Otra nueva estafa a los jubilados legítimos


Por los políticos ruines, el periodismo complaciente y los economistas superficiales, los llamados condescendientemente “abuelos” volverán a perder, y así hasta la muerte 


Cada vez que se habla de bajar el gasto, la respuesta de los expertos del análisis presupuestario exprés es: “el Gasto Social es más del 80% de Gasto Público, por lo que no se puede tocar ni desindexar”. Eso puede estar por cambiar, por la fuerza de la realidad y de la manipulación del gobierno de TodosPonen, pero como siempre, del modo más injusto posible, a lo argentino. 

Dentro del multipropósito paquete del Gasto Social, se incluye como si fuera un rubro más de erogaciones el pago de jubilaciones regulares de aquellos que contribuyeron entre 30 y 45 años con sus aportes al sistema y que seguramente correrá la misma suerte que el resto del gasto social, o sea, será licuado, devaluado, desindexado, postergado o algún destrato similar.

Se omitirá así una cuestión de gradación, de orden de prelación de derechos, hasta de Derecho Administrativo, esa rama jurídica asesinada por el tándem Cavallo-Liendo en los 90. 

Se ve muy claro si se desagrega el gasto de la ANSeS. Allí se explica que el gasto global del ente representa el 10.3 % del PBI, el 72% del Gasto Social total y el 46% del Gasto Público Nacional. Impactantes cifras. Hasta que se adentra en el análisis. 

Porque cuando se resta del gasto una serie de prestaciones (cuya oportunidad, necesidad, monto, equidad o justicia no son tema de discusión en esta nota), se observa que el monto dedicado al pago de jubilaciones se reduce al 7.8% del PBI, o sea al 34.6% del Gasto Público Nacional, y al 54.2% del Gasto Social Total. 




Es decir que se están contabilizando como gastos de la ANSeS la AUH, las pensiones de todo tipo, las asignaciones familiares y una gran cantidad de gastos y compensaciones que nada tienen que ver con el Sistema de Jubilaciones, ni justifica mezclar con el presupuesto de la administración de dicho sistema, cuya recaudación de aportes tiene fines legales específicos e inamovibles. 

Por supuesto que el estado, la sociedad, la sensibilidad popular o lo que fuera pueden establecer dádivas con cualquier propósito, y eso no se discute aquí. Pero sí se discute el hecho de que se mezclen conceptos y se equiparen derechos contractuales, con dádivas que dio el estado por la razón que fuere, que no solamente se roban los fondos específicos, sino que terminan metiendo en una misma bolsa conceptos jurídicos muy diferentes de forma ilegal, inmoral e injusta.

La jubilación es un derecho adquirido no por una ley, un decreto o una gracia. Sino por el aporte que hacen los individuos a lo largo de su vida, que por otra parte es obligatorio. Para ambas partes, se supone, o debería ser así al menos, porque quien ha hecho esos aportes tiene un derecho contractual y moral de orden superior a cualquiera otro que reciba una gracia del estado. Lo que por otra parte ha sido consagrado también por la Corte. Por lo menos hasta el momento de escribir esta nota. 

Que algunos que dicen entender sostengan que es un sistema de reparto, como si fuera un sistema de limosnas, no cambia ni la obligación de respetar el destino de los fondos ni la diferencia jurídica que existe entre una jubilación y una AUH, por ejemplo. 

Por lo menos esto debería ser entendido por los liberales de apuro que defienden los derechos adquiridos de Eskenazi, Bulgheroni, Techint o Socma, que hacen y ganan juicios contra el estado con gran facilidad, mientras que un jubilado, con un contrato mucho más simple, claro y transparente con el estado, en el que fue forzado a una adhesión involuntaria, no tiene ningún derecho, ni el de cobrar los juicios ganados con sentencia definitiva ni los superfluos jucios adicionales por cobro y embargo. 

Antes de que los expertos salten diciendo que el sistema está fundido y que hay que cambiarlo por estar desfinanciado y ser insostenible, habrá que seguir mirando los datos. Y excluir los pagos que se hacen en concepto de las denominadas moratorias, que Cristina Kircher adjudicó a voluntad y que Macri no paró del todo. Entonces, cuando el cuadro se limita solamente a las auténticas jubilaciones con aportes legales, la situación cambia drásticamente.






¡Ahora resulta que lo que gasta ANSeS en pagar las jubilaciones legítimas, de acuerdo a las reglas vigentes, malas o buenas, es el 4.4% del PBI, no el 10.3 original!

No sólo no es culpa de los jubilados que el sistema sea insustentable, sino que no es cierto. Es posible que haya que cambiarlo previendo el futuro a mediano plazo. Pero hasta hoy no es infinanciable. 11.5 millones de personas aproximadamente aportan 7% del PBI, en promedio, lo que excede el total de jubilaciones a abonar, incluyendo el efecto de los pagos a los ex afiliados a las AFJP.





Por supuesto, si a la cifra de 3.075.000 jubilados con aportes plenos y completos se le agrega la carga adicional y súbita de 3.730.000 jubilados frutos de moratorias que no tienen nada que ver con el sistema, no habrá mecanismo que aguante. De nuevo, podrá haber justificaciones de todo tipo, razones atendibles y consideraciones sumamente válidas. Pero si el estado considera que deben otorgarse subsidios, dádivas o pensiones por esa causa o por cualquier otra, no deben imputarse contra los fondos legítimos recaudados con los aportes directos o indirectos de los trabajadores. 


AUH, moratorias por falta de aporte, pensiones de invalidez, vejez, asignaciones familiares, subsidios por desempleo o maternidad, deben ser abonados de los fondos generales del estado o de partidas creadas y financiadas al efecto, no robándolo de los fondos de los futuros jubilados. O de los fondos confiscados a las AFJP, que supuestamente eran para asegurar la sustentabilidad del sistema. 

Ahora que se supone que es casi inexorable un ajuste presupuestario a menos que se desee una hiperinflación o una parálisis del estado por falta de pago, el argumento de esta nota es que los jubilados deben ser preservados y diferenciados al mismo nivel que cualquier acreedor privilegiado de la Nación Argentina, por derecho humano, por derecho administrativo y por derecho a la seguridad jurídica que su contrato con el estado merece. 

Salvo que haga falta que los jubilados formen un gremio combativo, tomen las calles y consigan jefes piqueteros que los apoyen con alguna intifada y saqueen los supermercados. Todo el resto del gasto, que hoy se mete bajo el mismo paraguas, con el argumento falso de que el sistema es infinanciable, tiene que seguir el destino de cualquier otro gasto estatal. Las jubilaciones no. Ya se les ha robado demasiado a “nuestros abuelos”, como aman decir los autores del despojo. No se los debe defaultear.  

Hay que recuperar el crédito. Pero primero hay que recuperar la moral. 



Fuente de los datos: Oficina de Presupuesto del Congreso - 2019






Enojando a Trump


Desde el mismo momento en que comenzaron las negociaciones para pedir la ayuda al FMI, que presagiaba el desenlace que se vive hoy, expresé mi desacuerdo con cualquier propuesta de solución que se basase en confiscación o default de cualquiera de las deudas que mantiene el país, incluyendo plazos fijos, Leliqs y similares. 




Esa posición, contraria a la de algunos conocidos economistas, obedecía a diversas razones. La más elemental era que un default, una licuación o una confiscación no deberían ser considerados herramientas para una solución, porque en ese caso se estaría ante un acto de piratería y apoderamiento inaceptable, sino que se tratan de desastres a los que llevan las malas políticas fiscales. Como tal, planificarlas constituía una canallada. Y no evitarlos también.

Hay otros elementos prácticos y técnicos que justificaban mis argumentos. El más evidente es que no hay nada peor que acostumbrar al Estado a que sus dispendios tendrán un financiamiento infinito, o no tendrán ninguna consecuencia. Porque entonces su gasto tenderá también a infinito. Lo mismo rige para lo sociedad, acostumbrada, más allá de sus declamaciones, a pedir del estado más y más, para luego protestar contra los costos de sus reclamos: inflación, impuestos, endeudamiento, desempleo, falta de crecimiento. Borrar mágicamente los efectos de un atracón de gasto y sensiblería fiscal es como malcriar a un niño del peor modo. 

En el aspecto técnico, un default o confiscación alejan la inversión, tanto en el tiempo como en la confianza. Un costo demasiado alto cuando, justamente, hace falta una vívida creación de empleo privado que sólo saquella produce. Máxime si se llega a esa situación de insolvencia planificadamente, como si se aplicase un cronograma fraudulento. 

En lo que hace al mercado interno, confiscar depósitos o canjearlos por instrumentos de deuda aleja el consumo todavía más, o pone su impulso en manos del estado, la peor de todas la soluciones. 

Y luego queda el aspecto ético. El usar un default, una licuación o una confiscación como solución planeada es sencillamente repugnante. Debería serlo todavía más para quienes han hecho tantas barbaridades en nombre de la gente, la solidaridad, el pueblo, la justicia social y una serie de palabras igualmente vacías, por las consecuencias futuras.  Y algo más: aún los más fríos banqueros, los que se han beneficiado tantas veces de nuestra irresponsabilidad, miran con desprecio y desconfianza a quienes siguen esas prácticas.

“El default, la licuación y la confiscación ya están. Sólo la estamos visualizando”.  
– Dicen los predicadores de la quiebra. Sólo habrá que recordar la inteligencia, el coraje y la grandeza de Jorge Batlle cuando resolvió la crisis uruguaya con decencia, mientras nosotros elegimos la trampa, para mirar a los exégetas del incumplimiento con desprecio. 

En varias circunstancias parecidas en el pasado, y en pos de similares soluciones “pícaras”, nuestros políticos y economistas recurrieron a algún personaje mascarón de proa que consciente o no, aplicara previamente una política o un plan que estallaría finalmente, y produjese una licuación, un default generalizado, una hiperinflación, una hiperdevaluación que permitiera empezar de nuevo, borrar la memoria de los precios relativos y del poder adquisitivo históricos. Eso permitía partir de una base de comparación depreciada que asegurase el éxito estadístico y justificase el silenciamiento y la pasividad sindical. También permitió que apareciesen luego economistas prodigiosos y mágicos que por unos años hicieron milagros, hasta que la calesita volvía a acelerar su ritmo y se producía una nueva crisis, con las mismas situaciones, las mismas palabras, las mismas consecuencias y las mismas víctimas. 

Muchas veces fueron esos economistas iluminados los que designaron antecesores de plástico para que provocaran deliberadamente o no el borrón y cuenta nueva que les allanara el terreno para el reseteo y resurrección. 

Enfrentado a la herencia de su herencia,  empeorada con los retoques del gobierno de Macri, el peronismo no es capaz de producir un plan creíble. Ni ningún otro. Ni tiene una solución ni una salida, ni el talento técnico para discurrirla. Tampoco el coraje político ni la estatura moral para hacerlo. En esa situación, no es imposible que busque a algún gurú que lo saque de la disyuntiva. Pero ese gurú necesita una licuación previa. Necesita partir desde la tan agitada tierra arrasada y desde el reclamo cero, que se produce después del incendio.

En ese proceso, la ayuda americana, apenas insinuada por el casquivano presidente carotenado, puede resultarle más una carga que una solución. Porque lo obliga a hacer una buena letra que no puede, no quiere y no sabe hacer. Y a un ajuste imprescindible pero que jamás hará Cristina. Más bien le conviene pelearse con él. Como con Braden. Como la épica con el Fondo, cuando se le pagó a su pedido el 100% de su préstamo y se lo disfrazó de liberación y soberanía. 

Sobre esa épica y la acusación  a la herencia al cuadrado recibida, se puede montar el escenario de licuación y default que prepare el panorama para algún mesías económico que produzca la recuperación estadística. Otro 2003. Sin soja, claro. Pero si la debacle es suficientemente grande lo mismo darán los números para mostrar una recuperación y se podrá gobernar en la emergencia por varios años, y justificar lo que siempre fue injustificable, hasta el default judicial.

¿Trump o Fernández?






Hay que cambiar el capitalismo

Para que la democracia vuelva a ser democracia, el capitalismo debe volver a ser lo que era


El estallido de una nueva versión de guerrilla en Chile pone otra vez en tela de juicio al sistema capitalista, que es en esencia el liberalismo aplicado. Marx necesitaba sacralizar el trabajo dándole un papel de preferencia en la producción de bienes y entonces lo opuso al capital, (tecnología, en términos actuales). 

En vez de entender la forma en que ambos conceptos se interrelacionan y producen riqueza, como dice la teoría liberal, o sea la economía ortodoxa, prefirió inventar una lucha a muerte entre capital y trabajo, convirtió al primero en un ogro explotador y usó la denominación de  capitalismo. Hoy se le llama, con igual propósito denigrante, neoliberalismo. 

El término liberal se usa en EEUU de un modo casi opuesto, pero los americanos son todos un poco Trump desde siempre, de modo que no hay que sorprenderse por esa deformación idiomática precaria. 

Se suele acusar al sistema capitalista de ser culpable de la pobreza, de la desigualdad - ahora llamada con toda deliberación inequidad, para darle un tono de reclamo justo - de que haya billones de personas con pocas oportunidades en el mundo, como si algún otro método o teoría hubiera hecho antes algo por ellos, fuera de matarlos, esclavizarlos o ignorarlos. Se omite deliberadamente que esas masas olvidadas empezaron a transitar un sendero de progreso y de mejor calidad de vida cuando sus países abrazaron los principios liberales, o capitalistas. Antes de ese momento, eran ignorados por todos los sistemas y por sus religiones, como el dramático caso de India, donde la resignación está contenida en su formato de castas inexorables. 

Pero aún si se da validez a las críticas al capitalismo liberal - para unificar el concepto - se puede observar que todas las fallas que se le atribuyen, en realidad se han producido y se siguen produciendo cuando se quiere eludir sus enseñanzas, sus reglas, las consecuencias de la acción humana que tan bien describiera von Mises. Así, se fueron buscando trucos matemáticos, seudoteóricos y dialécticos para justificar excepciones que permitieran a los gobiernos (políticos al fin) eludir las consecuencias de sus desvíos sin efecto aparente, con lo que se ha generalizado la creencia de que el capitalismo es algo viejo, que no se ha adaptado a los reclamos de las sociedades modernas, como si los deseos de la sociedad fueran suficiente argumento para cambiar las reglas de la economía clásica, que describe y anticipa con precisión los efectos de cada distorsión, de cada exceso, de cada desvío. 


Ese voluntarismo fomentado también se podría llamar populismo, en cuanto simplemente busca satisfacer lo que quieren las sociedades, que es el obtener el mayor beneficio con el menor esfuerzo. En el afán de congraciarse con su electorado y así poder justificar su presencia y su frondosa participación en las ganancias, los políticos hacen creer a la población que las ventajas que se obtienen gratuitamente sin esfuerzo, trabajo, formación y talento no tienen contrapartidas carísimas, con lo que terminan desilusionándose del capitalismo cuando en rigor deberían desilusionarse del sistema político que las estafa, hoy llamado pomposamente democracia. 

Para poner algunos ejemplos. Cuando la población se duplica en menos de medio siglo, o se triplica en un siglo, la economía requiere que ocurran paralelamente algunos fenómenos inevitables:

a.    que bajen los salarios o se flexibilice la legislación laboral. 
b. que se eduque a los trabajadores en las nuevas necesidades de conocimiento. 
c.  que aumente la inversión para agregar más tecnología (capital) que permita mejorar el output.
d.   que aumente la innovación con igual propósito. 

Si en cambio esos pasos se evitan, se impiden por el medio o razón que fuese, faltará empleo, estallarán todos los sistemas de pensión, los precios serán inalcanzables para una buena parte de la población, igual que los servicios esenciales. 

Si se intenta proteger a una industria local de la competencia externa, los precios serán siempre relativamente altos, la calidad siempre relativamente baja, las opciones pocas, el empleo será pobre y el crecimiento y el comercio internacional escuálido. 

Si se controla el tipo de cambio, la especulación interna y externa será una constante, la inversión será pobre, la exportación provisoria y precaria, las reservas siempre se aniquilarán y la productividad y aún la producción caerán. 

Si se intenta acelerar el proceso de eliminación de la pobreza o la desigualdad por medio de impuestos, la inversión caerá, el consumo caerá, y además el valor agregado del consumo caerá. También caerán el ahorro (inversión interna) y la inversión externa. La competitividad caerá y con ella la exportación y la importación. 

Si en vez de eso se intenta financiar el gasto solidario con emisión, se tendrá alta inflación, tipos de cambios fluctuantes y crecientes con espiralización cruzada, aumento de la pobreza y la desigualdad, baja inversión y finalmente, baja importación, baja exportación, bajo consumo y finalmente más carencia generalizada. 

Si se intenta aumentar el valor de la jubilación sin respaldo, se deberá recurrir a nuevos impuestos, o a emisión. O a endeudamiento interno o externo. Lo mismo vale para cualquier prestación que no se compadezca con el crecimiento real del país. Con las consecuencias que se han descrito antes, según el financiamiento que se elija. O se irá a alguna clase de default. 

Si se pretende sancionar a los grandes innovadores con impuestos o prohibiciones, se terminará desestimulando la inversión, la productividad y la calidad de los outputs, con efectos negativos sobre el empleo, primero que nada, y sobre todas las demás variables mencionadas. 

Si se intenta subsidiar el desempleo con planes o pagos permanentes, además del efecto sobre el gasto total con todos los efectos negativos que se describen, se terminará por eliminar la vocación de trabajo, empujando a la marginalidad a buena parte de los habitantes.

Si se quiere dar educación gratuita para todos se terminará dando una pobre educación para todos, donde la inclusión se privilegiará por sobre la excelencia, como es cada vez más notorio. Más allá de los efectos económicos del gasto. 

 Esto se aplica a todos y cada uno de los casos en que la sociedad reclama más acción y beneficios del estado, a cualquier nivel de ingresos, en cualquier papel que le toque ocupar a cada factor en la escena nacional. 

Por eso el nivel de intervención estatal y de financiación del estado de los costos de beneficios a la población deben mantenerse acotados y dentro de parámetros de subsidiaridad, temporalidad y sustentabilidad. Porque de lo contrario el efecto de esas acciones terminan empeorando la situación que se intenta aliviar. 

No importa el tamaño de la economía. Esto ocurrirá en cualquier país donde se intenten estas excepciones, aunque el efecto pueda demorarse un poco más en casos de grandes potencias, que además en una primera etapa pueden exportar esos efectos a otros países menores.

También la falacia de otorgar estas ventajas a cuenta de un supuesto crecimiento futuro originado por esas mismas concesiones estalla siempre en un desequilibrio presupuestario de magnitud. 

Un dramático ejemplo mundial se observa cuando los gobiernos intentan evitar las recesiones, fruto de los ciclos económicos, con emisión monetaria, baja de tasas de interés a niveles anticapitalistas y mecanismos de compra espuria de acciones y bonos de empresas.  O rescatan empresas fundidas. El experimento suele tener éxito un tiempo, para estallar en alguna burbuja que deja un tendal de víctimas inocentes, o terminar con el estado financiando a los que lucraron con semejante idea, otro mecanismo fatal de gasto con todos los efectos ya descriptos. Siempre el sistema se recupera más rápidamente de una recesión sin intervención del estado que con su intromisión. Como se recupera más rápido y con menos daño de un déficit bajando el gasto que subiendo impuestos. 

Todos los efectos negativos que se atribuyen al sistema capitalista, son en realidad excepciones que se han intentado a su concepto de fondo, a pedido de pobres y ricos, de empresarios y trabajadores, de gente con trabajo y de gente sin trabajo, de damnificados y beneficiados, en nombre de la solidaridad, de la creación de empleo, de la patria, de la defensa de la industria de un país, de los derechos inalienables de algún sector, de los derechos humanos o de cualquier otra cosa. Y a los efectos acumulados exponencialmente de esas excepciones. 

Los gobiernos, los candidatos y sus economistas no tienen el coraje y convicción técnica para defender los principios de sanidad que configuran y definen al capitalismo. Ni tampoco el coraje político para explicar que la realidad es que no hay manera de evitar las consecuencias de lo que se hace cuando se rompen las leyes de la economía. Con lo que toda la humanidad se siente en el derecho de reclamar todas las excepciones que hagan falta, que se apodan con floridos nombres y doctrinas. 

No hay tal cosa como una modernidad que obliga a cambiar conceptos y decisiones. Hay una enorme mentira que a la sociedad le conviene creerse y a los políticos les conviene hacer creer mientras patean la pelota para adelante. La neoguerrilla chilena no es una excepción. Piñera, con su mea culpa familiar, tampoco lo es. 


Los principios del liberalismo son de tal potencia que es muy difícil concebir una democracia sin pleno capitalismo liso y llano, sin creatividades ideológicas tramposas. Pero los efectos de esa hipocresía global son de tal magnitud que, en las condiciones actuales, ni el capitalismo es capitalismo ni la democracia es democracia. Todo es una puesta en escena con nombres de fantasía. 





Nace una nueva Argentina

El país y el neoperonismo a un paso de recuperar el legado de su líder


El resultado de las PASO  - de una fatalidad inexorable salvo un milagro de las matemáticas – ha tenido el mérito de resucitar todas las cartas a los Reyes Magos, listas de regalos de casamiento, reivindicaciones de privilegios, prebendas, y conquistas sociales que infectan y caracterizan a la sociedad desde la mitad del siglo pasado.

Ello condena a ver en los medios los mismos argumentos, falacias y despropósitos voluntaristas de varias décadas. En esa línea la UIA ha sido, como siempre, el primer adelantado del río del proteccionismo y del ordeñe del consumidor y del contribuyente. Su discurso es el remanido atraso conceptual mussoliniano que transfundiera en nuestro ADN la Cepal de Raúl Prebisch, que ya atrasaba en 1950, cuando se formuló. 

De refilón, habrá que hacer notar el baboso arrastramiento a los pies del número uno de Cristina Kirchner de los prohombres de la gran industria, que siguen fingiendo defender a las Pyme, cuando en realidad con sus ponencias colaboran a fundirlas. 

En esa tesitura de wishful thinking, la central empresaria reedita sus propuestas incompatibles, que se chocan entre sí y que tienen destino de explosión, pero que dejan alta rentabilidad para los privilegiados. 

Ese ejemplo se repite en todos los planos de la vida nacional. Están los que quieren pesificar las tarifas, o sea volver a subsidiarlas, algo que garantiza un colapso energético en breve. Les siguen los que pretenden poner plata en el bolsillo de la gente para aumentar el consumo, lo que inmediatamente merece el apoyo de una fila de economistas en busca de conchabo estatal que sostienen que la inflación no es un fenómeno monetario. Hiperinflación latente.

Quienes se sientan a la mesa redonda de los reyes Alberto y Cristina y  también economistas de fama (no necesariamente de prestigio) convalidan otros dichos de los nuevos magos en el sentido de que hay que bajar la tasa de interés y recomponer los salarios, lo que tendrá efectos instantáneos sobre el tipo de cambio y la inflación, de tal magnitud que resulta más sano no tratar de estimarlos ni menos anticiparlos. 

Los sindicatos y piqueteros hacen cola pidiendo esa recuperación salarial y subsidial del impacto inflacionario, lo que por justo que parezca, si se hace en pocos meses garantiza una espiral suicida arrasadora. Otro economista de primer nivel – de consulta diaria de Fernández - dice ahora que hay que olvidarse del mercado libre de cambios, garantizando así la eterna y nociva presencia excluyente del Banco Central, en la falsificación de moneda y en el regalo de dólares baratos, retomando la idea del ancla cambiaria Cavallista – siempre insostenible en el tiempo - y pavimentando el camino a más déficit futuro. 

Siguiendo con el síndrome Papa Noel, los neoperonistas, tanto la virtual pareja presidencial como sus equipos que generosamente podrían llamarse técnicos, se juegan una vez más al crecimiento, que supuestamente vendrá por el aumento de las exportaciones, que saben que es inviable con la presente carga impositiva, los costos laborales y este gasto del estado. Es posible creer que – en el mejor de los casos – mienten y harán luego lo correcto. Es posible creerlo si quien analiza el tema es marciano sin conocimiento previo de Argentina.  

El otro mantra que circula es la convicción, con algunos argumentos técnicos, de que no hará falta recurrir a una renegociación salvaje de deuda como en 2001, sino que bastará con una reprogramación amistosa de los plazos, “a la uruguaya” manteniendo la misma tasa de interés. Los reyes, lamentablemente, son los padres. Aunque los fondos de inversión - partícipes necesarios del endeudamiento cambiemista - estén haciendo lobby en ese sentido, porque eso los dejaría incólumes y con una gran ganancia, tal cosa no pasará.

Las diferencias entre Uruguay 2003 y Argentina 2020 son tantas y tan largas que habría que hacer otra nota nada más que para explicarlas. Habrá entonces que dar un solo argumento: Argentina no tiene en toda su dirigencia una persona de la convicción, el coraje, los principios y la fortaleza de Jorge Batlle. Si no fuera por él, Uruguay sería hoy un cómplice de segundo orden argentino. 

Con el nombre de default o el que se les antoje, la renegociación será más larga de lo que simplificadamente se cree. Seguramente habrá quitas de capital e intereses y ciertamente no habrá crédito externo por algunos años. Si no se incorpora ese dato clave, cualquier plan o programa carecerá de sustento y se desmoronará. 

La cantidad de despropósitos incumplibles o incompatibles que surgen de los políticos neoperonistas y sus renacidos aplaudidores-babosas son de tal magnitud y cantidad que no es absurdo preguntarse si no se está buscando provocar un reseteo económico-social como el que se produjo o fue producido antes de la asunción de Cavallo en 1991 o antes del milagro de Lavagna en 2003. Lo que, además de canallesco sería ineficaz, porque la recidiva dejará al país tan exangüe que se estaría ante un coma inducido pero irreversible. 

Y por último, se vuelve a hablar del pacto, consejo o acuerdo nacional, que supuestamente permitirá que cada sector se suicide alegremente y se resigne a ser pobre mientras los otros más o menos zafan. Aún suponiendo que ello ocurriese, resulta ilusorio creer que los gobernadores y sus pichones intendentes, que lucen reiteradamente su bajeza y falta de lealtad y consecuencia (al igual que los empresarios, sindicalistas y piqueteros rentados) serán capaces de acto alguno de grandeza. Dicho esto con total prescindencia partidaria. 

La oportunidad que no aprovechó Macri - por las razones que fueran -   para salir de la perversión secular que campea en el sistema y la sociedad argentina, fue única. Creer que ese sistema va a generar el remedio a su propia enfermedad, puede ser un impulso de optimismo, pero no es un ejercicio de la inteligencia. 

Este doloroso 2019, por muy malo que haya resultado, puede llegar a ser menos grave que los años por venir. La nueva Argentina, el sueño de humo que vendió Perón, terminó en sus tres presidencias engendrando un país de pesadilla. Ahora, como en las películas de terror, el neoperonismo se vuelve a encontrar con el destino de fracaso que le trazara su líder. La nación también. 



El observador. 1 de octubre 2019 OPINIÓN 



La rebelión de las masas

Cuando la defensa de los derechos atropella a la democracia, ninguna causa es legítima

La imagen y la voz de la joven Greta Thunberg retumbando en las Naciones Unidas para hacer oír su queja y su ira por la indiferencia ante el cambio climático conmovió la sensibilidad de vastos sectores. Y concitó el enojo de otros. En ambos casos, por razones, intenciones, prejuicios, intereses e ideologías diversas. Se mezclaron, además, cuestiones de género, discriminación, acusaciones, eslóganes y solidaridades ajenas al tema en sí. Como suele ocurrir.

El cambio climático bien puede ser el epítome de las reivindicaciones y reclamos de todo tipo que caracterizan el actual mecanismo de disrupción sistemática de la sociedad mundial. O de una parte de ella. En este caso, potenciada por la amenaza casi teológica del fin del mundo a plazo fijo, que ocurriría exactamente en 2047, no se conocen aún mes y día.

El sarcasmo de la frase no intenta descalificar la importancia del problema ni del reclamo. Ni su gravedad. Tampoco ignorar los abusos aberrantes que ha habido y hay en contra de la naturaleza. Y esto podría aplicarse a todos los otros casos de movimientos reivindicativos. Lo que preocupa es el concepto tan simplificante y adolescente, tan de influencer, tan de Facebook o Twitter, de tomar la instantaneidad, juzgar y querer actuar sobre ella y modificarla de urgencia, haciendo caso omiso de las razones o de los antecedentes, despreciando por ignorancia, comodidad o por puro ejercicio de la posverdad, la historia y, sobre todo, la lectura de la historia, convertida en irrelevante e inútil. 

Eso lleva, en el caso del clima, a omitir recordar, por ejemplo, los graves daños ambientales generados por la mengélica deforestación-reforestación escandinava, con su correlato de genocidio de la biodiversidad, fruto de enormes intereses económicos, para atacar a Brasil, ahora culpable único del calentamiento global. Y a la injusticia infantil de denunciar al voleo a algunos de los firmantes del Acuerdo de París, pero no a EEUU y China, los peores polucionantes, porque han renunciado a ese tratado.

Esto lleva a grandes contradicciones. Los chalecos amarillos en Francia, nacieron para protestar contra el impuesto a las naftas y gasoil, diseñado para desestimular el uso de combustibles fósiles. ¿Habría entonces que hacer enfrentar a quienes protegen el medio ambiente con quienes quieren que el combustible sea más barato? Lo que refiere al punto siguiente. La tendencia a la instantaneidad lleva a desvirtuar reclamos que son justos o atendibles con acciones directas o de alguna forma de violencia, insulto o linchamiento mediático.

No es muy distinta la problemática en todos los movimientos reivindicativos, no solo los del clima y la polución. Casi todos reclaman derechos que no se pueden ignorar y que son inherentes a la persona. También casi todos terminan en algún tipo de violencia, insulto, grito o escrache que ignora los derechos ajenos. Como si además de querer elegir libremente, se quisiera impedir que los otros eligiesen libremente. Con lo cual se termina transformando un reclamo válido en una grieta  insalvable, en una imposición de las propias creencias sobre el resto. No basta con reivindicar el derecho de uno mismo y “visibilizarlo”. Se debe conculcar el ajeno. La sociedad debe ser modelada según el criterio de quien se siente afectado, tal vez para evitarse hasta el complejo de ser distinto. Una suerte de cobardía. Un formato de closet.


Hay otro punto en común que resulta más grave: la deliberada ignorancia a las reglas de la democracia. Así como se consideran innecesarios el conocimiento y el estudio –algo genético en las redes– se considera superfluo el respeto por la democracia, que solo vale cuando se consiguen leyes que responden al propio criterio, no cuando contemplan el del otro, en cuyo caso merecen la sublevación, el escarnio o el incumplimiento.

Masa contra democracia. Si viviera Ortega, estaría ya escribiendo los primeros capítulos de la temporada 2 de La rebelión de las masas, su obra maestra. No hace falta formarse, no hace falta estudiar, no hace falta trabajar, no hace falta votar, no hacen falta argumentos sólidos. Basta con insultar, marchar, descalificar, escrachar, ignorar y romper.
En el extremo del absurdo, también en el extremo del abuso, está el movimiento antivacuna. La peor violencia contra un hijo. El mayor desprecio por la ley. Y otra vez, un escupitajo en la cara de la sociedad que sufre y paga (sic) los efectos de la ignorancia transformada en casi religión y en derecho humano.


Ahora, con un nuevo enemigo externo, como describiera Orwell, que encantará a todos los totalitarios: la amenaza del fin del mundo. Arrepentíos, el fin está cerca.