OPINIÓN | Edición del día Martes 16 de Agosto de 2016


Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador


Despeje expeditivo: deuda 

Es sabido que un relator deportivo dice “despeje expeditivo” cuando el central le da un patadón al balón y lo manda 50 metros lejos del arco, sin importar lo que pase luego, sino resolviendo la urgencia de la instantaneidad.

En términos económicos, el despeje expeditivo es el endeudamiento. Cuando no se puede bajar el déficit, cuando la presión populista desde dentro del gobierno, desde la oposición y desde la gente es muy grande, cuando para parar la inflación hay que crear recesión y desempleo o para crecer hay que crear emisión vía inflación, la solución de emergencia que deja conforme a todos, por un tiempito, es patear la pelota para más adelante, lo más lejos posible: tomar deuda.

Argentina no tiene en su gobierno un genio como Messi que haga magia, ni un metedor como Suárez que haga goles, pero sí tiene una hinchada que no quiere perder, no importa cómo. En esa línea de pensamiento homínido, los argentinos no queremos pagar las tarifas energéticas que corresponden, cosa que sí estamos dispuestos a hacer con el celular, el cable, la wifi y otras conquistas sociales. El país sigue soñando que tiene autoabastecimiento energético.

El gobierno ha claudicado al dejar incólume el gasto –suponiendo que alguna vez haya tenido voluntad de hacer lo contrario–. Debe bajar impuestos y reactivar si quiere tener alguna oportunidad de mejorar el empleo y de ganar las elecciones clave de 2017. En medio de ese panorama y ante el abismo presupuestario e inflacionario que se abre si no puede subir las tarifas, oscila entre la amenaza de cortar la obra pública –un tiro por elevación sobre el área chica de los gobernadores– y la idea de emitir más deuda externa.

Debe recordarse que tomar deuda es un camino que tiene despejado tras la vaga autorización de endeudamiento que le otorgara el Congreso, con lo que le resultaría más fácil conseguir US$ 6.000 millones por año que lograr que los argentinos paguen un promedio de US$ 20 de luz por mes.

Tampoco es muy factible postergar el plan de obra pública, por lo menos en la concepción de Cambiemos, que tiene cifrada allí su esperanza de aumento de empleo en los sectores de menos especialización y sobre todo, su mayor poder de negociación con el peronismo y sus gobernadores e intendentes pragmáticos.

En un mundo de bajas tasas y crédito largo, la opción de endeudarse es tentadora para cualquier gobierno y en el caso de Argentina, más fácil, porque el nivel de deuda externa es bajo. No podía ser distinto, tras el desastre que Cristina Fernández de Kirchner llamó “desendeudamiento”, una mezcla del colosal default de 2001, el pago al FMI a pedido de ese ente, que se vendió como épica, el regalo al Club de París de US$ 3.000 millones y otras insensateces , para no llamarlas de otro modo, que costaron carísimo.

Pero tal opción es una falacia. Tomar deuda externa implica una cuestión práctica: convertir esos dólares a pesos para pagar gastos u obra pública, da lo mismo. Si el Estado decide venderlos en el mercado como cualquier vecino, valorizará de tal manera el peso que el crecimiento, la inversión y el empleo serán imposibles y la exportación de valor agregado será cero.

Si en cambio decide emitir y quedarse con esos dólares en las Reservas, la emisión tendrá el mismo efecto que cualquier otra emisión: será inflacionaria, que es lo último que se necesita. Tal disyuntiva también es válida en el caso de los pagos que se originarán en el blanqueo mágico. En ese caso, se pagaría una tasa de interés sin contrapartida alguna.

La concepción teórica de que tomar deuda para infraestructura aumenta la productividad es una especulación muy de largo plazo en el mejor de los casos. Peor aun si, como es sabido, la obra pública de mi país contiene 30% de robo y otro 30% de impuestos, o sea más robo. De modo que el efecto de esa supuesta inversión virtuosa se diluye en el tiempo y estalla en el corto y mediano plazo.

Tampoco ha demostrado ser cierta la conveniente teoría de que si la entrada de dólares atrasa la paridad cambiaria, ello obra como ancla monetaria de la inflación. Desde Martínez de Hoz en la dictadura militar de 1976 hasta Kicillof en la dictadura de precariedad de la década ganada, pasando por Cavallo en su dictadura jurídica de los años 90, esa teoría ha estallado siempre y conducido a defaults múltiples y a desempleo. Por qué ahora sí funcionaría tal vez pueda explicarse por una intercesión de Francisco.

Eso deja una opción única: la realidad. Se debe crear empleo privado, bajar la pobreza y aumentar el bienestar, bajar el gasto y los impuestos, restablecer los términos relativos, empezando por las tarifas –elemental– y tener proyectos que solo nacen cuando se empiezan a discutir los temas en serio. Para nada de todo eso hace falta tomar deuda.

Se podrá argumentar que cualquier entrada de dólares subirá el valor del peso. Cierto, las exportaciones, por ejemplo. Por eso es vital bajar los recargos y protecciones y abrir la importación, que resolverá ese problema, bajará la inflación y mejorará notablemente el bienestar. Por supuesto que el gran empresariado odia esa idea y ama la deuda. Para los prebendarios proteccionistas, todo lo que esta nota sostiene cae bajo la guadaña de la calificación de fundamentalismo económico.

Ahora viene donde usted me pregunta qué conclusión puede sacarse de todo esto que le resulte útil a Uruguay. Salvo el reemplazo de “empresariado” por el de “empresas del Estado” , las consideraciones técnicas son igualmente válidas. El resto es solo una cuestión de matices y de velocidades.

Suárez y Messi juegan en el Barça, no en el Río de la Plata. Llegue cada uno a sus conclusiones y haga sus propias comparaciones, pero por las dudas, no saque platea Olímpica: los despejes de los centrales tienden a ser tan expeditivos que se puede comer un pelotazo. l

OPINIÓN | Edición del día Martes 09 de Agosto de 2016

Por Dardo Gasparre - Especial para El Observador

Las mil caras del estatismo 

Es muy difícil en una sociedad restaurar la relación de precios de la economía. La alineación de esos términos de intercambio es pacífica, continua, invisible y constante. Su equilibrio es vital para la convivencia, y también para la inversión, el ahorro y la planificación pública y privada.

El populismo, el socialismo vetusto, el proteccionismo y el progresismo –formas del estatismo – necesitan jugar súbitamente con esos términos con controles, precios máximos, matrices de insumo-producto, prepotencia, intervencionismo o vía empresas del estado.

Si a eso se agrega la inflación y las leyes que eternizan los desajustes y rigidizan el desequilibrio, el daño es de largo plazo. Tal el problema que enfrenta Argentina, el mayor desafío para Macri: restablecer los términos relativos. La población en general no percibe el problema de este modo porque razona con precaria conveniencia: quiere que no suban los precios que bajaron, que bajen los precios que subieron y que su ingreso aumente.

El resultado es una puja desordenada y dura. Por eso es pueril pedirle al gobierno que “aplique un sistema tarifario justo y gradual”, una manera de torpedear cualquier solución. Al consumidor no le interesa oír que pagará la cuarta parte de lo que paga un usuario uruguayo o un brasileño por la energía, o que la factura de luz es la mitad de lo que paga por su celular o su cable. Protestaría aún cuando el mismísimo Salomón dictaminara cuál es el valor correcto del kilovatio o el metro cúbico de gas.

Todo empeora cuando entra la discursiva de los políticos, casi siempre culpables de lo que se intenta resolver, y los ideólogos de la lucha contra la desigualdad y a favor de vivir con lo nuestro, casi siempre idiotas útiles.

La lucha es total y final. Decidido a no bajar el gasto, Macri sabe que debe restaurar esos equilibrios para lograr la inversión que permita el crecimiento y la transformación que lleve a un aumento del empleo, vital para su plan y para el país. Tropieza no sólo contra los problemas descriptos, sino contra la aversión del empresario argentino por esa palabra.

Si la inversión es interna, el empresariado prefiere no hacerla él y que la haga el estado y le contrate las obras, que es la manera en que ha hecho su fortuna. Si la inversión es externa, prefiere que no exista, ya que le crea una competencia a la que no puede coimear.

Además de las distorsiones en los precios, salarios, impuestos y tarifas, y detrás de todas ellas, está el proteccionismo. Ahí la cosa no es tan fácil. Macri, como sostuvo esta columna, amamantó desde la cuna ese proteccionismo y su alianza con el estado y los sindicatos, triunvirato eterno del fracaso circular argentino. De modo que los que temen una apertura comercial y se están curando en salud, pueden estar tranquilos, al igual que los que no sabrían cómo vivir si bajara el gasto: ninguna de las dos cosas pasará, lamentablemente.

Desde 1916, en que asumió el primer presidente elegido por voto secreto-universal-obligatorio-Su-Santo-Nombre, hasta hoy, el país nunca tuvo apertura comercial. Salvo en el ventanuco entre 1922 - 1928, siempre se aplicó el criterio de la autosuficiencia, casi una definición del ser nacional. Curiosamente, ese período fue el mejor de la historia argentina, cuando se alcanzó el sexto puesto entre las economías mundiales.

La llegada del nazismo en los años de 1930 y la del fascismo militar-industrial con Perón, con la ayuda de la nefasta Cepal, fijó indeleblemente el pacto proteccionista que condena al estatismo, a la pérdida de bienestar y a las crisis cíclicas de inflación, devaluación y a alguna forma de default.

Salvo ese momento del siglo XX, nunca más se aplicaron políticas de apertura y libertad cambiaria, ni con gobiernos de derecha, de izquierda, de cualquier partido, ni dictaduras benignas o malignas. Por eso los ataques que se hacen contra los criterios liberales son dialécticos, carentes de rigor técnico o histórico.

El proteccionismo, estatal o privado le cuesta al consumidor-contribuyente en todo el mundo entre 10 y 20 veces más por año lo que la actividad protegida paga de salarios directos e indirectos. Y esto no es una opinión. Es además falso que una apertura comercial implique la desaparición de esos puestos. Tampoco es una opinión. Las actividades protegidas le quitan a toda la sociedad bienestar y calidad de vida, y posibilidad de crecimiento. Y tampoco es una opinión.

Por supuesto que todo país tiende a protegerse. Pero está probado que la apertura en un solo sentido favorece también al país que decide abrirse. Y es falso el argumento de que países como China ahora o Japón o Corea antes, crecieron en base al trabajo esclavo o a algún mote descalificatorio. Al contrario, todos ellos mejoraron notablemente la calidad laboral, previsional y las condiciones de vida de su gente.

Estados Unidos, ahora cada vez más proteccionista, no ha mejorado sus condiciones de bienestar desde mediados de los años 1970. Europa tampoco, salvo cuando se endeudó gracias al euro, con la precariedad que ahora se ve con claridad.

A pesar de estos argumentos, Macri garantiza la continuidad del proteccionismo empresario, gremial y estatal. Y larga vida a los contratistas del estado. De modo que no hay por qué preocuparse, billonarios de la lucha por la igualdad.

Lo que vale para Argentina, vale también para Uruguay, viene sosteniendo esta columna. Con beneplácito se observa que el presidente Vázquez avanza firmemente en un tratado de libre comercio con Chile, un paso inteligentísimo para su país, atrapado en la misma maraña de dialéctica, intereses creados y conveniente ignorancia que el mío.

Por casualidad, seguramente, Chile, el país más sólido de la subregión, es el único con apertura en serio. Los ideólogos pueden tomarse un tiempo en ponerle un rótulo a este hecho. Mientras eso ocurre, pueden preguntarse por qué en el país trasandino un auto vale la menos de la mitad que entre nosotros, al igual que un plasma o un celular. O por qué su sistema jubilatorio es tanto mejor que los nuestros. ¿Será que su gobierno socialista lo logra sobre la esclavitud, el desempleo y el sudor del pueblo chileno?

Como se ve, no importa si el ideólogo es de izquierda o de derecha. Lo importante es que ayude a los industriales prebendarios, a los entes protegidos y a los líderes gremiales, ¿verdad? 

OPINIÓN | Edición del día Martes 02 de Agosto de 2016


Por Dardo Gasparre - Especial para El Observador

Economía, tango melancólico y milonga triste

Además del insulto fácil y merecido, hay otra posible definición para aplicarle a Donald Trump: encarna el epitafio de la globalización de doble mano de Estados Unidos.

La sorprendente adhesión de los trabajadores de la industria tradicional americana al delirante y fallido serial candidato republicano, condicionará las decisiones del próximo presidente y del Congreso, al mostrar dramáticamente la disconformidad del sistema con la apertura comercial de la que la primera potencia mundial fuera pionera y motor.

La elaboración sobre el desarrollo y los modos de ese proceso de apertura es tema de otras notas, pero el cambio de rumbo mundial, antes esbozado y ahora con una tendencia clara, es un dato de fondo para evaluar el futuro de las economías rioplatenses.

Por el lado argentino se apunta hoy a dos objetivos únicos: el éxito del blanqueo de patrimonios y el crecimiento. Los dos tienen grandes signos de interrogación. Por muy exitoso que fuere el blanqueo, esa “lluvia de dólares” no se transformará en inversión salvadora, por lo menos mientras no se den muchas otras condiciones para ello. Una lluvia de inversiones puede generar una lluvia de dólares, pero lo opuesto no se verifica.

El impuesto que se percibirá por la regularización patrimonial puede ser alto, entre US$ 5.000 millones y US$ 7.000 millones, pero si se usara para financiar gasto de cualquier tipo –como se informó– terminará en una baja del tipo de cambio o en una fuerte emisión; ninguna de las dos resultantes conducen a un final positivo.

La cruda realidad es que, tal como anticipáramos hace meses en esta columna, el gobierno de Cambiemos no bajó el déficit, sino que lo aumentó y desperdició así los seis meses de amor con la sociedad. Los depredadores del presupuesto reinan hoy en la opinión pública, tanto del lado sindical como del empresario. El gradualismo fue el nadismo, como no era difícil pronosticar.

Queda entonces el crecimiento como opción válida, que está condicionada internamente por el alto costo laboral, impositivo e inflacionario del país, que aleja inversiones propias y extrañas y torna la competencia en declamación. A eso se une la reticencia ahora mundial de los que han ganado algo y no quieren perderlo y de los que creen que han cedido demasiado y quieren recuperarlo.

Como telón de fondo están las fuerzas del proteccionismo privado, que tiene al propio presidente Macri como firme partidario, que no dará un paso atrás en su épica de defender los privilegios que tan caro le cuestan al consumidor y al contribuyente, en definitiva a la sociedad. Por eso Macri, en su discurso del sábado pasado en la inauguración de la muestra de la Sociedad Rural, puso énfasis excluyente en la necesidad de que el agro se industrialice aún más para ayudar al crecimiento y la exportación. No puede pedirle lo mismo a la cómoda industria argentina, infantilizada hasta el autismo por el bondadoso manto de la protección del estado. El campo no será suficiente para alimentar el sector prebendario industrial y al sector público. Ese es el eterno dilema, con el eterno resultado.

A Uruguay le pasan las mismas cosas, como siempre decimos, aunque en otra velocidad y con menos dramatismo. Y con algunas diferencias teóricas, pero con consecuencias similares. El proteccionismo argentino es privado. El estado existe para ser explotado por los privados (gremios y empresas) y para garantizar esos privilegios con perjuicio directo del trabajador no estatal y el productor de riqueza.

En el caso uruguayo, el proteccionismo es del Estado al Estado. Las empresas que se protegen son las públicas, y si obtiene ganancias, como en el caso de algunas de las empresas de servicio, son ingresos que entran a las arcas nacionales. La tarifa funciona como un impuesto. Las víctimas son las mismas.

Los dos sistemas terminan por ser injustos e ineficientes. Ahuyentan la inversión, la laboriosidad, la creatividad, la innovación, la competencia, el empleo privado y el crecimiento. Terminan por llegar a niveles de presión fiscal-inflacionaria insostenible, a promover el atraso y el desempleo.

A este diagnóstico se suma ahora el retroceso en la tendencia a la apertura global, que seguramente servirá de excusa, una vez más, para mantener incólume el statu quo. Sin embargo, lo racional e inteligente sería impulsar de todas maneras la apertura de mercados. Eso dice la ortodoxia económica, la experiencia, los ejemplos exitosos de los últimos siglos y la realidad evidente que nos rodea. Y ello tiene especial validez para los países más pequeños y menos desarrollados.

Un dato paradigmático: Argentina comienza hoy un sainete de huelgas de docentes en buena parte del país. Son reclamos gremiales, que nada tiene que ver con la educación y menos con la excelencia. Sólo una repartija miserable.

Uruguay nos sorprende también con la idea de quitar estímulo a las contribuciones del sistema privado que posibilitaban las becas a las universidades privadas. Una extraordinaria manera de fomentar el elitismo educativo que supuestamente se intenta eliminar, en nombre de las cuestiones programáticas. (La dialéctica es el alma y el arma del marxismo.)

Justamente una enseñanza superior de excelencia sería la estrategia más importante que podrían usar los dos melancólicos hermanos para salir del atolladero descripto en esta nota. La innovación es función directa de esa excelencia, y el clave valor agregado de la producción es función de ambas. No se saldrá de la mediocridad exportando dulce de leche.

Por supuesto que no lo haremos. Ni en una orilla ni en la otra. Lo que muestra que el fracaso no tiene que ver con la ideología. Se puede fracasar por izquierda y por derecha. Curiosamente, con la misma fórmula.

OPINIÓN | Edición del día Martes 26 de Julio de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Eligiendo al capitán del Titanic

En un relato dialéctico de manual, el Frente Amplio ha transformado en celebración haber convocado a poco más de 90 mil votantes. Con el entrenamiento de alta exigencia en celebraciones de la nada impartido por Cristina Fernández de Kirchner, esta columna no se engañará por prestidigitaciones. Sin embargo, este pase de magia no es el tema principal de la nota.

La izquierda, el marxismo o como se le quiera llamar, nunca ha tenido en el mundo una teoría económica basada en parámetro serio alguno. Solamente un conjunto de ensoñaciones, reclamos, declamaciones, acusaciones y demandas que le permitiesen apoderarse de los patrimonios ajenos y distribuirlos a su arbitrio. Lo mismo ocurre con la izquierda uruguaya.

Tampoco el comunismo antes y sus primos ahora tuvieron una propuesta de organización política orgánica. Simplemente han tratado de tomar el poder o una parte de él por cualquiera de los métodos disponibles, legales o ilegales, de modo de poder aplicar sus principios a ultranza. En una comparación con la medicina, el marxismo no es un médico, sino un curandero voluntarista y precario. Con los mismos resultados.

Si se quiere prescindir de los conocimientos y fundamentos técnicos y recurrir a los resultados concretos de aplicación, el balance es todavía peor y muestra el efecto de los gobiernos de manosantas. Desde la URSS a Cuba, desde China a Vietnam, la ensoñación marxista fracasó sociopolítica y económicamente. (No usaré el fácil ejemplo de Venezuela por ser demasiado obvio.)



El caso emblemático de Suecia, esgrimido como paradigma por los teóricos superficiales, terminó en un fracaso estrepitoso en los años de 1990, del que se salió justamente cuando se utilizaron conceptos y fundamentos de la economía ortodoxa, ajuste incluido.

Lo que se conoce como socialismo moderno no guarda ninguna relación con los modelos de izquierda histórica, ni en lo político ni en lo económico. Alcanza con repasar los casos de gobiernos exitosos de esa línea para comprenderlo. El Frente Amplio no se encuadra en esta definición, ni quiere. Defiende su obsolescencia nostálgica como un credo que repite hasta languidecer y morir.

Este marxismo-socialismo uruguayo es un caso único en su género, probablemente el último espécimen de la construcción del materialismo dialéctico que creyó poder reemplazar la realidad con un silogismo mágico por el que, si se destruían la riqueza y la ganancia se eliminaban sus supuestas consecuencias: la pobreza y la injusticia.

Pero no es solo en lo económico que se aplica el relato mitómano, también en lo político. Es falaz la afirmación de que el confuso y abigarrado experimento político de hoy es democrático. Bajo el eufemismo de que se trata de una poliarquía –una suerte de utopía de salones elitistas angloyanquis del siglo XVIII– se ha transformado el sistema constitucional en un mecanismo de gobierno por amontonamiento, donde todos opinan, presionan, deciden y sancionan.

No importa en ese sistema el nivel de representación de cada sector o persona. Es una suerte de griterío, de tribuna futbolera donde todos insultan, dan recetas sobre la formación del equipo, quieren cambiar al técnico, y si se cuadra, se ponen los cortos y salen a jugar. Por eso se termina en un triste espectáculo como el del PIT-CNT haciendo un paro contra el presidente y aun contra su propio Frente Amplio y celebrando el éxito de haber paralizado el país.

Todo ello, bajo el lema de que esa construcción representa y defiende la tradición democrática y socialista de Uruguay. Cabe preguntar: ¿eso creen los uruguayos?

El resultado está empezando a notarse. Tras haber desperdiciado el mejor momento económico de la historia sin construir nada, solo populismo, la realidad golpea a la puerta con la factura en la mano. La ignorancia económica se nota en todo su esplendor. Pero el Frente Amplio solo sabe pedir, como un chico.

En esas circunstancias, algo más de 90 mil ciudadanos eligen al nuevo capitán del barco chocado y escorado, que guiará los reclamos, los pedidos de más impuestos, aumentos de salarios y trabas comerciales y completará la destrucción de empleo privado al imposibilitar cualquier flexibilización imprescindible.

Hay quienes esperan de este proceso electoral un recambio de dirigentes. Aun cuando ello ocurriere, es una esperanza irrelevante. Lo que hay que cambiar es el modelo, la concepción perversa que ha sufrido el sistema democrático y en términos puntuales, la planificada ignorancia económica de este marxismo nocivo y perimido. Es ese modelo político y socioeconómico lo que hay que reemplazar, no ya los dirigentes. Salvo que se lograse que lo condujera Stalin, por una cuestión de coherencia, metodología y unanimidad.

El presidente Vázquez tomó la inteligente decisión de no concurrir a votar ni participar de este proceso electoral. Hace bien. Por una cuestión de respeto institucional, porque su misión y su lealtad debe ser para con su sociedad, porque tiene la tarea superior de llevar a Uruguay a un destino superador, y porque debe procurar alejarse de los viejos barcos que se hunden, por su bien y por el bien del país cuya ciudadanía sí lo ha elegido democráticamente. 

OPINIÓN | Edición del día Martes 19 de Julio de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

La ignorancia, el real opio de los pueblos 

Hubo una época en que Argentina tenía el mejor sistema educativo al sur del río Grande. Ello la llevó a la riqueza y al bienestar. Nadie en América tenía mayor movilidad social. La pionera educación gratuita, laica, universal y obligatoria fue un fenomenal elemento integrador, creador de oportunidades y ascenso social y económico.

El sueño del inmigrante que estereotipara genialmente Florencio Sánchez se hacía realidad. La escuela era naturalmente un conjunto social de cohesión y unidad. Coincidían en ella todas las clases sociales, las creencias y las ideas.

El liceo era una etapa de maduración y aprendizaje, todo en cuatro horas por día, y los colegios privados sólo eran el lugar de refugio de aquellos que no habían hecho el mérito suficiente como para alcanzar las metas colectivas. Era natural en ese tiempo que un alumno repitiera el grado si no alcanzaba las calificaciones necesarias.

Nadie cuestionaba que si se reprobaba en marzo dos materias, el año debía repetirse. Ni siquiera existía la posibilidad de llevar materias previas. La educación era de excelencia y era para todos. Quienes estudiamos desde la modestia del hogar de un asalariado, somos testigos de esas garantías que daba el sistema.

Las universidades eran pocas, siguiendo el concepto de concentración del conocimiento en polos, pero también gratuitas y abiertas. La educación secundaria permitía muchas veces no requerir un examen de ingreso, sin temor a que los alumnos no estuvieran capacitados para comprender lo que se enseñaba en el Ciclo Superior.

La Universidad era también solidaria. Sesenta por ciento de los profesores de la Universidad de Buenos Aires ejercían ad honorem. Era un honor y un compromiso devolver de ese modo lo que se había recibido. Y un compromiso para el alumno.

Las escuelas de oficios eran una solución para quienes no podían completar una carrera universitaria. Las pymes argentinas, una enorme fuente de recursos, empleo y crecimiento, todavía se asientan en la cultura y el orgullo del oficio.

Esta descripción parecería idílica si no estuviera avalada por la realidad de un siglo, de la que aún muchos sudamericanos disfrutan residual y gratuitamente y sobre la que se cimentó el desarrollo que se sostuvo tantos años.

Un día, al conjuro del discurso de un dictador populista, entró al sistema educativo el virus mortal de la inclusión. El concepto luce socialmente impecable. Hasta que se intenta aplicar. Allí se descubre que se trata de reemplazar el esfuerzo y el mérito por una dádiva. Entonces se baja la vara y los requisitos, y el juego consiste en aprobar a mansalva con prescindencia del conocimiento, en exigir menos y en enseñar nada. Una escenografía.

Se trata en definitiva de conseguir estadísticas para exhibir, con prescindencia de la formación del niño o el joven. Una estafa a la sociedad y a los individuos. Una falta meditada de estímulos a la excelencia y a los más capaces. Una pérdida de soberanía educativa gravísima.

Entra ahora el gremialismo docente (no los docentes) que desprecia la vocación de enseñar y por ende la de aprender, que niega el valor de las evaluaciones como las pruebas PISA o cualquier otra, a las que ve como un capanga esclavista. Su sola presencia, en cualquier parte del mundo, termina por destrozar la educación. Solo países muy evolucionados, o con gobiernos tiránicos, están logrando sobrevivir a esta combinación de seudoinclusión y corporativismo que torpedea la formación de los jóvenes.

La ley educativa argentina aprobada en 1994 por unanimidad, entroniza a las gremiales y sepulta toda esperanza para los estudiantes y para el país. La educación ha sido así condenada a ser elitista, desintegradora y para privilegiados. El resto tendrá –con suerte– títulos en los que nadie creerá. El mismo valor y credibilidad que el título universitario de la expresidenta. La educación pública de mi país es hoy una colosal estafa económica, docente y social. Una maquinaria de producir vasallos.

¿Y por qué estas reflexiones sobre la educación argentina, que poco importan en el medio local?

Porque Uruguay es en este plano muy similar a Argentina. Por muchos años su sociedad estuvo orgullosa, con justa razón, de su educación elemental gratuita, cuyo paso natural iba a ser avanzar al ciclo del liceo.

Hasta que llegó la inclusión y también el concepto de no humillar al alumno poniéndole notas, como si todos los que se formaron en la excelencia y el mérito hubieran sido galeotes. Una suerte de garantismo, como en la justicia penal, pero aplicado a la educación. La excelencia pasó así a ser una manifestación de elitismo, de carné de oligarquía, cuando en realidad es el máximo elemento igualador y creador de progreso y movilidad social.

La izquierda necesita subeducados. Se nutre de ellos y les tiene que injertar su dialéctica y su doctrina como un dogma. El conocimiento y la independencia de la razón y el saber les molesta. Lo que es bueno para Uruguay no es bueno para el marxismo.

Las pruebas PISA en mis dos orillas rioplatenses demuestran la mentira de la inclusión concebida como el facilismo. También demuestran el atraso. Y sobre todo, exponen el cinismo de quienes tienen la responsabilidad del futuro de tanta gente y lo rifan irresponsablemente.

Con motivo del desastre de las PISA, escucho algunas conclusiones indignantes. Así, se sostiene que el problema es que se exige demasiado a los estudiantes. O que se reprueba a los chicos, cuando en realidad se debería aprobarlos sin tanto requisito. O que se imparten demasiados conocimientos. Irreflexiva y livianamente, se afirma que en otros países de la región no se les exige tanto, como si esto fuera una olimpíada de ignorancia.

Se asiste a una reproducción del fenómeno argentino, siempre en nombre de la igualdad, la inclusión, la no humillación del alumno, y la sublimación de la ignorancia en todos sus disfraces y sus eufemismos.

En un mundo en competencia feroz, Uruguay, con recursos que no producen un alto output, con un gasto desproporcionado, un bajo empleo privado y escasas chances de crecimiento, tiene un solo camino posible para el bienestar: el de la innovación y la creación.

Los que tendrán esa tarea son los jóvenes que ahora se están formando. Engañarlos bajando la vara de la excelencia no es educarlos. Es traicionarlos. La educación, de la que la sociedad estuvo orgullosa, debe ser el estandarte del Estado y de todos los orientales.

Inclusión es incluir en la excelencia, en el mérito, en el esfuerzo y en el trabajo. Eso es democracia y solidaridad.

En cambio, la ideología, el facilismo, la mediocridad, el resentimiento y el culto del fracaso son la verdadera humillación a la que se somete a los chicos.

Las pruebas PISA dicen que lo estamos haciendo muy mal. Podemos insistir en más garantismo educativo, en más hipocresía, en más engaños con títulos inservibles. O se puede pensar y obrar con responsabilidad.

Los padres también deben elegir lo que quieren, cosa que no están haciendo en general. Y eso incluye elegir quiénes serán los ideólogos y los hacedores del futuro de sus hijos y de su país. 



Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

El presidente preso

La conspicua ausencia del presidente Tabaré Vázquez en la celebración del Bicentenario entristeció a mis compatriotas. Uruguay es para Argentina un hermano en serio, aunque exista la posibilidad de que la inversa no sea totalmente válida. Nos unen muchos vínculos culturales, deportivos, afectos, rencillas, el tango, Borges, Gardel, la migración de los que buscaron muchas veces una oportunidad laboral en la orilla occidental, y de los que buscaron refugio tantas veces en la orilla oriental, cuando las tiranías democráticas y las dictatoriales apretaron.

Nos unen Florencio Sánchez y Julio Bocca, Cambiaso y Pelón, Les Luthiers y China Zorrilla, La Cumparsita y Julio Sosa, Fattoruso y Charlie, Severino Varela y El Enzo, muchas solidaridades y luchas, muchas alegrías, penas y sueños. Pero nos une algo más: nos une la historia. Y la historia es más fuerte que los hombres, que las ideologías que mueren inexorablemente con el tiempo, que cualquier miedo o cualquier especulación.

La gesta de la Independencia argentina, nació del mismo brote, del mismo árbol que la uruguaya. Desde la batalla de Las Piedras, cuando el colosal Artigas, al mando del ejército de la Junta Grande de Buenos Aires libró la primera batalla común contra el español. Con la epopeya de los 33 Orientales que partieron de Buenos Aires con cuatro argentinos entre ellos, para plantarse ante el portugués.

Otros intereses que no fueron rioplatenses nos empujaron a ser dos países, pero eso no cambia el origen, el sendero común ni el afecto. Cuando en años recientes un gobernador corrupto y una presidente desquiciada intentaron primero aislar a la orilla oriental y luego atacarla económica y políticamente, muchos en la orilla occidental luchamos de todos los modos para oponernos a tales barbaridades y para hacerles saber a los uruguayos que los problemas psiquiátricos de los mandatarios jamás harían mella en la hermandad. Esa hermandad que los propios mandatarios orientales tuvieron que invocar varias veces ante el absurdo.

Sin embargo, no nos ofendimos por esta ausencia de ahora; al contrario, comprendimos. Uruguay tiene hoy un presidente preso, preferimos creer. Preso de una ideología económica y social vetusta, decadente, perdedora. Preso de un sistema político antidemocrático aunque parezca lo opuesto, que lo engrilla con la lealtad a la poliarquía en vez de la lealtad al país, que le impide soñar, volar, crear, como al resto de los habitantes del país.

Preso también del Mercosur, del pasado, de los preconceptos, del estatismo, del proteccionismo, del miedo a competir, de la inseguridad que crea la mano protectora del estado, de la falta de confianza en las propias fuerzas y en las propias capacidades. Preso de la obligación de negociar solamente con Europa tratados comerciales que Europa no quiere ni puede firmar y Uruguay no quiere negociar en serio.

En esas circunstancias, Argentina es una oportunidad, no solo como socio comercial, sino como socio político en un minibloque para salir de un atolladero que no lleva a ninguna salida, salvo a Venezuela y a la pequeñez.

Las medias tintas que usó el presidente Vázquez en este Bicentenario, lastiman a los argentinos. Pero le hacen mucho más daño a Uruguay. Las relaciones rioplatenses no deben estar teñidas de hipocresía, sino llenas de puentes de todo tipo, incluso de puentes físicos. Se dirá que no asistió el presidente de ningún otro país. Tal vez sea posible entender que para Argentina, Uruguay no es “otro país”, simplemente. Vázquez desperdicia esa relación, la transforma en anecdótica, cursi y tanguera.

Es posible que el Frente Amplio esté satisfecho con el desplante que se le hizo a un presidente del otro lado del río supuestamente neoliberal, de derecha y prorricos, sea lo que fuere que crean que significan esos encasillamientos. Sin embargo, esa política va a dejar a la República Oriental en soledad –como es fácil advertir– y cada vez más lejos del futuro.

Como dijera el emblemático Deng Xiaoping cuando impulsó la apertura económica y los acuerdos con Estados Unidos, no importa si el gato es negro o blanco, sino que cace ratones. Pero ni la afinidad ideológica con el líder comunista hace que el Frente libere las cadenas de la prisión a que somete a los funcionarios elegidos por el pueblo. Porque el frenteamplismo no es ya socialista, ni comunista. Es estatista, sin contrapesos doctrinarios de ningún tipo. Su criterio es luchar contra la riqueza, no reducir la pobreza hasta eliminarla. Quiere que el que tiene tenga menos, no que el que no tiene gane más: una filosofía de perdedores, fracasados y resentidos.

En algún punto, con este desplante, se ha caído en la actitud simétrica a la de Cristina Fernández de Kirchner. Ella, presa de su ignorancia y espíritu vengativo. Tabaré Vázquez, preso del Frente Amplio y su lealtad patética a él, no a su país. Distintos grados éticos. Igual nivel de mezquina concepción política.

Se puede argumentar que las relaciones entre países se rigen solo por intereses, no por otros conceptos. Cierto. Justamente eso es lo que reprocha esta nota. El haber hecho pasar a segundo plano los intereses de la Nación, para conformar a las enfermizas supersticiones de la poliarquía arcaica.

Cuando amigos y colegas uruguayos dicen “somos un país chico”, como justificando por qué no pueden volar más alto y más lejos, indigna y desespera. No estoy en capacidad de dar lecciones de grandeza a nadie, pero pareciera que tengo más confianza en los orientales que ellos mismos.

Ese miedo disfrazado de cualquier otra cosa que parezca patriotismo o liberación es el que lleva al estatismo y al proteccionismo. Provengo de un país que fue grande y que gracias a esas prácticas se hizo pequeño. Es por eso difícil callar mientras Uruguay insiste en ese camino que le hará mucho daño en un mundo como el que se perfila hoy.

La ausencia de Tabaré fue triste para Argentina. Debe serlo más para Uruguay.


OPINIÓN | Edición del día Martes 05 de Julio de 2016

Por Dardo Gasparré* Especial para El Observador

Ahora, una constitución chavista

En el último año y medio de su mandato, nuestra señora de Kirchner y sus asociados acariciaron la idea de proponer una reforma de la Constitución. El argumento central era inmortalizar las supuestas conquistas sociales para que nadie osara retroceder sobre semejantes logros e infalibilidades. No lo logró totalmente, pero dejó por otras vías un grave campo minado de serios costos y daños.

Siguiendo con la impronta de la izquierda de copiar las mayores estupideces argentinas, el Frente Amplio avanza ahora con el mismo sueño y parecidos argumentos. Hay un contrasentido notable en esa idea: el populismo suele repartir beneficios en el corto plazo, que son maleficios en el largo plazo. Sería irresponsable condenar a la sociedad al estampar muchas de sus barrabasadas en la Constitución. Y el Frente Amplio –no hace falta ya pruebas– es una coalición populista de la más pura raigambre.

Con los continuos cambios en el escenario mundial, los gobiernos deben hacer lo que más convenga a sus países, no a su ideología. Plasmar esas ideologías sectoriales sobre aspectos concretos en una carta magna es condenar a futuros gobernantes a ataduras que no garantizan ningún derecho verdadero, ni ninguna conquista duradera. Para usar términos más comprensibles, el riesgo es condenar a Uruguay a la parálisis ideológica inducida, tras ponerlo de rodillas dentro de la región y dejarlo sin alternativas.

Porque el Frente, con la unanimidad de sus cuatro presidenciables, quiere justamente embretar a la sociedad uruguaya para que no tenga sino un solo camino: la dictadura a la venezolana. Eso surge claramente de la declarada pretensión de la supuesta reforma de apuntar a la integración con la Patria Grande, un disparate en el que nadie cree y que agoniza antes de nacer por obra de la realidad.

La Constitución ya tiene algunas hipotecas insalvables contenidas, como la garantía ad eternum del empleo público, que se han incorporado como la voz de Dios pero que implican rigideces que tornan muy difícil la adaptación a un mundo cambiante, y que llevan al atraso. Sería grave agregar más rigideces precisas y puntuales, cuando lo que se discute globalmente es la necesidad de flexibilizarlas, no de entronizarlas.

La idea de crear tal herencia jurídica forzosa es antidemocrática, totalitaria y ciertamente poco inteligente, para no decir poco patriótica, un adjetivo que al Frente no le interesa. Se puede esgrimir el falaz argumento de que en el futuro si el pueblo quiere puede hacer otra reforma. Simplemente es mentira y no permitirán hacerlo, con algunos de los métodos del posgrado dictatorial de Maduro. Tampoco suena serio el planteo de legislar cualquier extremismo porque si no funciona se podrá cambiar.

Una constitución no es un manifiesto partidario, ni una imposición de un gobierno a sus sucesores. Por eso es adecuado que trate de principios y garantías, pero no de derechos otorgados al por mayor irresponsablemente, sin contrapartidas ni obligaciones.

Tampoco es el reglamento interno de un partido o de una corriente ideológica o política. Transformar al presidente en una marioneta es una aspiración que es continuidad de algunas incoherencias que ya se han filtrado en el sistema político. El mecanismo de alianzas, el ilegal procedimiento de votación interna vinculante dentro del Frente, el debate permanente y por capas que criban cada decisión, más bien debe ser fulminado por una hipotética nueva constitución, no profundizado. Difícilmente esos procederes puedan denominarse democráticos, a pesar de que se esgrima ese adjetivo como una cruz frente a los vampiros que propongan eliminar la estudiantina gremialista como método de gobierno.

La futura constitución frentista pretende, según confiesan, condicionar al máximo los tratados de libre comercio que tanto temor parecen causar y atar a Uruguay a un mundo imaginario de perdedores. La idea es catastrófica. Plantarla en el texto constitucional es suicida.

Esta vieja confusión socialista de creer que la carta magna es un punteo de deseos y buenas intenciones, una lista de compras de bienestar y comodidad, ha dado terribles resultados y ha condenado a muchos pueblos no solo al atraso sino a situaciones extremas.

Por otra parte, el Frente ha demostrado su incapacidad absoluta para cumplir los compromisos del Estado con la sociedad que sí debería haber cumplido a toda costa: la seguridad y la educación por ejemplo, garantías elementales que ha licuado entre su garantismo, su dispendio y su incapacidad de gestión. Agregar ahora el derecho a la felicidad y similares, como todo populismo, no parece una propuesta seria.

–No es el momento –dicen algunos sectores frentistas para bajar la guardia de la población. Argumento oportunista si los hay, que muestra la poca solidez y convicción de la propuesta, que tiene solamente propósitos continuistas. Nunca es momento para crear semejante grieta en la sociedad oriental, que debe preocuparse y ocuparse de temas más acuciantes y concretos.

Porque al lanzar esta desesperada idea el Frente Amplio está aceptando que su tiempo y su momento han pasado y su oportunidad de realizar el sueño de la vieja guerrilla, el experimento tercermundista obsoleto de fusionar la Patria en la Patria Grande chavista, se está extinguiendo.

Por eso quiere sabotear la Constitución y transformarla en un campo minado. Como nuestra señora de Kirchner.