La curva de Laffer o la huelga de Atlas



La publicación por la prensa de los Panama Papers se transformó en un linchamiento mediático de amplio espectro. Era el efecto esperado por los países centrales, como parte del plan que desembocará en un sistema de impuestos globales gravados en la fuente, inexorables y confiscatorios.

Esperemos la nueva temporada de esta serie que empezó hace un año en Alemania, con la obtención por el fisco de una base de correos hackeada y documentos internos robados que luego se filtraran a la prensa, que la viralizó con algún formato de seriedad.

Los autodenominados periodistas de investigación bucean ahora con un Excel sublimado para encontrar los nombres de los famosos locales y publicar sus datos privados en las demonizadas sociedades off shore.

Mientras sigue el culebrón y llegan los juicios contra esa liviandad informativa, analizaré el trasfondo del tema, que es el derecho sagrado que se atribuyen los gobiernos a cobrar impuestos. Redundaré explicando que el liberalismo nace de la disputa de ese supuesto derecho del Rey-Estado, que es, en definitiva, la lucha contra el populismo.

La democracia, o mejor, la democracia moderna populista imperante en casi todo el mundo, con formas diversas, no tiene otra respuesta a las necesidades populares que el aumento del gasto, que ya sobrepasa el 50% del PIB universal. No sorprende. Tocqueville en 1835 había advertido de esta característica ponzoñosa en La democracia en América, un certificado de defunción diferida que se cumple con precisión quirúrgica

Esa gastomanía de los estados lleva a la expoliación de un sector de la población, justamente el que genera riqueza. Ello no solo ocurre con los impuestos, casi siempre crecientes y confiscatorios, sino con cuasi impuestos: tarifas, aportes jubilatorios compulsivos, inflación y otros manoseos, incluido el mortal endeudamiento.

En países como Venezuela, el ataque sobre la llamada riqueza –denominación que es el paso previo al expolio– es evidente y dramático. Pero sin llegar a esa barbaridad sospechosamente consentida por el mundo civilizado, podemos usar como ejemplo a Argentina, mi querido país, siempre un venero inextinguible de ejemplos de burradas y alevosías.

Los estúpidos –perdón, los incautos patriotas– que dejaron sus dólares depositados en los bancos argentinos en la década de 1990, vieron cómo esos dólares pasaban a valer un tercio en 2001. Quienes tenían dólares en el sistema en la década siguiente, vieron cómo el estado decidía arbitrariamente el valor de sus divisas, o cuánto podían disponer por día de los fondos de su propiedad.

Si bien no con la exageración argentina, en casi todo el mundo el estado se arroga el derecho de tomar la propiedad privada y confiscarla más o menos a su gusto en nombre del bienestar general.

La pregunta es: ¿Quién es el ladrón? ¿El que trata de salvar su patrimonio del ataque de un estado insaciable o el estado que mete su mano en la bolsa del privado para ganar elecciones, mantener conforme al pueblo y profundizar su populismo?

Seamos objetivos: Todos somos ladrones en un sistema de populismo democrático. Es la perversión de la demagogia global.

Atrapados en ese populismo que han fomentado, el gasto insaciable y consecuentemente el apoderamiento de la propiedad privada, los estados centrales sueñan con un mecanismo de impuestos iguales en todos los países, donde no exista ni la eficiencia fiscal ni la baja tributación.

O mejor, un sistema de percepción en la fuente, en el corazón del sistema financiero mundial, donde los países periféricos como nosotros cobrarán lo que les toque en el reparto y pequeñas gabelas municipales. El imperialismo por otros modos. El aceite de copra. Y un Big Brother fiscal contra la curva de Laffer.

Se recordará aquella curva de Arthur Laffer, que mostró en la famosa servilleta de 1974 algo evidente: si el impuesto o el expolio es exagerado, la evasión o la elusión harán que la recaudación disminuya hasta la nada.

Esa pérdida que muestra la curva es la riqueza que huyó a los paraísos fiscales. Afortunadamente. Porque de no haber existido esa posibilidad, hace rato que los generadores de riqueza habrían dejado de producirla, como también predijera la genial Ayn Rand en su inmortal La rebelión de Atlas.

Todas estas etapas de sucesivos aprietes legales y mediáticos, de delación bancaria, de reglas incesantes, kafkianas, cambiantes y anticonstitucionales, de pérdida de soberanía de los países en aras de un orden supranacional, no tienden a la salud fiscal de los sistemas. Tienden a impedir que los privados se defiendan contra el ataque del rey, igual que en la Edad Media.

Porque lo justo sería que los estados, o el gran estado supranacional, se comprometiera como contrapartida a limitar su gasto, para así también limitar la carga impositiva en cualquiera de sus formas.

Pero no es así. El supraestado quiere hacer el gasto infinito, repartir el fruto del esfuerzo o el talento individual hasta que se extinga. Manejar la emisión mundial, el tipo de cambio de las divisas, licuar las deudas que se le antojen o pagar la tasa de interés que más le convenga, no importa cuán negativa fuere. Determinar cuánto debe quedarse cada uno de lo que produce, y a quién darle el remanente. Personas y países.

La nueva clase, la clase política, y los CEO de empresa son el equivalente al rey en el siglo XXI. El resto es la plebe. Un sóviet, pero con otros argumentos políticamente correctos. Que implosionará por la misma razón: la huelga de Atlas. La falta de estímulo a la creación, al ahorro, al trabajo y a la alegría, que ya viene ocurriendo. Resumido en términos populares con la inmortal frase anónima: “Ellos hacen como que nos pagan. Nosotros hacemos como que trabajamos”.

Por ahora parece un juego de policías y ladrones. Tarde o temprano volverá a tratarse del rey, o el estado, contra los vasallos. Como vaticinara sin querer Orwell en su Rebelión en la granja: los cerditos capitalistas se paran en dos patas, como los comisarios soviéticos.

La lucha del liberalismo renacerá y florecerá. Porque no es solo una lucha por la carga impositiva. Es la lucha por la libertad.
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Perdimos con todo a favor; tal vez ganemos con todo en contra

El anunciado tarifazo y la aparición de su nombre como director en una sociedad offshore de su padre opacaron mediáticamente dos semanas de grandes éxitos de Mauricio Macri.

Por supuesto que no es demasiado popular triplicar las facturas de gas y luz o septuplicar el costo de los pasajes y boletos. Pero aun con estos aumentos la heroica clase media argentina, dispuesta a dar la vida en su lucha contra el populismo y el gasto y por la grandeza de la patria, (dixit) oblará menos por la suma de las facturas de gas y luz que por el plan de su iPhone.

Las subas en trenes y colectivos, si bien espectaculares en porcentaje, siguen arrojando un costo unitario muy barato. No hago cifras para no despertar la envidia de los uruguayos, acostumbrados a que las tarifas sean una forma de impuesto.

Y fundamentalmente, no parece que existiera alternativa alguna a estas medidas, por las que de todos modos los contribuyentes continuarán haciéndose cargo de más de 2 millones de tarifas subsidiadas.

La aparición del nombre de Macri como director de una sociedad de su padre en Bahamas, surgida de una base de datos robada por un empleado infiel de un estudio de abogados, es fácilmente refutable en la argumentación y en lo legal, si bien no tanto en el efecto político. Además de la herencia pesada de Cristina, Mauricio parece tener que lidiar ahora con la pesada herencia de Franco.

Para algunos, esto obligará políticamente a la postergación del blanqueo que se estaba barajando, que a criterio de vuestro columnista debería ser definitiva. No alcanza a entenderse para qué le serviría a Argentina este blanqueo. No para conseguir colocar más bonos, seguramente.

Pero para no perdernos en el banal culebrón infinito argentino, que siempre excede a Kafka, Borges, García Márquez y George Lucas combinados, deberíamos concentrarnos en el tema central de esta nota. Lo mejor de Mauricio Macri ha sido hasta ahora su política exterior. No solo la visita de Obama, sino su decisión de reasociarse a Estados Unidos. No solo su reciente viaje a Davos, sino el modo en que encaró el conflicto latente con China, luego de las concesiones casi entreguistas de la viuda de Kirchner, mostrando una capacidad y vocación negociadora a la que nos habíamos desacostumbrado.

También ha tomado claramente la iniciativa en la región, pese a que varios países de ella están demasiado ocupados en otros temas para entenderlo: Venezuela en su proyecto delirante, Brasil en su proyecto policial, Uruguay en su proyecto socialista y poliárquico y Chile en su proyecto de alejarse de Sudamérica. Macri en cambio quiere vender.

Busca inversiones estadounidenses y canadienses, que suelen ser más decentes que las chinas, las españolas, las africanas y algunas europeas. Falta mucho, entre otras cosas, hacer entender que inversión es aportar la mayor parte de capital desde el exterior, no con créditos locales. Pero es muy importante el concepto. La inversión externa puede ser un fuerte impulso del empleo más legítimamente que el simple endeudamiento.

Este paquete de sinceramiento tarifario forma parte del imprescindible realineamiento de los términos relativos para poder intentar el crecimiento. Sin ese crecimiento privado, con inversión externa e interna, con una mayor flexibilidad laboral y con seriedad jurídica, los próximos años serían durísimos para la economía. Argentina no puede darse el lujo de seguir desperdiciando su potencial, aunque el momento no sea el mejor.

Macri sabe algo evidente: el socio potencial con más futuro inmediato es Estados Unidos, sin despreciar. No obra por ideología, sino por conveniencia. Y hace bien. Los americanos necesitan un socio confiable inmediato en la región, donde se han quedado sin ningún referente sólido y Mauricio no vacila en dar un paso al frente y proponerse. Él no tiene alternativa. EEUU tampoco.

No es cuestión de lo que cada país prefiera, sino de lo que a cada uno le convenga. Mercosur, Unasur, Parlasur son, además de ineficientes burocracias, la cámara séptica de un sistema muerto y nauseabundo. Sin decirlo, Argentina los está dejando de lado.

Uruguay está pensando y debatiendo.

OPINIÓN | Edición del día Martes 29 de Marzo de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

La hora de jugarse

Está claro que la visita del presidente Obama a Buenos Aires no tuvo para Mauricio Macri propósitos decorativos. Está determinado a avanzar en un tratado comercial sólido con Estados Unidos y solamente el respeto por sus socios del Mercosur le ha hecho suavizar el anuncio. Obama, que no está atado por esa obligación, fue muy explícito en el objetivo.

La decisión no debe leerse como la consecuencia de la actual situación de Brasil, con un desenlace muy difícil de predecir tanto en lo político como en lo económico, sino como el resultado de la inoperancia deliberada de nuestro mercado común, y en especial de su integrante más grande, en salir del criterio cerrado de la unión aduanera para dar pasos más contundentes de apertura.

Tanto la industria brasileña como las automotrices de Brasil y Argentina, evitan la apertura. A lo máximo que atinan es a balbucear la posibilidad de un tratado con Europa. No es casual. Las automotrices, máximas beneficiarias del proteccionismo regional, son mayoritariamente de ese origen y buscarán mantener o ampliar sus ventajas. No es muy común el nivel de precios (y ganancias) que se pueden obtener en la zona cautiva del Mercosur.

Pero más allá de la conveniencia prebendaria, desde el punto de vista de los consumidores y de los intereses de cada país, Europa no es la mejor contraparte para ensayar un tratado de libre comercio. Más bien es nuestro mayor enemigo con el proteccionismo agrícola, que defiende casi con ensañamiento y que nos ha hecho mucho daño. Es utópico creer que se conseguirá algún tipo de concesión en este punto nada menor.

Europa es además, mucho más proteccionista que Estados Unidos extra zona, ya que su alianza funciona con una gran apertura hacia adentro, pero suma las barreras de todos sus miembros hacia afuera, con lo que los obstáculos paraarancelarios son insalvables, al igual que las cuotas y limitaciones.

Un tratado de libre comercio con Europa tiene por ello mucho de dialéctico, y es casi una excusa para postergar cualquier apertura. Las automotrices americanas se benefician también del proteccionismo del Mercosur, pero están más condicionadas por el conjunto de industrias americanas que esperan una mayor apertura mutua. Jamás la industria autopartista brasileña va a consentir un tratado con Estados Unidos por propia voluntad.

Argentina tratará de persuadir a Brasil para que el Mercosur firme un tratado con Estados Unidos, con fuerte influencia americana en ese proceso, que ahora tendrá más posibilidades de éxito por la necesidad brasileña de apoyo estadounidense.

A ambos les conviene mucho más un tratado de libre comercio con los americanos que uno con los europeos, además de que será más rápido y seguramente más equitativo, a la vez que un firme punto de acceso al TPP.

Si no consigue convencerlo, es muy probable que Argentina termine logrando un acuerdo interno en el Mercosur que la autorice a la negociación individual con EEUU. A la luz de las perspectivas de mediano y largo plazo de Europa, tanto económicas como geopolíticas, ese es el camino que le conviene.

Sería mejor que el acuerdo se hiciera con el Mercosur como paraguas y protagonista, porque el bloque tiene más fuerza y posibilidades de negociación. Sin embargo, a Argentina le alcanza su propio peso para poder hacer un tratado suficientemente valioso, si no se pudiese lograr la unidad.

Paraguay, como siempre, oscilará entre las distintas posiciones, pero no tiene una oposición salvaje a este acuerdo. Ninguno de los tres países tiene una oposición ideológica a negociar con los americanos, más allá de la pirotecnia vernácula.

La pregunta de cajón que viene es: ¿qué hará Uruguay? La ideología y el prejuicio le impiden evaluar la posibilidad de un TLC con Estados Unidos. Sin embargo, es el que más le convendría. La vaga y permanente referencia al acuerdo con Europa tiene los inconvenientes y la cuota de utopía que hemos descripto. De ahí sacará poco beneficio.

Ahora se está agitando la bandera de un acuerdo solitario con China, en el peor momento del gigante asiático, con precios y prácticas que pueden destrozar a cualquier contraparte. Encarar un tratado con cualquier país requeriría de todos modos un acto de profunda contrición económica que difícilmente se haga.

Algo indica que a Uruguay le convendría adherirse a la posición argentina y revisar con una nueva luz la posibilidad de un acuerdo conjunto con Estados Unidos, que está más predispuesto además a hacer concesiones continentales. Debe recordarse que pequeños porcentajes de esa economía representan mucho en las nuestras.

En la ponderación de las alternativas, debería analizarse en profundidad qué tiene Uruguay para vender y qué tiene para ofrecer a cambio y sobre todo qué sacrificios está dispuesto a hacer en ese proceso.

Ningún país del mundo querrá comprar impuestos, indexaciones salariales, leyes laborales inflexibles y gremiales cebadas. Tampoco será fácil para Uruguay vencer su renuencia a competir y sus preconceptos ideológicos. Temo que siga eternamente enredado entre el tratado con Europa y el acuerdo con China, que aún cuando se firmasen algún día, serán irrelevantes en sus resultados por una elemental cuestión de costos.

No es posible decir hoy si Argentina tendrá éxito en este rumbo que parece haber elegido: un tratado con Estados Unidos y una apertura hacia todos los demás mercados. En algún punto tiene los mismos problemas y la misma renuencia que su vecino oriental para competir. Pero sí es seguro que atraerá muy pronto inversiones americanas que Uruguay debería aprovechar, ahora con un gobierno vecino predecible y amistoso. La opción de no hacer nada no luce como la más aconsejable, pese al optimismo que se intenta trasmitir localmente.

Tanto en el orden interno como en el global, el estado tiene una función conferida por el mismísimo Adam Smith: obligar a los factores productivos a competir. En eso consiste la apertura comercial que lleva al crecimiento. Si no se entiende eso, no habrá socio que nos venga bien.

OPINIÓN | Edición del día Sábado 26 de Marzo de 2016

No hay sociedad sin seguridad

Empiezo por la innecesaria aclaración de que no soy un experto en seguridad. Pero luego de varias décadas de vivir en Buenos Aires, tengo el derecho a considerarme un experto en inseguridad, y más aún, un licenciado en inseguridad, a riesgo de que El Observador me desenmascare por el uso ilegítimo del título.

Sin ironías, es sorprendente y triste comprobar cómo Uruguay va siguiendo –en un camino de hierro inexorable– el rumbo autodestructivo de Argentina hacia el reinado de la delincuencia violenta y el encarcelamiento virtual de la población en sus casas cada vez más vulnerables.

Recuerdo a mis amigos orientales diciéndome hace años: “También tenemos inseguridad, pero muy distinto a Buenos Aires, apenas alguna rapiña, alguna bicicleta dejada en el Prado, jamás un ataque físico”. Eso ya no es así. Uruguay va cumpliendo rigurosamente el paralelo con su vecino, a veces pareciera que orgullosamente.

Y eso ha pasado en el mejor momento económico de Uruguay y de su población. En la década de mayor ingreso y de mayores conquistas sociales, para usar el propio léxico de la izquierda patológica. Ni siquiera se puede acusar a la injusticia o a la pobreza extrema, como ocurre en mi país, sumido en este plano en la estolidez dialéctica.

No se trata tan solo de que la delincuencia es peor. Siempre lo es. La dirigencia política parece a veces fomentar o apañar en cada una de sus acciones u omisiones la violencia delictiva. Como si hubiera un plan diabólico perfectamente estructurado.

En ese trayecto sin retorno, la semana pasada se pudo leer una extraordinaria noticia: “Para desestimular el delito, el gobierno se propone retirar la plata de las calles”. O sea, la culpa es de la gente por andar con efectivo. También se podría prohibir andar con celulares, bicicletas, anillos, caravanas, mochilas y cualquier elemento de valor o cuasi valor. U obligar a caminar descalzo para evitar el robo de championes. En las casas se podría penar la tenencia de plasmas y tablets, para no tentar a los cacos.

En un paso superador se podría transformar todos los autos en furgones sin vidrios, para evitar las roturas, como ocurre con los taxis, que terminarán pareciendo un camión blindado de transportes de caudales a este paso.

Sin embargo, en la misma semana se pudo leer a jerarcas y especialistas (de extrema izquierda, obvio) que sostenían que las garantías jurídicas y judiciales no estaban suficientemente aseguradas en Uruguay, y pedían cambios en la ley y en los códigos penales, procesales y de procedimientos. ¿Garantías para quién? ¿Para los taxistas asesinados por la recaudación de un día? ¿Para los más necesitados, que son siempre las víctimas que más sufren la delincuencia y el atropello? También en esto se imita a Argentina. Hermanados en el desastre.

Por supuesto, a los jerarcas les cuesta mucho trabajo imaginar otros caminos. Por ejemplo, aumentar la cantidad e intensidad de las luminarias públicas, un mecanismo elemental que se usa en todas las ciudades del mundo. No deben querer sacrificar la nostálgica penumbra, cómplice primera de los delincuentes. Al contrario, se ataca a los vecinos que costean su propia iluminación o su propio cerramiento de seguridad como si se temiera ofender a los ladrones.

O se tolera a los hurgadores y vagabundos, que no son violentos, pero que crean lo que los expertos llaman “la confusión de la calle”, que ampara el anonimato delictivo. Y que de paso colaboran a la perfecta suciedad de las calles.

La seguridad es un bien elemental, un valor que cohesiona a la sociedad y a la familia. Tolerarla, ocultarla, apañarla, no sancionarla en nombre de lo que fuera, es un delito de lesa humanidad y de lesa patria.

Uruguay fue siempre garantía y sinónimo de esa seguridad, principio elemental de convivencia y de todo derecho. Para los argentinos ha sido un ejemplo y un logro admirables. Duele ver cómo ese enorme atributo se echa a los perros como si se buscase deliberadamente su destrucción.

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Cien días, luego la soledad

Pese a su formación como ingeniero, el presidente Macri es bastante proclive a ciertas creencias casi cabalísticas. Tal vez por eso, o por habilidad política, decidió salir al cruce del proverbial concepto de los efímeros 100 días de luna de miel entre todo nuevo gobierno y la sociedad.

Al cumplirse justamente ese plazo, y para mantener su promesa de no hacer cadenas nacionales de comunicación, se ofreció en cambio a una cadena de reportajes que se difundieron y comentaron todo el fin de semana. Las preguntas y respuestas fueron bastante previsibles y predecibles. (Demasiado)

Por ejemplo, nadie le preguntó si había leído las cláusulas secretas del ominoso contrato YPF-Chevron, con evidentes posibilidades de repregunta. Por respeto, prefiero creer que se debió a que el sospechado contrato petrolero había sido relegado por otros temas resucitados, como videos de ladrones contando dinero y un ramillete de casos de evasión y corrupción escandalosos que fueron reflotados hábil y oportunamente en la prensa.

De todos modos, el juego de pinzas periodístico trasmitió más claramente que nunca el daño ético, social y económico que provocó el kirchnerismo, y mostró a un Mauricio hablando con llaneza y sinceridad sobre las realidades que deben enfrentar tanto él como el pueblo que lo eligió.

En un tuit del domingo rescaté lo que fue para mí su mejor frase, que debió ser titular de los diarios argentinos ayer. Enfrentado a algunas preguntas de periodistas-amas de casa, que apuntaban a señalar a los empresarios como responsables de la suba de precios, respondió: “Si la inflación no baja, el culpable seré yo”. Casi un tratado de la Escuela Austríaca sobre el efecto del gasto del estado y la emisión monetaria contra el poder adquisitivo de los consumidores.

Esa seriedad conceptual –en definitiva un compromiso– y esa sinceridad en trasmitir duras realidades a la población son vitales para frenar el dispendio de un gasto irresponsable que no puede continuar en los actuales niveles sin ocasionar graves daños a los que se pretende supuestamente ayudar.

Tabaré, que también eligió el camino de la comunicación frecuente, tiene un desfiladero igualmente difícil para recorrer, aunque la problemática sea diferente. Macri sufre el peso de un desastre económico y de una corrupción que deberán erradicar el Ejecutivo y la Justicia, con un Congreso en contra, con legisladores cuyo voto necesita y que tal vez sean imputados en esos mismos casos de corrupción. Vázquez tiene el cepo de la ideología y también de una población que se ha acostumbrado a la égloga bucólica del estado bueno y protector que la cuida y la arropa, le indexa el ingreso y la vida, le evita el riesgo y el sufrimiento de labrarse un futuro.

Ambos presidentes tienen el duro trabajo de explicarle a esas sociedades lo que ellas no quieren escuchar. Y también tienen una tarea más difícil: hacerlas comprender que el crecimiento vendrá de la mano del empuje y la creatividad de cada uno, de los proyectos, de los sueños, de la toma de riesgos, del trabajo y del esfuerzo. No del estado, que no es capaz de inventar nada, salvo impuestos.

En distintos momentos y gradaciones, nuestros pueblos suelen despotricar contra el avance extranjero sobre nuestras supuestas riquezas, o contra el avance del estado sobre nuestros patrimonios. Pero al mismo tiempo, no son capaces de tomar su destino individual en sus propias manos. Transcurren así entre el resentimiento y el lamento, acusando a los demás por el destino que no supieron forjarse.

Macri muestra que ha tomado la decisión de guiar a su pueblo en esa dirección, sin renunciar a todas las posibilidades de tener un estado activo y una inversión externa positiva y útil. Tabaré parece querer lo mismo, pero se lo ve solo en una lucha imposible.

Algo indica que los dos presidentes tienen mucho para compartir, mucho para enseñarse, mucho terreno para apoyarse, muchas ideas para motorizar, muchos tabúes que romper, muchas utopías para emprender, muchos rótulos que despegar.

Cuando se habla con tanta facilidad de conquistar mercados externos, de abrirse al mundo, de competir, de exportar, no se habla de ideologías ni del estado. Se habla del empuje individual y privado. Los países con futuro serán aquellos cuyos pueblos entiendan este paradigma. Los otros, se perderán en el atraso hasta llegar a la nada.

No hay tal cosa como un estado exportador, un estado industrial, o un estado agrícola. Hay personas, individuos que privadamente han decidido emprender esas actividades. Pero salir del sopor toma tiempo y trabajo duro para cambiar conceptos, preconceptos y comodidades. Porque salir a competir al mundo, y aún a la vuelta de la esquina de casa, no es ni cómodo ni agradable. Es inevitable.

Los dos presidentes necesitan toda su fortaleza y su coraje en esta tarea de liderazgo, que debe basarse en decir y aceptar la verdad y la realidad para luego cambiar en consecuencia. Lo bueno es que ni siquiera tienen margen regional para ser populistas.

OPINIÓN | Edición del día Martes 02 de Febrero de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Hacia una sociedad con poco empleo y poca democracia

Hablo con muchos amigos profesionales uruguayos y me manifiestan su orgullo por lo que consideran una de las legislaciones laborales de avanzada en el mundo. He leído y escuchado ese concepto con gran reiteración.

Es posible que lo que se esté queriendo decir es que se trata de una legislación que encarece sistemáticamente los costos laborales, disminuye las oportunidades de trabajo y aumenta el gasto del estado a niveles insoportables. Combinado con el reciclado automático de la inflación, el mecanismo resulta inaceptable e ineficiente.

Por supuesto que mientras el estado acuda para cobijar en sus roles salariales a quienes no tienen cabida en la esfera privada, o para otorgarle planes o subsidios, la legislación lucirá como de gran equidad y no tendrá negatividades aparentes.

El otro aspecto apreciado por una vasta mayoría, es el generoso socialismo redistributivo estatista-partidista generalizado, que expulsa cualquier posibilidad de desarrollo real y de inversión auténtica. También en este caso, ello es posible por la existencia de un manso sector minoritario que realiza toda la tarea productiva y de creación de riqueza, que es sistemáticamente expoliado por el sistema.

Estos dos conceptos centrales sobre los que se cimenta la economía y la sociedad uruguaya serán los que motorizarán las luchas y cambios de fondo en lo que sigue del Siglo XXI, no tan solo localmente, sino en la sociedad global.

Aunque los diarios hablen del crecimiento del empleo y oportunidades mundiales, cuando se llega a la realidad se nota claramente que el empleo ha pasado a ser un bien escaso. Nada hay que indique que tal situación vaya a mejorar en el futuro. Aún en Estados Unidos, donde se ha recurrido a toda clase de alicientes sensatos e insensatos, el empleo alcanzado no ha sido de alta calidad, como tampoco lo han sido los sueldos y condiciones laborales.

En el resto del planeta, la situación es todavía peor, hasta preocupante. Cuando se proyecta el factor trabajo a la necesidad de exportar para crecer, el costo laboral exacerbado es un destructor de exportaciones, de crecimiento y finalmente de empleo.

La dialéctica de las conquistas laborales no puede obviar que lo que un país exporta es finalmente su trabajo. Si ese trabajo es caro, se exporta poco o no se exporta. Se puede por un tiempo disfrazar los números con devaluaciones, reembolsos u otros recursos, pero la realidad termina estallando. Basta ver los resultados uruguayos recientes de comercio exterior.

En un mundo sin imperialismos, cada vez más globalizado, la crisis de empleo - salario es inevitable. Los países con costos laborales e impositivos altos se reducirán hasta la pobreza generalizada. La crisis de los inmigrantes desesperados árabes es un síntoma y un comienzo.

Se dirá que se debe aumentar la productividad para así poder elevar el valor agregado y no tener que bajar salarios. Y aquí entramos en el segundo estallido que deparará el resto del siglo XXI: la negativa de la gente a que se le tome su capacidad, industriosidad o talento para repartirlo al resto de la sociedad. La rebelión de los generadores de riqueza frente a su esclavización democrática.

Aumentar la productividad implica que alguien invente bienes, servicios o procesos que mejoren el output. Como ya sabemos que el estado no es capaz de producir nada, ni de agregar valor a nada, salvo valor negativo, los que harán eso serán los privados. Difícilmente quieran hacerlo si luego se les quita su ganancia para rifarla entre quienes no fueron capaces de generarla.

Esos industriosos y capaces no aceptarán mansamente que se les saque el fruto de sus logros para entregarlo al estado que se encargará de hacer justicia redistributiva. El segundo paradigma local, el del estado socialista-partidista con salario y empleo garantizado de por vida, crujirá al igual que universalmente en los próximos decenios.

La dialéctica acusa de neoliberales, liberales, no solidarios o imperialistas a quienes se niegan a que se les quite el fruto de su trabajo, su riesgo, su esfuerzo, su sacrificio y su talento. No se trata de ideologías. Se trata de que una parte de la sociedad resistirá la estafa democrática de que el estado y el partido le quite su patrimonio para repartirlo. Como en la URSS.

La puja salarial universal suele tener como respuesta el cierre de la economía. Que no es nada más que escaparse de la competencia internacional mediante el expediente de robarle a los que crean riqueza y reírse de sus derechos bajo el paraguas de las decisiones democráticas. Dura un tiempito.

El campo ha sido hasta ahora el sitting duck”, la víctima esperando ser expoliada o sacrificada, por las características intrínsecas de su propio tipo de actividad. Pero está claro que el campo no puede pagar todo el empleo que se necesita. Hace falta crear más riqueza.

Pero los creadores de riqueza se negarán a crearla si luego se les quita su ganancia. Y no será solamente una discusión económica. Se estará discutiendo si la democracia tiene derecho a quitarle a los ciudadanos el fruto de su trabajo, de su inventiva y de su talento para repartirlo entre el resto de la sociedad.

Ya no estaremos discutiendo en términos de factores de producción, sino en términos de los derechos de cada uno.

Las democracias contemporáneas, con gastos del estado que cada vez se llevan una parte mayor del producto bruto, con leyes de protección laboral y de proteccionismo empresario que coinciden con los intereses electorales de los políticos, han decidido apoderarse ilimitadamente del patrimonio y los bienes de los que producen riqueza y repartirla entre los que no la producen.

La lucha será con votos, con decisiones económicas que costarán muy caro a las sociedades, y con reacciones que hoy no se pueden medir.

Lo que ha pasado recientemente en Argentina y Brasil, y lo que pasa en Uruguay pero que nadie quiere nombrar, es solo el comienzo. La comodidad laboral eterna y la democracia solidaria estatista-socialista no son compatibles con la tecnología, la comunicación y la globalización actuales.

Si no lo creen, da lo mismo. Sucederá.

OPINIÓN | Edición del día Martes 23 de Agosto de 2016


Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Inversión, no proteccionismo estatal


La posibilidad de una nueva radicación industrial de UPM, con todas sus implicancias positivas y sus complejidades, enfrenta a Uruguay a una de las tareas que le resultan más difíciles: negociar con una empresa privada, entenderla, digerirla, y conseguir que invierta y arriesgue.

Como pasa en otros países emergentes, o casi emergentes, la renuencia del socialismo vintage a comprender que la única posibilidad de crecimiento y bienestar es el capital privado resulta paralizante y culmina en la elección de las peores opciones.

Esto no implica creer que todo lo privado es bueno, pero si evita terminar asociándose con la peor cara del capitalismo, de lo que sobran ejemplos locales, que no hace falta enumerar o cayendo en el endeudamiento para inventar seudoempresas estatales o paraestatales conducidas por una estudiantina en dulce montón.

Lo que tiene por delante el presidente Vázquez y su gobierno, es una negociación lisa y llana, que parece que está en el final, pero que recién empieza. Entran allí los componentes clásicos de estas instancias, con sus pros y contras. El problema sería si además de negociar con UPM, debiera negociar con la auditoría permanente de tábanos marxistas, en el raro cogobierno que le impone el tumulto partidista poliárquico.

Y ese es el mayor problema, porque la contraparte conoce esa situación y será usada para torcer la mano oriental, como toda debilidad. También la rigidez-tozudez ideológica impedirá la apertura mental imprescindible para que una negociación sea exitosa y redituable para ambas partes.

Esta columna ya ha citado el comentario del presidente en oportunidad de la campaña para su primer mandato: la pobreza y la necesidad de empleo condena a los países con pocos recursos a postergar sus preocupaciones ambientales. También debería postergar la declamación anticapitalista.

Es fundamental sacar del medio la obsesión antiprivada para poder analizar con claridad las opciones y conseguir el mejor resultado, que puede ser muy bueno con el enfoque adecuado. Porque, pese a lo que diga la empresa finlandesa, sus opciones no son infinitas. Su estrategia, como la de otras corporaciones en la mira de los cuidadores del medioambiente, es trasladar la etapa polucionante de su producción fuera de su país.

Eso significa encontrar un entorno de forestación programada, en lo que Uruguay ha hecho un trabajo descollante y estratégico, que no es tan fácil de hallar disponible, y contar con las adecuadas vías y caudal de agua, que no se construyen con la facilidad de un camino o un ferrocarril, lo que solo implica dinero.

De ese lado de la evaluación, el hecho de ya tener una operación local también pesa en cualquier decisión de radicación, tanto por el ahorro inherente como por la ventaja de estar familiarizado con las leyes y costumbres y los organismos de contralor. Es decir que las opciones no son tantas como dicen los finlandeses, lo que ayuda a poner ciertas exigencias.

En este punto es trascendente que cualquier cálculo de inversiones se haga basado en el aporte al empleo y al crecimiento de la nueva planta sobre bases continuas y constantes, no sobre el incremento de la demanda laboral de 8.000 puestos durante el período de construcción, una ilusión de corto plazo.

Estos presupuestos permitirán tener más comodidad para sentirse seguros en algunos requerimientos. Uno de ellos, como se ha sugerido en otra columna en El Observador, es no extender el régimen de zona franca a esta actividad, un encuadre ciertamente forzado, que hace de Uruguay con toda injusticia una maquiladora, absolutamente fuera de la actualidad económica mundial y de la proporción del aporte ecológico y de materia prima que realiza.

Otro punto obvio que seguramente se está teniendo en cuenta es la posibilidad de negociar que se agregue alguna etapa más en el proceso de producción, para generar algún aporte más trascendente al empleo y al crecimiento. Esto iría en línea con la idea de salir de la condición de factoría que se plantea en el punto anterior.

Es de suponer que el gobierno dispone de estudios comprensivos y ciertos del impacto integral actual de la actividad de producción de pulpa sobre el Producto Bruto, y si no lo tiene debería tenerlo, ya que es un elemento esencial para cualquier negociación. Porque el otro tema en discusión, la mejora de la infraestructura y el tendido de una línea ferroviaria que funcione, también requiere creatividad y muchas negociaciones.

Sería un grave error endeudarse para construir un ferrocarril ad hoc y mejorar un puerto, y más grave hacerse cargo de su operación. Hay otras opciones más adecuadas, tanto dentro del paquete de discusión con UPM como en el mercado internacional. Justamente por estas variantes es que tiene validez la reflexión del principio. Los estatistas aman el endeudamiento, porque así el que construye es el estado, lo que permite extraordinarias oportunidades al sector contratista. Y no se engañe, eso no pasa en Argentina solamente, como le han hecho creer. Hay ejemplos locales de sobra, si mira bien.

Hacer esas obras solamente para conseguir la radicación de una nueva planta suena a dislate imposible de justificar financieramente. Ese emprendimiento debe estar dentro del cash flow de la pastera. De lo contrario será una forma de proteccionismo estatal tan nociva como cualquier otra, con un costo por empleo indefendible.

Y luego vienen los aspectos ambientales y la eterna discusión con Argentina, que tiene aspectos válidos y aspectos ficticios. Pero que requiere algún tipo de acuerdo y relación más profunda que un asado o un lejano mundial de fútbol y que de paso puede crear algunas oportunidades interesantes.

Este repaso superficial muestra la complejidad de la negociación, si se hace bien. Por eso es que me permito sostener que el Ejecutivo necesita, sin resignar los controles institucionales, un amplio margen de acción en este tema, que además debe ser perceptible para la contraparte. La mochila de una asamblea permanente detrás de cada propuesta sería carísima, entorpecedora y seguramente carente de ideas superadoras.

El concepto de innovación, creatividad y toma de riesgos como modo de crecer, también se aplica a las negociaciones. Esta instancia requiere de esos atributos. Y también de confianza en las propias capacidades. Como en todos los órdenes.