OPINIÓN | Edición del día Sábado 26 de Marzo de 2016

No hay sociedad sin seguridad

Empiezo por la innecesaria aclaración de que no soy un experto en seguridad. Pero luego de varias décadas de vivir en Buenos Aires, tengo el derecho a considerarme un experto en inseguridad, y más aún, un licenciado en inseguridad, a riesgo de que El Observador me desenmascare por el uso ilegítimo del título.

Sin ironías, es sorprendente y triste comprobar cómo Uruguay va siguiendo –en un camino de hierro inexorable– el rumbo autodestructivo de Argentina hacia el reinado de la delincuencia violenta y el encarcelamiento virtual de la población en sus casas cada vez más vulnerables.

Recuerdo a mis amigos orientales diciéndome hace años: “También tenemos inseguridad, pero muy distinto a Buenos Aires, apenas alguna rapiña, alguna bicicleta dejada en el Prado, jamás un ataque físico”. Eso ya no es así. Uruguay va cumpliendo rigurosamente el paralelo con su vecino, a veces pareciera que orgullosamente.

Y eso ha pasado en el mejor momento económico de Uruguay y de su población. En la década de mayor ingreso y de mayores conquistas sociales, para usar el propio léxico de la izquierda patológica. Ni siquiera se puede acusar a la injusticia o a la pobreza extrema, como ocurre en mi país, sumido en este plano en la estolidez dialéctica.

No se trata tan solo de que la delincuencia es peor. Siempre lo es. La dirigencia política parece a veces fomentar o apañar en cada una de sus acciones u omisiones la violencia delictiva. Como si hubiera un plan diabólico perfectamente estructurado.

En ese trayecto sin retorno, la semana pasada se pudo leer una extraordinaria noticia: “Para desestimular el delito, el gobierno se propone retirar la plata de las calles”. O sea, la culpa es de la gente por andar con efectivo. También se podría prohibir andar con celulares, bicicletas, anillos, caravanas, mochilas y cualquier elemento de valor o cuasi valor. U obligar a caminar descalzo para evitar el robo de championes. En las casas se podría penar la tenencia de plasmas y tablets, para no tentar a los cacos.

En un paso superador se podría transformar todos los autos en furgones sin vidrios, para evitar las roturas, como ocurre con los taxis, que terminarán pareciendo un camión blindado de transportes de caudales a este paso.

Sin embargo, en la misma semana se pudo leer a jerarcas y especialistas (de extrema izquierda, obvio) que sostenían que las garantías jurídicas y judiciales no estaban suficientemente aseguradas en Uruguay, y pedían cambios en la ley y en los códigos penales, procesales y de procedimientos. ¿Garantías para quién? ¿Para los taxistas asesinados por la recaudación de un día? ¿Para los más necesitados, que son siempre las víctimas que más sufren la delincuencia y el atropello? También en esto se imita a Argentina. Hermanados en el desastre.

Por supuesto, a los jerarcas les cuesta mucho trabajo imaginar otros caminos. Por ejemplo, aumentar la cantidad e intensidad de las luminarias públicas, un mecanismo elemental que se usa en todas las ciudades del mundo. No deben querer sacrificar la nostálgica penumbra, cómplice primera de los delincuentes. Al contrario, se ataca a los vecinos que costean su propia iluminación o su propio cerramiento de seguridad como si se temiera ofender a los ladrones.

O se tolera a los hurgadores y vagabundos, que no son violentos, pero que crean lo que los expertos llaman “la confusión de la calle”, que ampara el anonimato delictivo. Y que de paso colaboran a la perfecta suciedad de las calles.

La seguridad es un bien elemental, un valor que cohesiona a la sociedad y a la familia. Tolerarla, ocultarla, apañarla, no sancionarla en nombre de lo que fuera, es un delito de lesa humanidad y de lesa patria.

Uruguay fue siempre garantía y sinónimo de esa seguridad, principio elemental de convivencia y de todo derecho. Para los argentinos ha sido un ejemplo y un logro admirables. Duele ver cómo ese enorme atributo se echa a los perros como si se buscase deliberadamente su destrucción.

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