NOTA EN EL OBSERVADOR DE MONTEVIDEO




Un plan y un presupuesto nuevo, el mejor camino 
En vez de un campo arrasado, es mejor pensar que la pandemia dejará un campo arado donde el que siembre bien y a tiempo cosechará los frutos
















En algún momento recomenzará la vida, con o sin virus, y sería inteligente no esperar una bandera de largada o una señal del cielo para repensar cada país. Uruguay arrastra otra penosa cuarentena desde que se terminó el cuento de hadas de las materias primas. La economía viene desde entonces durando en vida latente, sostenida con alfileres por un manejo prudente, financiada con deuda moderada e inflación sistémica tolerables, aunque no proyectables, impuestos altos, pero no aún ruinosos, desempleo en ascenso, pobre o nulo crecimiento y marginalidad oculta u ocultada. Un país inmediato, en el borde. 

Los temas de fondo: inversión, déficit, desempleo estructural y por tecnología, crecimiento, competitividad fueron vistos como problemas que irían ocurriendo secuencialmente a lo largo de un tiempo. La hegemonía legislativa e ideológica del Frente lo llevó a no desmenuzar esos fenómenos o a imaginar soluciones simplistas basadas en la idea del estado garantizando el empleo y el salario, o en la aplicación de más impuestos supuestamente solidarios. 

Como otros analistas, la columna sostiene que la pandemia ha acelerado, precipitado las tendencias y las ha hecho ocurrir al mismo tiempo, no las ha provocado. Desempleo, déficit, endeudamiento, comercio internacional, crecimiento, bienestar, pobreza, no son contingencias novedosas, sólo que ahora se presentan todas juntas y descarnadamente. En el caso local, coincide con un cambio de paradigma, o con lo que debería serlo, tras el triunfo electoral de la coalición y la alternancia luego de 15 años de gobierno de la izquierda. 

El progresismo estatista universal y local, aviva ahora la llamada de un mundo nuevo de justicia y equidad que viene, otro sueño dialéctico que evita tener que pensar, tomar compromisos con la sociedad, enfrentarla a la realidad sin populismos ni demagogia. Como esa prédica atrasará más a los que se sienten a esperar el milagro, es saludable que el gobierno esté preparando su plan de cinco años. O cuatro, para ser realistas. 

Un plan creíble, cumplible, con metas y compromisos de los jerarcas, es una herramienta básica para aspirar a crédito a tasas razonables, a inversiones y radicaciones. Déficit, inflación, destino de los préstamos, emisión, deben estar visiblemente bajo control como condición sine qua non. Una regla fiscal simple y contundente fue la clave para el despegue de muchos países, algunos muy parecidos a Uruguay. Debería ser constitucional. 

El plan también hace falta para mostrar el destino del endeudamiento. Las deudas para pagar gastos corrientes siempre fueron presagios de defaults. No faltarán inversores en el mundo, y a tasas accesibles, pero requerirán un plan y un proyecto. Deudas para obras o para financiar la reducción del gasto estatal tendrán una buena respuesta. Difícilmente se hallen recursos para financiar la pandemia monetarista, el gasto corriente o el déficit crónico. 

La emisión a que se ha recurrido globalmente para subsidiar el sistema antivirus paranoico con su inflación subyacente tampoco será convalidada, de modo que sería iluso no planificar mecanismos de absorción y prudencia monetaria para el futuro, por las mismas razones. El pacto suicida oriental de indexar por la inflación pasada toda la economía garantiza el fracaso quienquiera fuere quien lo aplicase. Un buen plan debe incluir un mecanismo para asegurar un equilibrio en ese aspecto que no sea una hipoteca-ancla imposible de levantar. 

La ministra Arbeleche sostiene que un presupuesto base cero es un concepto demasiado ambicioso. Pero hará falta algo muy parecido, al menos en el modo de abordaje. Los presupuestos son un acumulado. De aciertos y errores. De modernidades y obsolescencias. De ineficiencias y de avances. De corrupción y favores. Máxime tras 15 años de un gobierno con mayoría propia, que fue desovando legislación, políticas, gastos y nombramientos que no deberían ser glorificados como inamovibles o santificados como conquistas sociales sin relación con la generación de riqueza ni con el contexto global. El gasto inelástico condena a poner impuestos sobre cualquier cosa, por ejemplo, sobre stocks, un criterio de corto plazo también castigado por inversores financieros o productivos. Eso también debe estar presente en un plan. 

Aceptar que la asignación y el nivel de gastos son intocables y sagrados y que lo único que queda por hacerles son retoques y luego financiarlos con cualquier recurso, sería como pensar que las políticas que se plasmaron en esos presupuestos son infalibles, diseñadas por Dios. Con lo que sería hasta innecesaria una elección. Bastaría con ajustar por inflación el presupuesto del año pasado, o el vigente, más un pequeño plus. Que, de paso, parece ser lo que quiere la oposición. 

Es cierto que tamañas decisión y cambio implican una dura batalla política y mucha capacidad de persuasión y perseverancia. Pero si tal batalla no se libra ahora, ¿cuándo? La pandemia no cambiará las reglas, ni creará riqueza, ni bajará el déficit, ni fundirse o empobrecerse junto con muchos otros es un consuelo. 

Dicen que el virus, o más precisamente la estrategia para evitarlo, dejará mundialmente un campo arrasado donde ninguno de los antiguos paradigmas sobrevivirá. Nunca ha sido así. Basta recordar el número de muertos de las dos grandes guerras modernas y la destrucción masiva de los aparatos productivos y de los individuos que los nutrían, y la posterior espectacular recuperación. 


Mejor sería pensar que lo que dejará el virus es un campo arado. El que siembre lo adecuado en el tiempo adecuado cosechará sus frutos. Los que no lo hagan terminarán pobres y resentidos, buscando un culpable de su pobreza y sus miserias. Nada cambia.  





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