Publicado en El Observador  27/04/2021


El dilema oriental

 

El nuevo orden mundial obliga a negociar. Pero sin sacrificar principios ni convalidar conductas de nadie a cambio de dólares, o yuanes




 Es perder tiempo tratar de cambiar el burócrata Mercosur, como anticipó la columna. Los otros socios no ansían bajar el arancel común y abrir sus mercados, no sólo Argentina, sino la industria brasileña, que no compartirá su clase media cautiva regional, diezmada por la pandemia y la pérdida de rumbo económico. 

 

Tampoco Uruguay produce bienes de algún valor agregado con chance global, fuera de su actividad agropecuaria, no normada en general por acuerdos y contrapartidas sino por mercados que se rigen por otros factores, como ocurre ahora con la soja. (La pulpa es PIB de segunda, por las exenciones que limitan su efecto)

 

El modesto sueño de exportar galletitas o harina, o sea, de agregar valor a las materias primas, ni siquiera se ha logrado a pleno en lo interno.  En lo externo, pesan las rigideces y costos laborales e impositivos, más el efecto IMESI, que obra como un recargo de importación sobre la mayoría de bienes ofrendables como moneda de cambio en un tratado comercial. Lo mismo que el monopolio estatal en servicios y actividades clave. 

 

Sin grandes patentes ni innovaciones, descubrimientos medicinales, tecnológicos o similares, la exportación se basa en competir por precio, un aspecto en que Uruguay no tiene chances por su doble característica – o tic – de tener salarios muy caros para productos poco interesantes y al mismo tiempo de manipular a la baja el tipo de cambio; demagogia disimulada que, junto con la inflación, (que si no se compara con Argentina es alta y paralizante – en especial cuando todos los salarios y servicios están indexados por esa variable) sepultan cualquier plan exportador empresario. 

 

Y se debe ponderar que los que hoy se llaman tratados comerciales, se han ido transformando en pactos proteccionistas, que versan más sobre poner trabas y restricciones no aduaneras que sobre eliminar obstáculos. Un ejemplo es la reforma del NAFTA, como lo fue el TPP asiático cuando estuvo liderado por EEUU

 

La sociedad oriental, como otras, está acostumbrada y malcriada a sobrevivir con esos niveles de costos laborales (e inflación) refugiada en la conveniente creencia de que le es posible exportar sin permitir ni necesitar que se le importe, como se refugia en la seguridad de que el desempleo será resuelto o subsidiado por el empleador-benefactor de última instancia, el estado, con gasto e impuestos canilla libre.  No es casual que con mayor o menor elegancia varios colegas economistas estén abogando por nuevos y creativos impuestos, una renuncia a toda inserción mundial, a la inversión y al empleo. Y mientras no muera el contribuyente. Porque el virus no ha mutado las desagradables y empecinadas leyes de la acción humana, o sea de la economía. 

 

Felizmente, no se necesita firmar ningún tratado. Por lo menos aún ninguna orga burocrática internacional ha prohibido que los privados decidan comprarse y venderse bienes y servicios por simples contratos individuales, el mecanismo más antiguo conocido de intercambio comercial. Es cierto que para ello deben adecuarse los costos internos de las empresas y los que dependen del estado o los que apaña el estado, como los laborales. Menuda tarea. Pero imprescindible, que lo mismo debería encararse si se firmara un tratado con quien fuere. Pero es más fácil hacerlo por sectores y vía los privados y su creatividad, como todo el comercio internacional, desde siempre. Recuérdese que en sus comienzos, China y Japón aceptaron precios misérrimos para poder exportar, que ni siquiera es el caso. Por eso el camino más efectivo (y menos popular) es reclutar y fomentar innovadores y emprendedores para dar un salto de expectativas y de oferta. 

 

Y aquí empieza el dilema oriental, como reza el título, que se refiere doblemente a Uruguay y a alguna de las opciones que tiene por delante.  Europa se ha ido transformando en un enemigo, como se puede comprobar siempre, más allá de toda ideología. Su proteccionismo ancestral y su estatismo comunitario hacen inviable cualquier acuerdo, y aún los tratos entre privados. En manos de la peor burocracia estatista, no ofrece oportunidades realistas. 

 

Quedan dos opciones: Estados Unidos o Asia. Más bien Estados Unidos o China. Esta nota abre el debate sobre los pros y contras de acercarse a cualquiera de las dos opciones. Suponiendo que optar fuera permitido. 

 

Difícilmente sea cierto que ambas potencias pugnan por imponer sus convicciones ideológicas al mundo. Más bien las usan dialécticamente para justificar su proteccionismo o su expansionismo. La lucha es para ser la primera potencia mundial, no para imponer convicciones que ya no tienen. Pero sí para imponer condiciones que tienen.  

 

Eso abre un panorama sumamente incierto donde los gobiernos deben posicionarse, negociar y apostar poniendo siempre por delante las conveniencias e intereses de sus sociedades, con habilidad y sabiduría política más que económica. 

 

No es cuestión de elegir imperialismo, ni de hipotecar soberanía como se acusa de haber hecho a Cristina con la pesca, la minería, las represas o las bases militares. Es cuestión de elegir con quién generar negocios y reciprocidades, dónde conseguir inversiones y radicaciones, de evitar represalias o exclusiones, como le ocurrió a Australia, y de impedir la intromisión estatal en los negocios y transferir el accionar a los privados, que no necesitan tratados y a quienes no se les puede oponer ni reclamar privilegios políticos o estratégicos. 

 

En esa tarea de enorme dificultad deberán concentrarse los esfuerzos y la tarea de gobernar. Y aún la búsqueda de coincidencias en las políticas de estado. Y tener presente que negociar no implica reproducir el giro socialista, el manoteo impositivo y la emisión facilista de los americanos, ni el comunismo despótico, inhumano y dictatorial de los chinos. 

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