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Publicado en El Observador  16/02/2021


La resurrección de Carlos Menem

 

















La hipocresía del gobierno de Cristina Kirchner otra vez monopoliza un velatorio reivindicativo y épico

 

Rescatado por la necrofilia egipcia esencial del peronismo y la necesidad imperiosa del kirchnerismo de tener alguna bandera para agitar, Carlos Saúl Menem resucitó el domingo como líder político y recuperó la categoría de muerto ilustre del movimiento. Cristina Kirchner, que un día celebró la broma de su tragicómico esposo de estrujarse sus intimidades para conjurar el estigma de jetattore que acarreaba el riojano, ejerció ante el féretro la hipocresía que le aflora con naturalidad y con la que engaña sólo a sus aplaudidores. 

 

Ningún parecido entre los dos líderes. Salvo en haber capitaneado las dos mayores bandas de delincuentes que conoció Argentina. Partiendo de que el ex patilludo mandatario fue el único candidato en la historia del peronismo en haber sido ungido por elección directa de las bases, sistema impensable para la hoy doble dictadora, en su país y en el movimiento multiuso al que pertenece, o que le pertenece. 

 

No se parecen en la empatía personal, como es harto evidente, ni en la tolerancia democrática, la libertad de prensa, el derecho de propiedad, ni en el odio, el revanchismo, ni en la sicopatía, ni aun en el hubris y menos en el respeto por la libertad sin aditamentos. Tampoco en el criterio de inserción internacional, ni en el tratamiento de graves atentados: mientras la DAIA critica duramente al muerto por no haber colaborado con la investigación de los ataques contra la embajada de Israel y la AMIA, la viuda de Kirchner eligió signar un pacto de impunidad con Irán, acusar a una conspiración del judaísmo de la voladura de la embajada, y tiene para siempre pendiente sobre su cabeza la muerte del fiscal Nisman. (Es de suponer que si alguna vez muere será duramente criticada por eso) 

 

También difieren diametralmente en la concepción sobre la producción, en las ideas y en las cifras. En el caso kirchnerista es evidente y final. En el caso menemista, no había otra alternativa que la apertura económica, además. Y toda apertura económica, con cualquier formato, siempre origina la transformación, conversión o desaparición de cadenas productivas, tanto en Argentina como en China o EEUU. Esto es bueno que lo entienda Uruguay, que a veces parece creer en alternativas que no existen. 

 

La venta de armas a Croacia y Ecuador, (además una traición a Perú, único país que puso sus Mirage a disposición en la guerra de Malvinas) culmina con la voladura de la fábrica militar de Río Tercero. No es posible creer que el entonces presidente lo ignorara.  Un baldón en su vida. La actitud de la ciudad cordobesa de no adherir al duelo nacional decretado en homenaje al carismático exmandatario es de toda justicia. Aunque los politizados lo vean como desacato al decreto de Alberto Fernández.

 

La política de privatizaciones del gobierno menemista, tan criticada ideológicamente y con tanta corrupción, fue, sin embargo, imprescindible. El país sufría una crisis energética terminal, a la que no era ajena la transa sindical-política que manejaba el negocio energético. Las comunicaciones eran inexistentes, también destrozadas por el sistema de coimas y no inversión de Entel. Cualquier crítica que se haga hoy es injusta porque se hace después de haberse resuelto el problema insoluble. 

 

La primera privatización impecable de YPF, no la segunda,  que fue un modo de generar fondos, cortó un negocio sindical-estatal-empresario-prebendario y le costó la vida al dirigente sindical Diego Ibáñez, con esos bueyes se araba entonces. El sucio negocio fue reinventado por Néstor Kirchner en complicidad con Repsol, a quien le sacrificó la acción de oro al pactar con los españoles (segundo de Argentina en corrupción) que le regalarían el 25% accionario a Eskenazi, lo que seguramente también será criticado duramente en 2060, cuando el cadáver a juicio sea el de su esposa Cristina, que pagó un disparate por el también cadáver de la petrolera. 

 

El gobierno menemista tenía dos cajeros que repartían con un Excel todos los ingresos de la corrupción. En eso era más ordenados que el kirchnerismo, con mucho mayor cuentapropismo.  Aun así, eso no invalida la tarea privatista, de la que debe recordarse algo que no se quiere mencionar: las privatizaciones se hicieron mediante licitación y preveían que al cabo de 10 años caducaba el monopolio de los adquirentes. En el gobierno de De la Rúa, se renovaron las concesiones sin licitación alguna y se olvidó la cesación del monopolio. Silenciosamente. 

 

La convertibilidad fue útil mientras se pudo mantener la disciplina fiscal, que es lo único que hace perdurar cualquier política monetaria. Cuando Menem comete el error fatal de forzar el Pacto de Olivos (del que su ministro Beliz diría al renunciar que no se podía gobernar con valijas llenas de dinero) y reelegirse, ya no fue posible aguantar la presión del endeudamiento combinado originado en la defensa del tipo de cambio y el déficit acumulado para satisfacer a gobernadores y punteros. Los 4 años adicionales fueron fatales para el extinto y para el país. Luego, De la Rúa hizo un gobierno blando y fofo, signado por el progresismo ineficiente de su alianza y de sus propias ideas. Y cometió el error terminal de volver a llamar a Cavallo, que sólo se preocupó por salvar del default a algunos banqueros que habían confiado en él, como Rockefeller. Para eso inventó el Megacanje y el Blindaje, que recuerdan al préstamo del FMI a Macri y a la reciente “salida del default” pactada con los Fondos. 

 

Carlos Menem representó una oportunidad para la democratización de su partido. También una oportunidad para Argentina de volver a un rumbo de crecimiento, productividad e inserción internacional. Ambas se desperdiciaron. Su mérito y su culpa.  Hoy cabe preguntarse si no fueron las últimas.