Publicado en El Observador  17/08/2021


La estrategia socialista para que nada cambie

 

Con su mecanismo dialéctico de inventar definiciones y cambiar las reglas según le convenga, el marxismo del siglo XXI neutraliza los ya modestos planes de la Coalición 



 

 













En su nota de hace tres meses “El partido empieza cuando termine la pandemia” la columna anticipaba, con lamentable exactitud, el panorama pospandemia – aquí emoji de dedos cruzados – tanto en lo político como en lo económico. 

 

La pandemia, que conllevó el cierre de la administración pública, más la burocracia estatal enquistada, atrasaron muchos planes de radicación personal y empresaria. A eso se debe agregar la imposibilidad de contactos directos y viajes de interesados en nuevos negocios y alianzas, que, aún en un mundo virtual, son fundamentales cuando se trata de radicar familias y proyectos de vida. Mucho más cuando cualquier radicación en Uruguay tiene siempre latente la amenaza del socialismo confiscatorio y redistributivo del que huye no sólo el capital sino también las personas que privilegian su libertad y su propiedad. El virus, o las cuarentenas, también sirvieron para dar pábulo al clamor opositor de ayuda estatal permanente y universal, que detrás de la solidaridad, oculta la intención de tornar irreversible la dependencia del estado de la mayoría de la población, prolegómeno de cualquier totalitarismo. 

 

La epopeya contra la LUC está cumpliendo su objetivo principal, que es alentar ese miedo, consumir tiempo y energías y transformar en provisorio cualquier emprendimiento y cualquier decisión. Apena unas vacaciones patrimoniales e impositivas, definición de precariedad en la que coincide hasta el propio gobierno. Con cifras infladas apresuradamente para aumentar la importancia del resultado (nadie reparará demasiado si se terminan objetando 100,000 votos, suponiendo que alguna vez se pueda completar un conteo serio) ha logrado cambiar el foco de la discusión y de la gestión. 

 

Con eso ha enervado la acción del gobierno, que de todas maneras parecía haberse conformado con algunos logros presupuestarios y de seriedad económica elogiables, pero no suficientes para el cambio copernicano que se requiere si se pretende renovar significativamente la matriz económica. Es cierto que tampoco la Coalición había prometido en su campaña un cambio revolucionario, pero el mismo es imprescindible si quiere cumplir sus objetivos de empleo y crecimiento. Debe tenerse presente que cualquier decisión de radicación e inversión, aún de un emprendedor pequeño, toma un par de años como mínimo en formalizarse, cuando no bastante más. 

 

Este prereferéndum ha sido también usado para imponer el concepto de que todo cambio debe realizarse por unanimidad, lo que termina de destrozar el principio de la democracia, reemplazado ahora convenientemente por la construcción ideológica de una suerte de suprademocracia auditoril, que se denomina democracia directa, un antiguo mecanismo que descartaron los griegos cuando el voto se volvió menos ilustrado y más masivo, que está más cerca de la rebelión callejera y la ley de Lynch que de un sistema de alternancia política. Como es harto sabido, el comunismo del siglo XXI sólo cree en el empoderamiento y mandato de la democracia representativa cuando gana. Cuando es derrotado se le opone con toda su inventiva y con todas sus fuerzas, no importa el método ni las formas. Por eso irrumpe ahora en el mundo con esta metodología de montón. 

 

Para decirlo más claramente: el Frente Amplio, su Cristina Kirchner propia que es el Pit-Cnt y quienes siguen su línea, sólo aceptarán el resultado democrático y su subsecuente gestión si no se cambia ni una coma de lo que hicieron en sus 15 años de gobierno. De lo contrario, habrá siempre un método para negar la legitimidad de quien intentase hacerlo. En tales condiciones, no sólo el gobierno de Lacalle Pou tenderá a la intrascendencia, sino que los inversores potenciales se enfrentarán a la misma disyuntiva que se planteó en Argentina en las PASO de 2019: la inminencia de un regreso peor del distribucionismo peronista o frenteamplista (da lo mismo) que, ahora sí dando por válida una democracia con el 51% de mayoría y esgrimiéndola como derecho sagrado, avanzará libremente en su plan de destrucción de empleo y empresas privadas. 

 

Imagínese lo difícil que resultaría ahora pensar en una ley de desmonopolización de empresas estatales, por ejemplo, dentro y fuera de la Coalición. O la imposibilidad de soñar con corregir el catecismo de privilegio de los empleados del estado, que no están obligados a cumplir ningún principio de contrapartida ni eficiencia, y que gozan de una diferenciación salarial y otras condiciones por encima de los demás seres humanos. A esto hay que sumar errores propios, como la forma y la justificación para renovar la concesión del Puerto, sobre lo que la columna también se expidió claramente. 

 

Al cuadro se debe agregar la flamante idea de las listas únicas, otro avance contra la democracia y contra el individuo en aras del partido, que ahora parece adoptar el nacionalismo, eje de la Coalición, pero que también quiere aplicar el Pit-Cnt, que pretende lista única para imponer los dirigentes de una entidad que no tiene entidad, otro invento. La lista única es un sistema fatal para toda representatividad, ya afectada por los sistemas políticos que impiden abierta o solapadamente la postulación personal fuera de los partidos. 

 

No es el estado el que debe crear empleo, negocios ni riqueza. Pero tiene en cambio una función irrenunciable. La de preparar el terreno, el campo de juego donde se juegue ese partido. En este caso, también el impedir que se arrojen toneladas de escombros sobre la cancha. Si se piensa en esas funciones y en esos objetivos, difícilmente se pueda estar satisfecho de lo hecho hasta ahora. Salvo el comunismo socialista, que sólo debe sentarse a esperar. 



 

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