OPINIÓN | Edición del día Martes 06 de Septiembre de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Sinomacrismo

El presidente Macri asiste a la Cumbre del G20, de la que Buenos Aires será sede en 2018, un acontecimiento no menor. Luego participará de la Asamblea General de las Naciones Unidas.

En ambos foros eleva su reclamo por la libertad de comercio en general y por la injusta, arbitraria y por qué no imperialista decisión de la Organización Mundial de Comercio (OMC) de excluir unilateralmente, desde los orígenes de la globalización, a la producción agrícola de base e industrializada. Esa exclusión es casi una burla a los países con ventajas comparativas en ese rubro y una seria contradicción a los principios económicos de la libre competencia y de la propia OMC.

También está profundizando la calidad e importancia de las relaciones con China, a la que se acerca económicamente y apoya en su aspiración de ser aceptada globalmente como economía de mercado, pero ha renegociado los tratados firmados con el kirchnerismo que daban al país comunista una peligrosa libertad y secreto en el manejo de algunas instalaciones y emprendimientos en la Patagonia.

La negativa de inspiración norteamericana a reconocer a la segunda potencia mundial como economía de mercado también representa una enorme contradicción. Las objeciones van desde quienes la atacan desde los principios de la ortodoxia capitalista, hasta quienes la rechazan desde el proteccionismo gremial.

Se trata de una constante a lo largo de los siglos: países que tratan de vender, y países cuyos productores y fabricantes quieren ser defendidos de la competencia por el Estado y sus recargos o trabas aduaneras. Eso es lo que se suponía desaparecería con la globalización.

Japón usó la misma metodología que China hoy: aprovechar su mano de obra barata y la inexistencia de cargas sociales para competir por precio y penetrar mercados, con productos de bajo precio y calidad y tecnología copiada. Luego, a medida que las exportaciones y la demanda aumentaba, fue mejorando hasta la excelencia su calidad e innovación, y también hasta la exageración sus condiciones laborales.

La calidad, el volumen de demanda y una enorme capacidad de innovación permitieron que sus costos bajaran y que simultáneamente el bienestar aumentara, al igual que los salarios y otras condiciones laborales. Lo mismo fueron haciendo en sucesivas etapas países como Corea del Sur, Taiwán, India o Vietnam. Usaron su miseria como insumo, lo que les permitió exportar, crecer, y terminar ofreciendo una calidad de empleo impensable a sus ciudadanos.

Si a todos esos pueblos se les hubiera negado la calificación de economía de mercado, hubieran sido vedados del comercio internacional y sus trabajadores –a quienes supuestamente el mundo quiere defender de lo que llama trabajo esclavo– se estarían muriendo de hambre. Corea es hoy uno de los países más reconocidos por su educación, progreso social y condiciones de bienestar.

Las mismas consideraciones que se aplican a los aspectos laborales, se pueden aplicar a otras prácticas de China, que se ha ido acercando al sistema mundial de modo notorio, al punto de que nadie imagina una política comercial que no incluya a ese país de modo predominante.

Como antes Japón, el avance chino molesta al proteccionismo empresario y gremial en todo el mundo. El TPP, un tratado que aún no está en vigencia, es en su meollo un sistema de defensa contra la sinocompetencia, o sea proteccionismo americano al mejor estilo Trump, algo menos zafio.

Macri comprende que tanto el reclamo de igualdad para las agroexportaciones a Europa, un cambio fenomenal para la economía argentina, como la aceptación de China como economía de mercado y la apertura al comercio mundial, son parte indivisible de un mismo paquete, ya que no podrá defender dos criterios opuestos simultáneamente.

De paso, romper el proteccionismo argentino –para lo cual tendría que enfrentarse con los amigos de toda la vida de su poderoso padre– representaría para el consumidor un ahorro 15 veces mayor que todo el empleo directo e indirecto que ofrecen las industrias protegidas, y para el contribuyente dejar de subsidiar actividades estrambóticas y corruptas como las de Tierra del Fuego.

Es cierto que en esa línea se opone al criterio y los intereses de un sector económico y de opinión muy amplio. Las mayorías han demostrado que la voluntad popular no es equivalente a sabiduría popular, ni a ninguna otra clase de sabiduría. Pero si se pretende el bienestar de base amplia, no existen muchos caminos: la famosa inversión salvadora no suele radicarse en ámbitos cerrados y temerosos.

En esa concepción, el Mercosur ha pasado a ser solo una frase de compromiso en los discursos del ingeniero. Guarida de corruptos y populistas (una redundancia), es un cadáver en el baúl de cualquier gobernante con pretensiones de estadista. Se quebró definitivamente con la división de posiciones frente a la destitución de Dilma Rousseff.

Lamentablemente, Uruguay prefirió considerar en la coyuntura que el presidente de una república tiene derechos superiores a los del Congreso o la Justicia. Y hasta minimizar el peso de la corrupción del Petrol?o sobre la indignación de la opinión pública. Se entiende en quienes consideran que el “faltante” de ANCAP es solo fruto de un sistema de administración poliárquico.

Si Uruguay se concentrara en los intereses de sus ciudadanos más que en una ideología marchita, su línea estratégica debería ser similar a la de Argentina. No lo será, más allá de la declamación inconsecuente de quererse abrir a los mercados asiáticos. Las puertas se abren en los dos sentidos.

Para evitar problemas y discrepancias, el presidente Vázquez hablará en las Naciones Unidas sobre el tabaquismo

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