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El precio de la ignorancia y la estupidez



Al principio de nuestra historia y hasta los 40,  Argentina se identificaba como sudamericana.  Una pertenencia geográfica sin compromiso ni bandera. La inexorabilidad de la geografía, un domicilio no elegido ni cambiable.


El país tenía una prosapia europea y un futuro de grandeza americano. Una educación todavía poderosa, una población educada y en muchos casos culta, una legislación liberal, con derechos inalienables. Aún los golpistas militares pertenecían a su clase alta, y eran tolerados como una ideología válida.


La guerra había tornado importante nuestra producción agropecuaria, que se había convertido en imprescindible mundialmente. El país ayudaba a España y tenia un papel relevante y el respeto de la comunidad internacional. Nuestras universidades eran garantía de saber y de excelencia. Aún los peores políticos eran ilustrados.


Argentina era el único país de américa parecido a Europa. Y los argentinos estaban orgullosos de ello, y se regodeaban con soberbia de esa seguridad y superioridad.


Un día, casi no vale la pena el esfuerzo de precisar cuándo, ni  por inspiración de quiénes, se sembró la simiente de la falsa humildad. Por ella, debíamos dejar de considerarnos diferentes, y buscar las semejanzas con nuestros vecinos de subcontinente.


Ese criterio evolucionó luego hacia la solidaridad, por la que debíamos recibir a las masas pobres de algunos de esos países y educarlas, atenderlas, darles salud y educación.  Y eso se hizo hasta el exceso y el abuso, sin límite ni control, sin medida y muchas veces, en detrimento de los argentinos.


La corrección política, un invento de la prensa y de escritores mediocres, temulentos y enfermizos, fue volviendo obligatorio no sólo integrarnos, dudosa necesidad, sino parecernos. Y como siempre que eso ocurre, para lograrlo tuvimos que desvalorizarnos, deteriorarnos, precarizarnos.


El miedo a la incorrección política nos hizo tolerar todas las barbaridades y excesos, aún en contra de las conveniencias como nación. Ahora mismo usted se está preguntando si me he vuelto facho, o nazi, cuando lo que le digo es lo que todos los países tienen en cuenta al diseñar su estrategia geopolítica.


De pronto, al mandato de teorías marxistas y maoístas, que nos eran ajenas pero que compramos con bastante superficialidad e ignorancia, incorporamos la idea de ser américa latina.  Una rara pertenencia mezcla de protesta, vagancia, pobreza, precariedad, resentimiento, desesperanza y fracaso.


Esa américa latina no era una identificación geográfica ni tenía que ver con países. Más bien era como la agrupación de las marginalidades de cada país sudamericano, si se me permite, lo peor de cada uno. Supuestamente pertenecer a esa suerte de etnia era un destino común imaginado por nuestros próceres, que nunca habían dicho tal cosa.
Fuimos en ese proceso dejando de lado nuestros mejores atributos y características, solamente denigrando la historia, despreciando nuestros valores y remplazándolos por diatribas casi sin sentido ni ilación.


La necesidad americana de globalizar por satélite nos rebautizó con un nombre inexistente, Latinoamérica, una región, como dicen los yankees. Y su compulsión racista nos volvió, para peor, latinos, una especie de subclase despreciable, sólo importante en épocas electorales. 


Lo que ocurrió en los últimos doce años, fue una continuidad del proceso que describo. La diferencia de fondo fue que en vez de parecernos a ese imaginario espacio Latinoamérica, al santacrucificarnos nos transformamos en Macondo.


No es cierto que somos víctimas de un proceso ideológico. Estamos infectados por una dialéctica ignorante y superficial que no es privilegio de nuestra representativa presidente, sino que hace mucho que atraviesa como  una secante nuestra sociedad, y lo que es peor, nuestra inteligencia individual y colectiva.


Ese proceso nos hace ser irónicos con cualquier concepto de patria o de grandeza, con cualquier proyecto de retomar la senda perdida, con toda idea que implique recuperar la confianza en nosotros y nuestros valores. En esa purulencia se inscriben la destrucción de nuestros próceres y símbolos, el gutural y ululante himno villero, la defensa de los asesinos mapuches como si hubieran sido realmente pueblos originarios en vez de depredadores.


No es fácil determinar si se trata de un plan perfecto de desaparición de una nación, aunque lo parezca. Lo cierto es que mayoritariamente lo estamos siguiendo al pie de la letra.


Paradojalmente, no nos estamos pareciendo ni siquiera a la América Latina de hoy, sea lo que fuere que eso es.  México ha decidido con brillantez no ser parte de la “región” sino ser américa del norte, una inteligente pertenencia geográfica.
Colombia ha hecho enormes esfuerzos para salir del cepo de la negrura narco y lo ha empezado a lograr.


Perú y Chile son países pujantes que aprovecharon los ciclos políticos y económicos al máximo.  Ecuador, aún con un gobierno circense, lucha por seguir las reglas de la civilización. Bolivia, pese a sus concesiones telúricas, es ortodoxo en sus políticas.


Uruguay se parece cada vez menos a Argentina. O más bien al revés. Y junto con el sospechado Brasil, nos acaban de demostrar que la justicia independiente es no solamente una condición esencial de la república, sino que los pueblos merecen respeto.


Hasta Paraguay, otrora paradigma de la trampa,  avanza en la mejora de su economía y sus instituciones. Ese Paraguay al que desplazamos arbitrariamente del Mercosur por la cláusula democrática para incorporar  a una dictadura asesina.  Hoy deberíamos ser expulsados nosotros por el golpe institucional diario a la Justicia.


Argentina ha logrado no  ser sudamericana. Ha logrado no ser europea. Ni siquiera ha logrado ser Latinoamérica. Como si se hubiera pasado de rosca. Porque salvo al escupitajo venezolano, no se parece a ningún país de la región. Ha logrado ser nada.  


Eso si: tal vez pronto sea la capital narcolatina.


Esa es la verdadera tarea que tendrá un nuevo gobierno si quiere hacer un servicio a la nación. Volver a tejer la trama histórica. Volver a insertarnos donde debemos estar.


Como dijera el maestro Borges, reencontrarnos con nuestro destino sudamericano.  




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