemia, empezando ya. 

 

Para comenzar, se equipara el empleo estatal con el empleo privado, lo que convierte al estado en un empleador de última instancia, con múltiples consecuencias y efectos negativos. Así como el estado es incapaz de producir riqueza, aunque sí de pulverizarla, (sobran ejemplos locales y globales) el empleo público usado como herramienta político-económica y como fuente de trabajo, no solamente escamotea los resultados de las ideas y acciones equivocadas de los gobiernos, del sindicalismo y el proteccionismo, sino que engorda el estatismo hasta matar por inanición toda fuente de trabajo privada. 

 

En ese proceso, se van acumulando protecciones constitucionales y legales que hacen que los salarios estatales sean mayores que los privados, que el despido esté prohibido y casi lo esté la mismísima eficiencia, y que el ajuste por la inflación que el propio estado produce con exclusividad con su gasto y su emisión sea una garantía no sólo de conservación del poder adquisitivo, sino de futura mayor inflación. Lo que por supuesto, impacta contra el trabajador del sector privado. 

 

A este listado, al que se llama conquistas, se suma el sindicalismo unánime y monopólico, que se ha ocupado de ejercer una permanente oposición a la actividad privada, hasta lograr que sea considerada casi un enemigo por el trabajador, con la anuencia de la sociedad que muchas veces pondera como avance mundial ese proteccionismo laboral. 

 

En tal marco se insertan las mal llamadas empresas del estado, (empresa implica riesgo, que en este caso sólo es asumido por el contribuyente o el consumidor) o sea el monopolio de servicios esenciales. Para dar un solo ejemplo de su comportamiento, alcanza el reciente chantaje de los ejecutivos de UTE, que amenazan con el riesgo de cortes masivos al gobierno, que apenas intenta aplicarles un modestísimo ahorro en la reposición de vacantes o atrición. (¿O habrá algún resultado incómodo en la Auditoría?) Los jerarcas de estas empresas son burócratas de altos ingresos, y defenderán a muerte su privilegio, su inmunidad y a veces su impunidad. 

 

Se agrega, como ya se ha analizado aquí, el dilema de la jubilación, que, sin una generación fluida de empleo privado y en un entorno de tasa cero, se convertirá en un problema recurrente con parches y disconformidad permanentes y mayor gasto para la sociedad. Como siempre, el problema está agravado por toda la solidaridad que se le ha ido cargando injustamente al mecanismo de retiro, que supone un gasto adicional del 30 por ciento, sambenito que no es serio, ni corresponde, colgarles a los jubilados con aportes plenos, ni al sistema de reparto intergeneracional. 

 

Que todos estos procesos descritos hayan ocurrido gradualmente, a lo largo de muchos años y hasta hayan funcionado un rato, no los hace válidos, ni les quita gravedad. Tampoco les da carácter de patrimonio nacional, ni de compromiso patriótico, ni de ideología. Adicionalmente, esta cosmovisión lleva a la figura fatal del subsidio permanente, del salario sin trabajar, la Renta Universal o como se le llame, que es finalmente empleo estatal sin la molestia de tener que trabajar, o hacer una contraprestación. 

 

No solo el empleo privado no es considerado primordial, sino que los criterios antes esbozados obran como enemigos del aumento de demanda laboral, tanto desde los aspectos éticos y conceptuales, como porque condenan a una permanente inseguridad impositiva, al requerir más exacciones con cualquier excusa, con lo que la inversión es harto difícil.  

 

Así, mientras el Pit-Cnt se ocupa de inventar y proponer nuevos tributos, una tarea de voluntariado que difícilmente le corresponda, otros sectores más técnicos, no más acertados, bregan ahora por eliminar las eximiciones a ciertas radicaciones, exenciones que serán mejor o peor diseñadas, pero a las que obliga a recurrir la ofensiva tributaria rampante, para conseguir alguien que quiera radicarse. Ambas posturas se contraponen. Ambas posturas ahuyentan inversión y empleo con su solo enunciado. Lo malo de las eximiciones es que no se conceden a todos, eso sí. Se llamaría rebaja de impuestos. 

 

El aumento del precio de la soja y los cereales ha vuelto a ilusionar a los defensores de las teorías del “somos distintos” y “vamos tirando”, que finalmente significa cobrarle más impuestos a cualquiera que saque la cabeza del pantano, o sea volver a lastimar el empleo privado y a fomentar más estatismo. El círculo vicioso perfecto. O más bien una espiral involutiva que conduce al mínimo absoluto. Y a la pérdida de libertad. 

 

La pandemia potencia el drama del desempleo privado. Que curiosamente muchos proponen hacer más dramático encerrando a la población. Y clamando por más gasto paliativo y más impuestos supuestamente temporarios, un ensayo general de socialismo forzado. Si a esa situación se agregan el inexorable efecto de la tecnología, (que entre otras cosas posibilitó desarrollar vacunas salvadoras en menos de un año) y la demanda de bienes que no dependen de mano de obra intensiva sino de trabajo especializado, la concepción oriental sobre el empleo y la economía en general podría tener que cambiar. A menos que se vuelva a recurrir a la única, cómoda, precaria y vieja solución de ordeñar al campo o a cualquier otra peligrosa y reaccionaria manifestación de riqueza, mientras dure. 

 

“Vamos tirando”. Una leyenda que debería estar en algún símbolo patrio. Aunque no merezca estarlo, es un intento de idiosincrasia respetable.


 


Publicado en El Observador  27/04/2021


El dilema oriental

 

El nuevo orden mundial obliga a negociar. Pero sin sacrificar principios ni convalidar conductas de nadie a cambio de dólares, o yuanes




 Es perder tiempo tratar de cambiar el burócrata Mercosur, como anticipó la columna. Los otros socios no ansían bajar el arancel común y abrir sus mercados, no sólo Argentina, sino la industria brasileña, que no compartirá su clase media cautiva regional, diezmada por la pandemia y la pérdida de rumbo económico. 

 

Tampoco Uruguay produce bienes de algún valor agregado con chance global, fuera de su actividad agropecuaria, no normada en general por acuerdos y contrapartidas sino por mercados que se rigen por otros factores, como ocurre ahora con la soja. (La pulpa es PIB de segunda, por las exenciones que limitan su efecto)

 

El modesto sueño de exportar galletitas o harina, o sea, de agregar valor a las materias primas, ni siquiera se ha logrado a pleno en lo interno.  En lo externo, pesan las rigideces y costos laborales e impositivos, más el efecto IMESI, que obra como un recargo de importación sobre la mayoría de bienes ofrendables como moneda de cambio en un tratado comercial. Lo mismo que el monopolio estatal en servicios y actividades clave. 

 

Sin grandes patentes ni innovaciones, descubrimientos medicinales, tecnológicos o similares, la exportación se basa en competir por precio, un aspecto en que Uruguay no tiene chances por su doble característica – o tic – de tener salarios muy caros para productos poco interesantes y al mismo tiempo de manipular a la baja el tipo de cambio; demagogia disimulada que, junto con la inflación, (que si no se compara con Argentina es alta y paralizante – en especial cuando todos los salarios y servicios están indexados por esa variable) sepultan cualquier plan exportador empresario. 

 

Y se debe ponderar que los que hoy se llaman tratados comerciales, se han ido transformando en pactos proteccionistas, que versan más sobre poner trabas y restricciones no aduaneras que sobre eliminar obstáculos. Un ejemplo es la reforma del NAFTA, como lo fue el TPP asiático cuando estuvo liderado por EEUU

 

La sociedad oriental, como otras, está acostumbrada y malcriada a sobrevivir con esos niveles de costos laborales (e inflación) refugiada en la conveniente creencia de que le es posible exportar sin permitir ni necesitar que se le importe, como se refugia en la seguridad de que el desempleo será resuelto o subsidiado por el empleador-benefactor de última instancia, el estado, con gasto e impuestos canilla libre.  No es casual que con mayor o menor elegancia varios colegas economistas estén abogando por nuevos y creativos impuestos, una renuncia a toda inserción mundial, a la inversión y al empleo. Y mientras no muera el contribuyente. Porque el virus no ha mutado las desagradables y empecinadas leyes de la acción humana, o sea de la economía. 

 

Felizmente, no se necesita firmar ningún tratado. Por lo menos aún ninguna orga burocrática internacional ha prohibido que los privados decidan comprarse y venderse bienes y servicios por simples contratos individuales, el mecanismo más antiguo conocido de intercambio comercial. Es cierto que para ello deben adecuarse los costos internos de las empresas y los que dependen del estado o los que apaña el estado, como los laborales. Menuda tarea. Pero imprescindible, que lo mismo debería encararse si se firmara un tratado con quien fuere. Pero es más fácil hacerlo por sectores y vía los privados y su creatividad, como todo el comercio internacional, desde siempre. Recuérdese que en sus comienzos, China y Japón aceptaron precios misérrimos para poder exportar, que ni siquiera es el caso. Por eso el camino más efectivo (y menos popular) es reclutar y fomentar innovadores y emprendedores para dar un salto de expectativas y de oferta. 

 

Y aquí empieza el dilema oriental, como reza el título, que se refiere doblemente a Uruguay y a alguna de las opciones que tiene por delante.  Europa se ha ido transformando en un enemigo, como se puede comprobar siempre, más allá de toda ideología. Su proteccionismo ancestral y su estatismo comunitario hacen inviable cualquier acuerdo, y aún los tratos entre privados. En manos de la peor burocracia estatista, no ofrece oportunidades realistas. 

 

Quedan dos opciones: Estados Unidos o Asia. Más bien Estados Unidos o China. Esta nota abre el debate sobre los pros y contras de acercarse a cualquiera de las dos opciones. Suponiendo que optar fuera permitido. 

 

Difícilmente sea cierto que ambas potencias pugnan por imponer sus convicciones ideológicas al mundo. Más bien las usan dialécticamente para justificar su proteccionismo o su expansionismo. La lucha es para ser la primera potencia mundial, no para imponer convicciones que ya no tienen. Pero sí para imponer condiciones que tienen.  

 

Eso abre un panorama sumamente incierto donde los gobiernos deben posicionarse, negociar y apostar poniendo siempre por delante las conveniencias e intereses de sus sociedades, con habilidad y sabiduría política más que económica. 

 

No es cuestión de elegir imperialismo, ni de hipotecar soberanía como se acusa de haber hecho a Cristina con la pesca, la minería, las represas o las bases militares. Es cuestión de elegir con quién generar negocios y reciprocidades, dónde conseguir inversiones y radicaciones, de evitar represalias o exclusiones, como le ocurrió a Australia, y de impedir la intromisión estatal en los negocios y transferir el accionar a los privados, que no necesitan tratados y a quienes no se les puede oponer ni reclamar privilegios políticos o estratégicos. 

 

En esa tarea de enorme dificultad deberán concentrarse los esfuerzos y la tarea de gobernar. Y aún la búsqueda de coincidencias en las políticas de estado. Y tener presente que negociar no implica reproducir el giro socialista, el manoteo impositivo y la emisión facilista de los americanos, ni el comunismo despótico, inhumano y dictatorial de los chinos. 






Publicado en El Observador  20/04/2021


El puzle de la jubilación es insoluble 

 

Como todo nudo gordiano, el intríngulis se resuelve de un tajo siempre injusto, que nadie se atreverá a infligir



 
















Esta repetitiva nota empieza con un disclaimer. El autor también vio desaparecer su haber jubilatorio, tras 45 años de aportes, transformado en modesto estipendio por una bula prepotente e inconstitucional de Alberto Fernández. 25 años antes ya había sido herida de muerte por la reforma legal y totalmente constitucional de Domingo Cavallo, el famoso ministro noliberal de Menem. El disclaimer pretende alejar toda sospecha de elitismo, insensibilidad, frialdad o acusaciones similares con las que suele descalificarse la sensatez económica. 

 

El tema del retiro es de doble enfoque. Desde lo individual es casi siempre indisputable, justificable e imprescindible. Desde lo presupuestario, es explosivo y pernicioso, porque sigue un curso de colisión más inexorable que la trayectoria de un meteorito siniestro. No es fácil ni rápido en ninguna parte. Como se ha dicho aquí, Suecia, tomó 20 años en salir de su sistema socialista y pasar a un complejo triple sistema mixto. Demasiado capitalista para el gusto oriental.

 

Uruguay incorporó en su Constitución, sus leyes rígidas y su concepción generalizada del estado, un profundo criterio socialista, guste o no. Ese concepto ha llegado hasta a institucionalizar la inflación y hacerla formar parte de la ley, al ajustar todos los sueldos públicos y privados por ese índice, un suicidio. De modo que ni siquiera se puede pensar en usar el flagelo inflacionario para resolver el problema, como en el modelo sanguinario del vecino. 

 

La pandemia agravó el problema, o lo aceleró, por el lado de la justificación del gasto y el déficit, y por el lado de la emisión irresponsable. No ha cambiado ninguna regla, pero hace creer que burlarlas no importa, lo que no anula las consecuencias. Así lo entiende el FMI, que, vacila entre su socialismo religioso y sus conocimientos técnicos, pero pide como paso previo a cualquier acuerdo que se arregle el tema jubilatorio y que se les confisque sus ahorros a los ciudadanos que supone ricos. Dos robos. 

 

Suponiendo que la sensibilidad socialista oriental acepte que se excluyan de los pagos del BPS (y se paguen con rentas generales, si alcanza) todos los rubros que no tienen que ver con el contrato jubilatorio de reparto (seguros, pensiones, jubilaciones sin aportes, asignaciones familiares y otros solidarismos que constituyen la casi totalidad del déficit) los números tampoco cierran en la proyección a futuro de la ecuación. Como se sabe, hay varios factores que componen tal ecuación. La tasa de reemplazo, o sea el monto que cada afiliado recibirá, la edad de retiro, la tasa de supervivencia y el nivel de empleo, más la rentabilidad de la supuesta inversión de los supuestos saldos en el caso de las AFAP, asumiendo que el odio a los privados y la tasa de interés mundial las dejen en pie.

 

En cuanto al concepto de reparto, la creencia local parece ser que ese aditamento “de reparto” implica que se juega a la repartija con los aportes, cuando en realidad el reparto es intergeneracional, no una solidaridad de los jubilados legítimos con los miles de necesidades de sus conciudadanos que no pertenecen o no aportaron lo suficiente al sistema. 

 

Por último, el tema de fondo es el empleo. Y el empleo legal, agréguese. Si se trata de resolver la ecuación estirando efímeramente la edad de retiro, la frazada corta la sufrirán los jóvenes que busquen trabajar.  Lo mismo ocurre con la idea cartesiana e infantil de traer cientos de miles de inmigrantes a trabajar (en la construcción o el servicio doméstico, como máximo). Uruguay no tiene un entramado que permita y motive la oferta y demanda laboral. Al contrario. Su mecanismo sindical y legal hace cada vez menos viable la competencia laboral, de la que el trabajador está exceptuado por un derecho otorgado por Dios y garantizado legalmente de mil maneras. Más el Pit-Cnt, representante rentado del Creador sobre la tierra. (Si fuera creyente)

 

Si se agrega el doble efecto del reemplazo tecnológico acelerado por la pandemia, la discusión sobre la jubilación pasa a ser bizantina. Ni siquiera la degradación de ciertos sectores, como el militar, prosperará. Seguramente los planes del gobierno para la reactivación prosperarán y serán importantes para Uruguay, pero difícilmente, en términos cuantitativos, alcancen para conseguir los trabajadores adicionales requeridos para que el actual esquema funcione. Tampoco la absurda idea de aumentar las cargas patronales, o personales, da lo mismo, porque finalmente es otro modo de reducir el empleo, mucho más el blanco. 

 

En tales condiciones, como en todas las situaciones cuya resolución se confía a una comisión o a un comité, el tema es insoluble. Nadie se atreverá a tomar una decisión efectiva sobre el tema, cualquiera fuera su ideología o criterio. 

 

Lo que por supuesto lleva a la solución socialista del tema: algún formato de aumento impositivo, sea la emisión – inflación garantizada- el déficit y deuda, un impuesto futuro, o más gabelas. Lo que inmediatamente garantiza menos empleo y menos contribuyentes. Salvo que el empleador fuera el estado, lo que a su vez garantiza un incremento de la trilogía manoteadora descrita, y menos empleo auténtico.  

 

Como además de la conveniencia de cada sector la población sigue creyendo en el socialismo al que llama batllismo y también que tiene leyes laborales de avanzada mundial – ensoñación notable – y está convencida de que la bolsa del contribuyente jamás se vacía ni se cierra, la jubilación es un problema insoluble, o sea, un problema que soluciona la realidad con alguna clase de catástrofe, que golpeará, entre otras resultantes,  con la tan temida pérdida del grado de inversión, una preocupación que suelen tener los países condenados a endeudarse. 





 









Publicado en El Observador  13/04/2021


¿Nuevo orden mundial o autocracia impositiva global? 


 

Estados Unidos soluciona sus problemas obligando a sus aliados a comprárselos y para ello copia a la burocracia supranacional

 

Para muchos resultó casi lógico que la semana pasada el gobierno norteamericano saliera a proponer-imponer a los países bajo su influencia una suba de la tasa mínima permitida (por la OCDE, su santo nombre) del impuesto a las ganancias de las empresas. Es conocido que las corporaciones internacionales, básicamente tecnológicas, dibujan su radicación en las naciones como Irlanda o Luxemburgo, con tributación más baja - la tolerada hoy es el 12.5% - para eludir de ese modo los tributos estadounidenses. Contradictoriamente, la potencia americana venía defendiendo la inmunidad impositiva de sus empresas cuando se intentaba aplicarles impuestos locales, como el IVA. 

 

Siempre las transnacionales usaron lo que se conoce como tax-planning, un procedimiento inicialmente legal que, como otros casos, pasó a ser demonizado por la vocación recaudatoria de los entes supranacionales económicos, casi su objetivo excluyente. La explosión del negocio del entretenimiento y los servicios tecnológicos produjo excesos indefendibles, y Norteamérica perdió una fuente importante de recursos de un sector que en teoría debía aportar lo que ya no aportarían las viejas industrias desplazadas o cedidas. (Las empresas yanquis aprovechan también la alternativa legal que les brindan sus propias leyes, de diferir los impuestos en la medida en que los fondos no sean repatriados)

 

Por eso Obama encaró el problema proponiendo una especie de blanqueo, por el que todos los fondos que se repatriaran pagarían sólo el 10% por única vez por todo el pasado. Y de ahí en más, bajaba la tasa del impuesto a las ganancias a esas empresas específicas al 20% anual, como modo de enfrentar la competencia impositiva. Con ese producido formaría un Fondo de Infraestructura, para encarar una tarea que, como ha explicado esta columna, es imprescindible e impostergable. No fue aprobado por el Congreso. 

 

Trump eligió el camino de bajar el impuesto a las empresas en general al 20%, esperando así reducir el atractivo para la elusión, al minimizar el ahorro de inventar radicaciones en los países de menor tributación y permitir la repatriación sin costo. Se encontró conque las empresas repatriaban los fondos del exterior acumulados, pero no los usaban para invertir ni para generar nuevos empleos. Los aplicaban a la recompra de acciones, una práctica que, en opinión de la columna, viene destruyendo al capitalismo americano hace 4 décadas. O para más bonuses a sus ejecutivos. Eso le golpeó la recaudación e impactó sobre el endeudamiento. 

 

Ambas soluciones, con sus pros y contras, respondían a principios básicos del capitalismo liberal tanto en su política interna como externa. Y a principios económicos probados largamente por la evidencia empírica, con perdón por el ofensivo término. Biden toma otro camino. Como dando la razón a quienes lo ven como el ariete del New World Order o del Reseteo Universal, (socialismo de facto vía pandemia agravada por el miedo y el cierre) sube para todas las empresas los impuestos que había bajado Trump, que podrían haberse perfeccionado. Sólo porque necesita esos supuestos fondos para su plan rooseveltiano de Infraestructura.  Como eso aumenta el incentivo para la elusión vía radicación en terceros países, 

y en el mejor estilo de Roosevelt, (Teddy ahora, no Franklin) quiere imponerle al resto del mundo una tasa de impuesto que le convenga a su proyecto. Nadie puede cobrar menos que el 21%, porque sí. 

 

No importa para el líder americano el efecto que eso ocasione en cada país, ni su estructura impositiva, ni su política fiscal. Ni le importan la soberanía o la democracia de las naciones. Le importa sólo lo que a él le conviene o le parece. Se asemeja, por casualidad o afinidad ideológica o por simple uso de poder, a los entes u organismos burocráticos supranacionales, que han ido borrando - e intentan que sea para siempre – el derecho y la potestad de los ciudadanos de cada estado a darse sus propias leyes y a modelar su propia sociedad. Más claramente, intentan anular las democracias locales. 

 

Y en ese esfuerzo, desprecian la eficiencia de los gobiernos, fomentan el estatismo descaradamente, cancelan el mérito y el esfuerzo de las comunidades, igualan a nivel del subsuelo. Cualquier nación ya no puede cobrar impuestos bajos, o menores a los de Estados Unidos, o a lo que la OCDE determine, o ser tan exitosa que simplemente no cobre impuestos. Faltaría que ahora forzaran a todo el mundo a tener un DMO, un déficit mínimo obligatorio. 

 

Al mismo tiempo, dentro del galimatías de sus cambiantes recetas, el Fondo Monetario Internacional, que como se sabe tiene dos funciones, la de prestamista de última instancia y la de rector moral de la humanidad según las tendencias de esta semana, recomendó a sus miembros gravar a sus ricos, y explicó sus bases empíricas y técnicas para semejante idea: “para dar una muestra de solidaridad a los afectados por la pandemia”. Es bueno que los burócratas expatriados con altísimos sueldos, que suponen ser expertos en economía, se hayan reconvertido en profetas del solidarismo mundial. Total, sobra plata, como todos los lectores de esta columna saben y experimentan.

 

Los efectos de tal muestra de afecto y sensibilidad no fueron incorporados a la ecuación económica, ni se estudiaron los resultados de experiencias similares en el pasado, ni el Fondo las prevé. Simplemente se limita a predicar la caridad con el ahorro ajeno. Estos comunicados del Fondo bien podrían denominarse Encíclicas Monetarias Modernas y ser respaldadas por un paquete de ecuaciones de premios Nobel, para que parezcan técnicas. Y las debería imponer Biden. 

 

¿Cuánto falta para el burocrático impuesto universal a empresas y personas con el que soñaba Keynes? 



 








Publicada en El Observador 08/04/2021


Renta universal: el fin del trabajo

 

La idea obstinada de que el estado reparta un salario mínimo a la sociedad pulverizará el empleo, el bienestar y el crecimiento



 

Muchos antes que la pandemia, o que la lucha contra ella, una extraña comparsa de billonarios y teóricos contratados proponía paliar el desempleo que generarían la robótica, la IA y la tecnología en los próximos años, con una renta universal que el estado pagaría a toda la sociedad, financiada con un impuesto a los seudoricos, (que no tuviesen la estructura elusiva de los que propugnaban la idea) preferentemente global. (Y administrado por una burocracia con sede en el infinito, la pesadilla de Hayek)

 

A esa idea se sumó (o la inventó) el social-comunismo globalista, porque se parecía a su prédica de hoy, aunque chocara con las teorías sobre el trabajo del mismísimo Karl Marx, si se analiza. Aclárese que no es ese el pensamiento de China, que paradojalmente no alberga semejante criterio. Habría entonces que sostener que se trata de una propuesta del social-comunismo-occidental, si se permite tal oxímoron.

 

Las cuarentenas y cierres consolidaron el desempleo que venía agravándose en los 5 años previos y con ello golpearon el consumo, con lo que ahora los abogados de la repartija encuentran una nueva excusa para volver sobre la idea reforzada de subsidiar con un salario universal a media sociedad -ya no a toda - suponiendo que así se reactivará la economía. Dado los límites odiosos que impone la realidad, ese emolumento surgiría de la emisión, el endeudamiento o más impuestos, en definitiva, la misma cosa, un gravamen que, inexorablemente terminará aplicándose sobre la riqueza percibida, hasta que se acabe. 

 

El sindicalismo oriental, empezando por el Pit-Cnt y su controlado, el Frente Amplio, se apresuran a reclamar tal auxilio directo y simplista: si el problema es que la población no tiene ingresos, la solución evidente es ponerle de inmediato plata en el bolsillo, por un tiempito, que tenderá a ser eterno. - Después se arreglará – dicen. La lógica parece irrefutable. Hasta que se comienza a pensar. Ahí se ve que no hay después.

 

Mientras el sindicalismo bregue hasta el empecinamiento por mantener las rigideces laborales y aún el nivel salarial actual, derecho que en muchos puntos tiene pero que puede ser suicida reclamar, es imposible aumentar el empleo privado, único empleo auténtico sostenible. Ni Uruguay vende nada adicional a su producción pastoril ni podrá hacerlo con el actual nivel de costos, dentro de los que se incluye el salario y los impuestos, que justamente con este tipo de ideas sensibles y utópicas se tornan insostenibles. 

 

Insistiendo. A estos niveles de costos salariales y laborales e impositivos, la economía oriental se empantanará. Si se intenta cubrir las diferencias con impuestos de cualquier tipo, el pantano se transformará en desierto. 

 

Ante esta simple descripción del funcionamiento de la realidad, no ya de la economía, cuanto más se subsidie el desempleo menos incentivo habrá para flexibilizar pretensiones y conseguir trabajo. Con lo que la espiral de desempleo será fatal, y crecerá hasta que el único pagador de sueldos sea el estado, o sea usted, lectora. 

 

Antes de que surjan los ayes lastimeros de los enamorados de acusar de insensibles a los que no quieren que les arrebaten su dinero para ayudar a los sufrientes, corresponden dos aclaraciones: no tiene sentido defender un remedio que le alivia el dolor al paciente una semana, pero lo mata en 6 meses. Y tampoco se trata de abandonar a su suerte a los que han perdido su trabajo como consecuencia de la catástrofe mundial. 

 

Por eso es mejor apuntar a una ayuda temporaria, medida y posible a quienes sufren el desempleo, y dedicar la mayoría de los recursos a fomentar y apoyar a las empresas y emprendedores privados que creen empleo. Lo que implica un esfuerzo político e intelectual muy importante, porque se trata de rediseñar o reinventar el crecimiento en un entorno global que será mezquino, proteccionista y ultracompetidor, aunque no ultracompetitivo. 

 

Si adicionalmente se subsidia más o menos permanentemente el desempleo, se elimina todo incentivo a rebajar pretensiones y aún a trabajar, con lo que el desempleo no tendrá límite, y el estado será el único patrón, con las consecuencias previsibles. De ahí no se vuelve. 

 

Hay un criterio laboral oriental por el que el empleador y en especial el inversor es una especie de turista al que hay que extraerle todo el provecho posible. No es intención de esta columna modificar ese temperamento sagrado y simbólico. Simplemente se trata de comprender como funciona la generación de empleo y aún de riqueza en todo el planeta. Cuando se habla de venderle al mundo, todos los factores deben competir, inclusive el estado y el trabajo. 

 

Claro que no ayuda el ejemplo de algunas expotencias en ciernes, como EEUU o la UE, cada vez más en manos de burócratas y parlanchines, que, como los antiguos reyes al borde de la guillotina, se apresuran a compartir y repartir a raudales el botín del gasto público para conseguir votos, tolerancia, indulgencia, perduración o privilegios. Con menos inmediatez, sufrirán el efecto de semejantes políticas. Después, claro. En cambio, los países pequeños sufrirán instantáneamente el efecto de imitarlos. 

 

Por supuesto que para el social-comunismo tal extremo también es deseable, ya que convierte a la sociedad en una masa mendicante y al estado en un feudal protector que provee sustento, seguridad y protección aparente, que es su objetivo desde Lenin. Por eso propone más cierre. Pero ese disputable logro debería surgir de una decisión consciente de la sociedad, no de un engaño ideológico que le hace creer que se puede reemplazar el fruto del esfuerzo del trabajo con una dádiva del estado.

 

Que Yellen defienda este festival estatista mundial, como hizo ayer, simplemente es una confirmación.