Publicado en El Observador  07/06/2022



El peligro de creerse distinto

 

Sin un sistema de límites al poder y con alta dosis de materialismo dialéctico, la democracia requiere una plena redefinición, so pena de transformarse en una tiranía de la mayoría

 



El gobierno argentino presentó ayer su proyecto para gravar las ganancias inesperadas. No se trata de una definición incluida en la teoría o en la jerga tributaria, por lo que el presidente Fernández de Fernández se ocupó de aclarar que se refiere a las rentas excepcionales obtenidas con motivo de la guerra. Como su arrodillada industria no produce ni misiles antitanques ni cañones ni drones bélicos, es fácil colegir que se trata de un impuesto sobre la utilidad adicional que obtuvieron las empresas exportadoras agropecuarias con motivo de la suba de precios provocada por el doble efecto de la invasión rusa a Ucrania y por las sanciones de Occidente a Rusia para disuadirla. 

 

Será sin duda complejo determinar qué parte de la ganancia se relaciona con qué causalidades, pero de todas maneras el gobierno ya determinó que el gravamen alcanzará solamente a menos del 1 % de las empresas argentinas. (El peronismo en el poder omite recordar que, con el régimen que convierte al Banco Central en el dueño de todos los dólares de la exportación tras aplicar los confiscatorios descuentos del misérrimo tipo de cambio oficial y de las retenciones, el mayor beneficiario de la conflagración es el propio Estado, por amplio margen)

 

Es una obviedad acotar que los efectos en la inversión futura y en la producción y exportación agrícola serán gravemente negativos y, como ha ocurrido en el pasado, muy difícil de retrotraer. Pero no es ese el tema central de esta nota.

 

El punto que merece reflexión es que el impuesto es idéntico al que ha propuesto recientemente el PIT-CNT-FA, también con el argumento de que se trata de ganancias no esperadas, y también con la triquiñuela de conseguir la complicidad o tolerancia de otros sectores privados acotando que se trata sólo de unos pocos afectados, es decir que se aplican impuestos a unos pocos cuya protesta se supone no significativa, ni electoral ni económicamente, pero se perdona a muchos, por ahora. No muy distinto al impuesto sobre ahorros en el exterior, que también ha aplicado Argentina y también agita como bandera la oposición oriental. Una ganancia supuestamente inmerecida, un gravamen que sólo afecta a pocos, y que, milagrosamente, se sostiene que no tendría efecto sobre la inversión y el empleo futuros. Si no alcanza, después se repite el truco, ad infinitum. 

 

No existe argumento serio, ni menos serio, que autorice a ningún gobierno ni a ninguna mayoría a apropiarse, con la excusa o el fin que fuere, de una ganancia o patrimonio ajeno simplemente porque es inesperada o porque está disponible, en especial cuando ya ha tributado todos los gravámenes legales.  Tampoco a cobrar tasas adicionales ni progresivas. Se trata de una sanción y saqueo al capital privado, lisa y llanamente. Por eso el primer fin de esta nota es anticipar que toda copia del modelo impositivo y de reparto argentinos causará iguales efectos en la plaza local que los que ha causado y causará en el país vecino, o peores. 

 

Este abuso lleva a un tema de fondo, que excede el económico, que Uruguay ha decidido ignorar, por ahora. Como es sabido, el neomarxismo o socialismo global ha impuesto, mediante el simple relato, posverdad dialéctica o uso subliminal de redes, reivindicaciones, cancelaciones, sensibilidades exacerbadas, miedos, enojos o envidias, el concepto de que toda necesidad genera un derecho. Nunca se sabrá ni se probará sobre qué principios o razonamientos descansa semejante premisa. Por algo es materialismo dialéctico. Ese supuesto derecho, se reclama siempre al Estado, o sea a los demás individuos. O sea a usted. De paso, se supone que los recursos para satisfacer esas necesidades son infinitos, gratuitos y sin contraprestación alguna. 

 

A esto se ha agregado, con los mismos métodos dialécticos, el concepto de la igualdad o equidad, que políticamente significa que cada uno tiene el derecho a poseer lo mismo que cualquier otro, y lo que es más espectacular, a obtenerlo de modo instantáneo, sin esfuerzo, sin mérito, sin estudio, sin un proceso, sin ahorro, sin sacrificio y sin tiempo. De ahí que no sólo se reclame esa igualdad en términos económicos, sino que también se repartan títulos educativos sin calificar, cargos públicos, puestos políticos con igual criterio. No es casual que la tendencia sea que un chiquilín pase de curso sin saber nada. 

 

El supuesto derecho a la igualdad, que reemplazó a la pobreza como bandera - como el cambio climático reemplazó al calentamiento global cuando la evidencia mostró que no eran suficientemente dramáticos, o que se estaban reduciendo globalmente - unido a la instantaneidad, mueve a los políticos modernos, cuya mayoría apabullante tiene como único objetivo el poder, a complacer esas expectativas y a prometerlas. Finalmente, esos burócratas viven hoy de las ganancias de administrar el reparto. A esa tendencia de coimear a la población se le llama populismo, en el sentido más bajo y denigrante del término.

 

Como de la simple matemática surge claramente que esos supuestos derechos no pueden ser satisfechos ni en el corto ni en el largo plazo sin el aporte laboral y de ahorro de los propios esperanzados beneficiarios, como bien lo explicara Karl Marx, entonces la solución también instantánea de los políticos gobernantes es confiscar de algún modo el capital, los bienes o la ganancia de los sectores que producen y generan riqueza, con alguna justificación más o menos digerible y luego repartirla. Friedrich Hayek se ocupó de demostrar que, cuando esa fatal burocracia choca contra el imposible de la realidad, siempre deviene en dictadura de cualquier signo, no importa cuál. 

 

Pero hay un paso previo, cuando lo que se ha llamado en esta columna la mayoría de la mitad más uno impone esos criterios de “quita y reparte” al resto de la sociedad. Y esa es, en el corto plazo, la amenaza que se cierne sobre Uruguay. El impuesto a cualquier cosa, lo que Dino Iarach llamaba la “manifestación conspicua de riqueza” sobre la que dar el manotazo. Riqueza que tiende a achicarse hasta que cualquier cosa termina siendo una manifestación de riqueza en cualquier sentido. 

 

La reiterada muletilla de que Uruguay es diferente, además de algunas connotaciones poco felices, encierra una inocencia peligrosa, porque tiende a no validar la evidencia empírica, hasta que ya es tarde. Como un adicto que cree que como él es distinto, no sufrirá la misma suerte desgraciada de los demás consumidores. Porque la tan mentada democracia, el diálogo, el promedio que por 15 años jamás se aplicó y que ahora parece ser obligatorio, no regirá a la hora del apoderamiento del patrimonio ajeno. Ya ha pasado muchas veces. La tiranía de la democracia, o de las masas, como definiera John Stuart Mill en el siglo XIX, o el abuso del plebiscito, y la falta de límites al poder, que con precisión increíble definiera Tocqueville, cuyas recomendaciones fueron canceladas una a una por la izquierda mundial desde mitad del siglo XX.

 

Por supuesto que una democracia seria está concebida para zanjar cualquier grieta. Pero ese pacto sagrado tiene límites y obligaciones. Las garantías a las minorías, las de la mitad menos uno, no están suficientemente contempladas en el sistema uruguayo. ¡Bufen los teóricos!

 

No hay otra reacción más que la grieta frente al saqueo, al despojo o a la pérdida de derechos como la propiedad o la libertad. El problema es creer que todos cumplirán si ganan el pacto democrático que declaman y reclaman cuando pierden el poder. Riesgo que tiende a olvidarse si se da por descontado que se es distinto a los cubanos, a los venezolanos, a los nicaragüenses, a los argentinos a los colombianos y a los chilenos. Hasta que es tarde. 

 



 

 

 

 

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