Camino de servidumbre

Pocas veces como hoy la inmortal biblia ciudadana de Friedrich Hayek con ese título describe con tanta precisión el presente y el destino de una sociedad 

 



Hay que cambiar con urgencia el foco de la discusión. Para empezar, hay que llamar a las cosas por su nombre. Partir por reconocer, como un hecho incontrastable, que ésta es la tercera presidencia de Cristina Kirchner. Sostener de buena o mala fe que Alberto Fernández tiene un plan propio, o que se trata de un moderado que sufre diariamente la presión de su vicepresidente es no sólo equivocarse, sino regalarle tiempo y espacio al proyecto de unicato feudal de la virtual presidente, o presidenta, para complacerla en su lenguaje seudoreivindicador.

De modo que haría mejor la prensa bien intencionada si dejara de explicar la realidad en términos “Alberto es bueno, Cristina es mala”, un maniqueísmo forzado que a muchos todavía les hace pensar que hay alguna oportunidad de cambio, o que hay dos peronismos, o que existe alguna alternativa interna al camino de hierro que ha trazado la totalitaria conductora del peronismo. 

La tozudez conque la trimandataria insiste en recorrer los mismos fracasados caminos, a repetir las mismas precariedades conceptuales y a burlarse de todos los principios, de todos los acuerdos, comenzando por la Constitución y avasallando a su mansa oposición, obliga también a esta columna a repetirse en sus conceptos hasta el aburrimiento de la lectora. Pero habrá que hacerlo indefinidamente, hasta que se aprendan y entiendan las lecciones del pasado, como dijera Voltaire, un campeón de libertades. 

La viuda de Kirchner maneja su partido, movimiento, coalición o como se le quiera llamar, como siempre lo ha hecho: a los gritos. Esos gritos, no permiten que se escuche el grito de la gente en la calle, por eso se lo minimiza, desprecia, ningunea y persigue con la policía intimidante y pegadora y con intendentes y gobernadores mafiosos. Los calificativos usados contra los manifestantes por los dirigentes justicialistas al unísono, como correponde al unicato, son repudiables, antidemocráticos, ofensivos e insultantes para los ciudadanos que marcharon con todo derecho, con todo orden y con toda razón. 

Es obvio que la pandemia ha venido como anillo al dedo al sueño de la madrina del movimiento (lo de madrina no dicho en sentido religioso sino puzziano), que encuentra un terreno pavimentado de terror por el virus y por la acción intimidatoria de su sistema persecutorio y acusador, y a una población que ha naturalizado que la vida funciona solamente el día de la semana en que se le permite revivir según el número de DNI, el chip precario que maneja su libertad condicional de zombie. Nada más funcional para imponer controles, prohibiciones, destrozar la educación y desviar la atención de un país en vías de desaparición. Un ensayo general de dictadura. Y de paso, ha permitido hacer negocios con compras de insumos inútiles, testeos dudosos, vacunas que se promocionan como gratuitas y sin lucro y no lo son, y todos los manejos que han sido un estándar del sistema de salud nacional kirchnerista, que incluyó la provisión a los viejos de medicamentos oncológicos vencidos y hasta falsos. 

La triste súplica de una niña con una enfermedad terminal para poder despedirse de su padre, no es solamente una demostración de la imbecilidad de una fría y estúpida burocracia. Es una proyección del futuro en manos de alguien a quien los problemas de la sociedad no le importan. Le importan solamente sus negocios, sus resentimientos, sus necesidades, su egoísmo y mantener el poder. Y de paso, es una demostración de lo poco que vale la palabra de quien oficia de presidente, que dijo hace pocos días que no existía la cuarentena. 

Con el país en emergencia sanitaria y en agonía económica, avanza el proyecto de pulverización de la justicia, que es mucho más que un programa de impunidad y venganza. Aquí también se confunden los comunicadores y caen en una minimización del plan. Adueñarse del control de la justicia es silenciar a los ciudadanos, dejarlos indefensos, hacerlos sentir desamparados y atemorizados. El artículo propuesto por el amanuense Parrilli, seguramente instruido a los gritos (a los de la señora sí se los acata) no es meramente un ataque a la prensa, como clama al unísono corporativo el periodismo. También amenaza a cualquiera que opine o peticione, desde una carta de lectores a un tuit, que pueden ser reputados como presión a un juez, quién sabe con qué criterio. “Las presiones de las amistades” -dice el artículo propuesto. Suena a mazmorra lúgubre. No van por la prensa. Van por todos. ¿No lo están haciendo ya, cuando persiguen con multas y maltratos a los que manifestaron en el banderazo? La marcha es considerada una presión inaceptable por la subsidiaria local del chavismo. Para Cristina nada es peor que perder la calle, como ella predica.  

Lo mismo cabe aplicar a los análisis y opiniones sobre el futuro económico. Hay que ser más sinceros. No hay derecho a fomentar ninguna esperanza en un país con cepo cambiario dictatorial sin reservas ni crédito, sin ninguna inserción seria internacional, con fuertes restricciones a la importación, y con una exportación limitada por el control de cambios y las retenciones. En un país cuyo sistema productivo, en especial el agro, no cree en Cristina Kirchner, que lo ha esclavizado, arrodillado y explotado como otrora los mapuches a los tehuelches. No hay derecho a ignorar que ningún inversor externo ni empresa importante cree en ella. Cuando tras las PASO se sinceraron dramáticamente las expectativas y las calificaciones del país, Mauricio Macri soltó una frase que puede haber sonado antidemocrática y despectiva para los votantes: “eso votaron, eso tienen”. Se la puede calificar como a cada uno le guste, pero el diagnóstico implícito es certero. 

No es un servicio a la sociedad hacerle creer que hay oportunidades de ningún tipo mientras la viuda de Kirchner esté en el poder. No las hay por su propia incompetencia, sus precarias y genéticas convicciones y las de su partido, su manejo voluntarista y populista, y, sobre todo, porque nadie con un dedo de frente invertirá un centavo, a menos – como sostuvo esta columna- que sea un cómplice. Por eso los emprendedores y las empresas extranjeras se quieren ir, por eso nadie quiere venir. Por eso Google, radicará un centro de datos en Uruguay, no en un país donde Mercado Libre es perseguida por el poder y cercada y extorsionada por la famiglia Moyano. Sabido es que Argentina es un mercado sólo para proteccionistas que hacen plantas con créditos regalados por el estado y luego le venden a ese mismo estado sus productos o servicios, o se los venden oligopólicamente y caro a los consumidores. Es cierto que también es un error creer que a la mandataria de Recoleta le interesan las consecuencias de sus políticas o despolíticas económicas. La economía no le importa. Le importa el poder. Por la economía siempre se puede culpar a alguna potencia extranjera, a alguna conjura internacional, a la oligarquía, ahora a la pandemia (no a la cuarentena que no existe). Venezuela es un ejemplo de que todo es posible y de que la sociedad se traga a la larga cualquier patraña, y si no, siempre está el fraude. 

La improvisación sobre el manejo de las reservas y la venta de dólares a particulares, la confusión deliberada que hace pensar al gobierno que los dólares son del estado y no de la gente, en especial los que están en las cuentas bancarias, presagian peores alternativas. Por eso también es iluso proponer empezar a negociar ya con el FMI como sería recomendable, en vez de esperar a que pasen las elecciones. No ocurrirá. El manejo de la jefa del peronismo se basa en la prepotencia y la obstinación. No en la negociación. 

Por eso es importante no ayudar a crear ninguna expectativa sobre Alberto Fernández, un presidente nominal que debe sentirse muy mal al mirarse al espejo al afeitarse, con el triste papel que se le ha adjudicado, presidente de la pandemia.  Ello para no desviar la urgente atención de la ciudadanía sobre el proyecto hegemónico de Cristina Fernández, que no es la mera impunidad, ni la venganza, apenas un umbral en su hubris.  Se trata de su proyecto monárquico familiar que culmina en Máximo, que tiene nombre de emperador, al que quiere ver como heredero de su corona y como Lord Protector. En eso piensa cuando dice “la historia ya me absolvió”.

El Máximo mediador y componedor que ya está vendiendo alguna prensa, como el que impone su criterio en las luchas internas y modera a su madre, controla y negocia con Massa y es líder de La Cámpora. Otro héroe griego fabricado como antes Zaffaroni, Gils Carbó, la Cristina oradora y ahora gran política, la Carlotto buena, el Lavagna opositor y el Néstor prolijo administrador o el Berni Rambo. 

Máximo es el máximo peligro, porque para que se cumpla el sueño cristinista de legarle el poder, debe primero ser emperatriz y déspota, paralizar a la oposición, cambiar la ley electoral, silenciar toda crítica y profundizar el populismo a toda costa.  Y lo hará. El atropello de ayer a los servicios de Internet, Cable y Telefonía son un ejemplo de extorsión, revancha y estilo de negociación kirchnerista de baja estofa, de los que habrá muchos más. 

Quienes no quieran ese destino para Argentina, deberían declararse ya mismo en estado de movilización y marcha permanente, de rebeldía pacífica ciudadana, de reclamo continuo ante la prensa, los políticos, las instituciones locales e internacionales, como lo que ocurrió en la marcha del 17 A, cuyo grito el gobierno no quiso escuchar porque los que gritan no tienen razón. ¿Cómo George Floyd? 

El título de la nota y la referencia a Hayek no son un recurso periodístico. El maestro describió en su libro el comportamiento de todos los Stalin, los Hitler, los Chávez, los Perón, los Kirchner en distintos grados,  que pretenden saber más que los propios individuos lo que le conviene a cada uno y que terminan siempre en algún formato totalitario o dictatorial. 

Porque la fórmula de cualquier populista es muy sencilla. Primero hay que lograr un individuo temeroso y disciplinado, que se subordine a un estado que lo ha acostumbrado a depender de él para su seguridad, su salud, su sustento y su felicidad. Después, simplemente hay que apoderarse del estado. Y conservar el poder.




La inflación, el cruel impuesto a los pobres

Financiar el gasto con emisión es un facilismo político que termina costando muy caro a los supuestos beneficiarios de la bondad estatal




















Los reyes alteraban la ley de sus monedas para engañar a la población. Así les hacían creer que tenían el contenido habitual en oro o plata, cuando en realidad habían sido alteradas con algún metal de ley más baja para reducir el contenido de metales preciosos. Un simplista y tramposo dolo para no tener que aumentar los impuestos conque los soberanos financiaban sus guerras, sus prostitutas, sus orgías, sus cortes y sus disparates. - Al menos por un tiempo - diría Luis XVI. Lo mismo ocurre hoy cuando el estado emite más billetes que los que requiere la economía para un nivel de actividad dado, cualquiera fuera el propósito. La fórmula áurea MV=Py es inexorable. Casi una perogrullada: la cantidad de moneda en circulación multiplicada por la velocidad de rotación del dinero es igual al producto de todos los bienes y servicios que se adquieren multiplicados por sus precios. Toda economía gira en torno a esa equivalencia. Negarla es una dilación decisional que crea pobres y los eterniza cruelmente. 

Este fin de semana dos notas del diario, una de Ricardo Peirano y otra de Nelson Fernández, analizan el problema desde dos ángulos complementarios. La primera versa sobre la necesidad de dejar de usar la inflación como recurso técnico válido. La segunda, se refiere a la importancia de la seriedad presupuestaria, más importante cuanto más pequeña es la capacidad económica de un país. Ambos criterios debería ser un catecismo laico para cualquier gestión y para cualquier dirigente político, sindical o empresario que se precie de ser responsable. 

Tal cosa no ha venido ocurriendo. Se sabe que todo aumento de gasto del estado sólo puede financiarse de tres maneras: con más impuestos, con más deuda o con más emisión. La idea que aplica el peronismo argentino, y aún la de Macri, de sostener un nivel de gasto exorbitante y financiarlo con crecimiento, es técnicamente incompatible, políticamente suicida y socialmente caótica.

Endeudarse no tiene buena prensa y tomar deuda para pagar gastos corrientes es demasiado irresponsable aún para los estándares vernáculos. Y cualquier nuevo impuesto tiene costos políticos y económicos difíciles de encarar. Entonces la emisión es una solución fácil e indolora en el corto plazo, equivalente a sisar el oro de las monedas, como aquellos reyes, para financiar las mismas cosas que ellos, aunque con otros nombres y eufemismos. 

Los gobiernos frenteamplistas, que habían sacado pecho como redistribuidores de riqueza durante la bonanza sojera, no tuvieron el coraje de retroceder cuando se acabó la lluvia de maná, como ha sostenido esta columna. Cuando se agotó la tolerancia tributaria y se llegó al borde del crédito, el saldo deudor de las seudoconquistas sociales se financió con emisión. Y al empezarse a notar los efectos de tal mecanismo, para seguir manteniendo esas supuestas conquistas, se inventó otra conquista: el ajuste por inflación automático de todos los salarios y prácticamente de todo el gasto y la economía, más grave cuando los salarios del estado son más altos que los privados, otra aberración concesiva y distorsiva. 

Eso condena a un reciclaje inflacionario creciente y empobrecedor de solución virtualmente imposible. - ¿Y qué esperan, que la inflación la pague el trabajador? – Es la respuesta inmediata y fácil.  Eso pasa porque también para la sociedad la emisión-inflación es un método cómodo. E hipócrita. Se aplaude el gasto, se clama contra la inflación.  O se protesta contra el IVA, porque no es progresivo, un concepto ideológico irrelevante económicamente, pero se tolera la inflación que es un impuesto más regresivo y mucho más dañino para las clases trabajadoras y las de menos recursos.  Se abraza la emisión porque financia el ingreso propio, y se niegan sus efectos inflacionarios, como cuando se culpa al valor del dólar por la suba de precios y se finge ignorar que lo que ocurre es que el peso va perdiendo su valor y la divisa sólo lo refleja. 

La inflación tiene otro grave efecto: distorsiona los precios relativos, es decir que dirige mal los recursos financieros y de todo tipo. Daña así a sectores que deberían ser estimulados y premia a los ineficientes. Ahuyenta la inversión y lastima la generación de trabajo y el bienestar general, con lo que afecta más a quienes nominalmente se creen beneficiados por el exceso de gasto que la produce. Además de hipocresía de la sociedad, una estafa del estado. Como la de los reyes. 

El momento de corregir ese vicio, es la discusión presupuestaria. Allí se ve la capacidad de gestión, el coraje, la técnica, la capacidad de persuasión, la perseverancia, el detallismo y la firmeza de convicción. Particularmente necesarias en un país donde la Constitución consagra el derecho a la eternidad y la intangibilidad indexada del gasto que beneficia aparentemente al sector estatal, pero que no se ocupa de limitar con una regla fiscal el déficit fatal y la potestad de los reyes contemporáneos de seguir acuñando moneda cada vez con más cobre y menos oro.  

La impunidad de los países centrales hace creer que sus irresponsabilidades fiscales y monetarias no tendrán graves consecuencias. Lujo que no se pueden dar las economías más pequeñas. Cuando se critica al peronismo argentino se omite deliberadamente que su mayor culpa ha sido ignorar estos principios en nombre de su populismo y de haberlo contagiado a todo el sistema político. 

Defender o garantizar conquistas que no se puedan sostener con equilibrio presupuestario, es condenarse a la inflación, a la desinversión, o ambas. La inflación es siempre y en todo momento un fenómeno monetario, decía Friedman. Cabría agregar, irrespetuosamente, y un fenómeno de hipocresía.





El contagio del virus argentino

Como en toda pandemia, sería saludable mantenerse aislado de la contaminación ideológica, populista y totalitaria del ARN kirchnerista


Al borde del reseteo mundial, importa que cada país haga su introspección sobre sus relaciones internacionales. Localmente, es lógico que el análisis haya empezado por Argentina, por evidentes razones. Razones que habría que revisar. 

Al repasar los últimos 75 años, se advierte que -salvo con Menem - el peronismo y su versión potenciada, el kirchnerismo, han lastimado siempre a Uruguay, con prescindencia de cual fuera el grado de acercamiento o de afinidad entre los gobiernos. El odio a la libertad que profesaba Perón fue sufrido mutuamente en los años 50, si hace falta recordarlo. También ambos pueblos sufrieron el bloqueo que inventó un coimero entrerriano sobre los vitales puentes, inaceptable desde todo punto de vista, arteramente ignorado por el matrimonio Kirchner. 

No sirvió de mucho la afinidad ideológica entre los gobiernos bolivarianos de ambos países cuando Cristina denunció a Uruguay por las pasteras o cuando lo delató ante las orgas antilavado y forzó una sobrerreacción del sistema, tras caratularlo como protector de delincuentes. (Delincuentes kirchneristas, en todo caso) Del mismo modo que -en el sentido opuesto- Macri no tuvo un solo acto en contra de Uruguay pese a los desprecios del Frente Amplio y a las discrepancias en torno a la dictadura de Maduro. 




La acertada afirmación de Jorge Batlle - cuyo único error fue disculparse - sobre la corrupción multipartidaria y corporativa argentina, no cambió las cifras de comercio mutuo, no justamente por su plañidera retractación, sino porque la economía de las empresas y los consumidores funciona de otra manera. 

No parece haber antecedentes que prueben que hacer concesiones ideológicas o de cualquier tipo al patriagrandismo del matrimonio político de Cristina y Alberto Fernández, tendría una reciprocidad beneficiosa para el país y mucho menos que sirviera para afiliarlo a alguna ideología regional capaz de ayudarlo económicamente.  Los afines a tal idea están claudicando, como México, o se están muriendo de hambre. Por eso la renuencia de Talvi a nominar al gobierno de Maduro como dictadura fue incomprensible: ni siquiera tenía utilidad alguna. 

Aún si en un supuesto extremo se creyese que la genuflexión ante cualquier gobierno vecino podría ser una opción válida, resultaría una ímproba tarea subordinarse a algún criterio. Fernández (Alberto) cambia de opinión con cada discurso. El riesgo de solidarizarse con él es doble. Complacerlo hoy es tener que contradecirse junto con él mañana. O peor, hacer enojar a Fernández (Cristina) cuando sale a enmendarle la plana destemplada y groseramente. Y pactar con Cristina o querer ganarse su lealtad, es como pactar con un áspid, tanto por las consecuencias como por el rechazo del sistema mundial que acarrea.

La incursión mediática del presidente Lacalle Pou, que debió haberse limitado a una sola entrevista por  técnica comunicacional, evidentemente ha enojado al kirchnerismo, que no soporta ni los pequeños éxitos ajenos ni la más pequeña manifestación de libertad. Pero no fue una ofensa, ni sería digno que hubiera que consultar con los Fernández cada paso a dar. Tampoco fue decisiva para mover una emigración colectiva hacia estas playas, en el sentido metafórico del término. El gobierno argentino ya ha hecho en pocos meses lo necesario para empujar a su sector productivo y emprendedor a las balsas, si fuera necesario. Esta columna sostiene que no hacen falta estímulos adicionales. Los antecedentes de Cristina y su secuela futura, Máximo Kirchner, son mejor publicidad para la huida que mil entrevistas al presidente uruguayo. 




En término de los intereses estratégicos, que es lo relevante, todo hace pensar que la conveniencia oriental, más allá de las afinidades políticas, pasa por un Mercosur al estilo brasileño y paraguayo, no con la concepción argentina, que será proteccionista a ultranza por varios años. De paso, el vecino rioplatense tenderá más a ser un competidor desesperado que un socio complementario. No por razones políticas o ideológicas, sino porque sólo le ha quedado el agro en pie, con él tiene que mantener un aparato estatal descontrolado que además de tener un costo de gestión burocrática impositivamente insoportable, es una máquina de subsidiar al voleo que absorbe todo recurso hasta dejarlo exprimido como una naranja chupada en un día de calor. 

La actividad comercial entre ambos países no dependerá entonces del juego de las lealtades, ni de los gestos de buena voluntad, sino de la suerte económica argentina, de su demanda interna y de su capacidad de generar dólares, que cada vez luce más flaca y lejana. Argentina, a quien Uruguay tiende a mirar como un país grande, amenaza convertirse cada vez más en un país pequeño, pequeño, y no sólo en lo económico. 

De paso, nada conviene menos a la economía oriental que un gobierno proteccionista y populista en Argentina. Lo que no difiere de lo que ocurre en todo el mundo: nada conviene menos que el populismo y el proteccionismo, propios y ajenos. Máxime en la pospandemia. 

Egoístamente, a riesgo de parecer pesimista, adjetivo conque los amantes de la autoayuda califican a las verdades que les molestan, habrá que recordar lo que saben muy bien los tripulantes de barcos pequeños: conviene no estar cerca del transatlántico que se está por hundir. Eso también es geopolítica. 

El populismo socialista quiere una hegemonía supranacional de poder absoluto, la homogeneidad ideológica y la protección política mutua. Quienquiera fuere el presidente de la nación, en cambio, tiene una sola obligación y una sola misión geopolítica: hacer lo que crea mejor para el país, que lo eligió para eso. El resto es ceniza partidista. 




Todas las soluciones para el sistema jubilatorio son malas

Una de las facetas de la crisis del empleo es el mecanismo de retiro, que se ha vuelto mundialmente inviable y de arreglo casi imposible 


















Es inminente el comienzo de la discusión local sobre la reforma al sistema de retiros, como ocurre globalmente, en todos los casos por las mismas razones: la gente no se muere y el trabajo legal no aumenta en la proporción necesaria para financiar el costo total. 

Por fortuna, parece haberse entendido que cualquier cambio requiere una política de estado, un acuerdo de la sociedad. Esta frase puede hacer creer que el enfoque debe ser solidarista, como ha sido hasta ahora, lo que no es necesariamente así. Las limitaciones detalladas en una columnas previa no permiten demasiado optimismo en ese aspecto. 

Esta nota no osará pergeñar una solución, sino clarificar el análisis de opciones imprescindible para introducirse en la discusión, sabiendo que cualquier abordaje implicará varios años en etapas sucesivas, por la necesidad de adaptación gradual y por lo imperioso de considerar los derechos adquiridos de quienes han aportado toda su vida. Suecia tomó 20 años para completar su cambio. Nadie espera una solución relámpago.  

En muchos países, también en Uruguay, hay una mezcolanza de objetivos y métodos en la legislación tan sensible tema. La compulsividad de afiliación y aportes escamotea el hecho de que el sistema es un contrato entre el estado y el trabajador. En eso coadyuva la denominación de “sistema de reparto”, un modo de transformar la prestación debida por el recaudador de los aportes en una dádiva y de mutar esas contribuciones en un impuesto que paga el trabajador y que encarece el costo laboral. Al unísono, tienta al legislador a agregar rubros solidarios que finalmente son pagados por los propios jubilados y que no tienen relación con los aportes realizados. La separación del impacto en el presupuesto entre esos derechos y esa solidaridad es fundamental. 

Por ejemplo, si se analizan los datos prepandemia se constata que los ingresos por aportes igualan el monto de prestaciones jubilatorias puras. Es decir que -más allá de que las proyecciones apunten a la necesidad de una reforma – hay en la actualidad un equilibrio en el modelo. Pero si se agregan las pensiones de todo tipo, vejez, enfermedad, desempleo, supervivencia, éstas consumen no sólo el ingreso por impuestos predeterminado, sino que requieren un gasto presupuestario que ya va por el 2% del PIB y subiendo. 

Es muy importante separar ambos conceptos, tanto en el análisis como en el manejo futuro. Porque si se decide extender la edad de retiro, o bajar la tasa de substitución, o sea el monto jubilatorio, los jubilados terminan pagando esas pensiones de su bolsillo. Por supuesto que la sociedad puede determinar las pensiones y los subsidios que desee, pero no hay derecho a esconder el efecto de esa generosidad dentro de la ecuación del BPS, porque a la hora del análisis no se desbroza y se simplifica diciendo “el sistema jubilatorio no se sustenta”, con los efectos imaginados. 

Por eso en muchas reformas se ha dado más poder a los afiliados para impedir el uso para otros fines de los fondos recaudados. La cuenta nominal virtual, que muestra en tiempo real el monto actuarial de retiro que corresponde a cada afiliado, es utilizada con éxito en los esquemas modernos. De paso permite elegir alternativas ponderadas de cobro y momento de retiro.  

De ese modo, el sistema sería puro, y las pensiones y todo subsidio solidario se financiarían con participación de impuestos o desde rentas generales y se mostrarían como un rubro presupuestario aparte, no escondiéndolos en las cifras del BPS. Sinceramiento imprescindible. De lo contrario, se corre el riesgo de terminar como Argentina, que en una rara pirueta aumentó los subsidios y pensiones y redujo el ingreso de los jubilados con 35 años de aportes, una burla al derecho. 

También el sistema de prestación definida condena a un déficit inexorable, que se agrava con los mecanismos suicidas de ajustes salariales por inflación y de solidaridad intergeneracional, que por justo y compasivo que fuere, torpedeará cualquier reforma que se intentare. Por caso, se puede alejar razonablemente 5 ó 10 años la fecha de retiro, pero ese alivio, que costará más aportes a los trabajadores, se licuará con el efecto de las pensiones y subsidios costeados por el mismo sistema. Y será difícil seguir pateando el momento de retiro hasta los 100 años. 

Una opción para evaluar sería que la tasa de reemplazo (monto mensual jubilatorio) de la jubilación estatal se manejase individualmente, calculándolo en base a los aportes efectuados, pero ajustados en función de la recaudación total y de la renta por inversión si alguna vez se saliera de la tasa cero. Al estilo de una AFAP. Luego el estado compensaría con un subsidio específico con fondos generales la diferencia entre ese valor y el monto garantizado que decida otorgar. 

El criterio sería transparentar el costo anual presupuestario del excedente de la ecuación actuarial, de modo de revisar la decisión de gasto cada ejercicio, según las posibilidades presupuestarias. La jubilación es un derecho adquirido. El subsidio solidario, no tanto.  De lo contrario, con cualquier reforma que se practicase los aportes irán perdiendo peso en la ecuación y el monto jubilatorio se compondrá de más subsidio y más déficit, hasta convertirse en una variante de renta universal, un dislate que se costeará con más impuestos ruinosos, más inflación perniciosa, o más deuda. Y que garantizará la quiebra del sistema, una jubilación miserable y/o un manotazo a las AFAP. 

Cuanto más subsidios garantizados, más impuestos, mas aportes y más edad de retiro, menos empleo y menos aportantes. Y a empezar de nuevo. Un caso perfecto de círculo vicioso. 






El dramático final de la jubilación

La gente casi no se muere, se muere el empleo y con él, mueren los sistemas de retiro
























La columna expresó hace un año su opinión sobre el futuro del sistema de retiro, en su nota La jubilación de la jubilación. Hoy, como en otros temas, está obligada a reiterarse, para aburrimiento de sus lectores. La realidad y sus urgencias se repiten, también a nivel de tedio.

Un disclaimer: por un lado, está el frío análisis de las cifras globales y sus efectos múltiples. Por otro, el drama de cada individuo, de cada historia personal, de cada sufrimiento, que la sociedad debe reconocer y atender. Hasta donde pueda.

El problema no es exclusivo de Uruguay, es universal, tiene razones múltiples y ninguna solución es buena, todas son regulares. Ni hay una única solución, sino una combinación de causas y remedios siempre temporales. Y nunca hay una fórmula instantánea. En este espacio se ha usado el ejemplo de Suecia, cuyo paraguas jubilatorio quebró en 1993, junto con el país, pese a tener un PIB privilegiado, de altísimo valor agregado, y en ese momento, una presión impositiva socialista plus. La reforma sueca tomó 20 años y dio como resultado un complejo triple mecanismo, con fondos que recauda el estado, pero administrados privadamente. Sólo como referencia. 

Suele explicarse el problema apelando a la demografía y a la estructura poblacional. Por eso se suele postular el impulso de la natalidad y la inmigración al voleo. Tal criterio supone que la demanda laboral es infinita. Cierto es que la economía clásica defiende la teoría de que el aumento poblacional crea su propia demanda y que en consecuencia hay un círculo virtuoso que a más población asegura más empleo. Pero para que ello ocurriese también debería darse el apotegma de que toda oferta laboral crea su propia demanda laboral, lo que no es cierto si el precio del trabajo (salario y otras prestaciones) permanece rígido.

Justamente el crecimiento de demanda laboral se produjo notoriamente en los países de gran pobreza, mucha población y muy bajos salarios, que en el último medio siglo aprovecharon esa situación para producir y vender a bajo costo, lo que la globalización permitió y aceleró. Japón, Taiwán, Hong Kong, China, India, todos los asiáticos, partieron de producir chucherías a precios de regalo y terminaron produciendo tecnología con salarios altos. Un trabajador chino calificado gana varias veces más que un uruguayo en igual nivel, por caso. 

Pero cuando no se da ese esquema de flexibilidad laboral amplia, de crecimiento basado en condiciones y salarios preexistentes muy bajos y competitividad muy alta por la razón que fuere, el crecimiento poblacional vía cualquier método no resuelve el problema, a veces lo agrava. Los negados, pero reales 400.000 empleos marginales orientales muestran cómo ajusta la ecuación cuando crece la población y no se flexibilizan las condiciones laborales, incluido salarios. El voluntarismo choca de frente contra el aumento de población cuando se trata de crear empleo. 

Nueva Zelanda es un ejemplo fácil. Una economía de commodities con una baja población y un alto PIB, puede darse el lujo de ser generosa con sus jubilados. Argentina es otro ejemplo fácil. Una economía de commodities que con una población diez veces mayor, estafa a sus jubilados desde el mismo comienzo del régimen de pensiones, y además los vuelve a estafar cada vez que no le dan las cuentas. No se puede esperar que sólo la mitad de la teoría económica funcione. Más población implica más flexibilidad laboral. Si eso no funciona una de las víctimas colaterales es el jubilado. 

Como en los temas de salud, el aumento de la expectativa de vida empeora el cálculo actuarial y el déficit. Intentar resolver la ecuación por el lado de los aportes es irreal y contraproducente. Ya son suficientemente altos los impuestos al trabajo que se cobran con el nombre de contribuciones a la empresa y al trabajador. (Todos los paga el trabajador, finalmente) Esa es una de las razones que inducen el trabajo en negro, parte del problema. Por el lado de la cantidad de aportantes, ya se ha explicado el efecto de la rigidez sindical-laboral, que sabotea la creación de empleo. Agréguese el efecto del proteccionismo empresario, estatal y privado, que al limitar el comercio internacional y el consumo interno frena la demanda laboral drásticamente. 

La pandemia ha acelerado y aumentado las tendencias. El aumento de los subsidios espanta la demanda laboral de las empresas y desestimula la oferta laboral de los trabajadores y los sindicatos agregan su cuota al defender con su accionar solamente a los que aún conservan sus empleos (y pagan su cuota sindical). Al mismo tiempo, la reacción animal es protegerse, como hace Trump, con lo que baja el comercio mundial y con él baja el empleo. Y hasta se piensa cobrarles contribución jubilatoria a los robots. 

A esta altura del análisis siempre surge la comprensible apelación a la solidaridad. Alguien que ha trabajado toda su vida no puede, al llegar a los 60 años, ser abandonado a su destino, es el argumento. Sin entrar a analizar si ese límite es justo, si se compadece con la vitalidad de las personas de esa edad o no, esa verdad choca con otra verdad: también es gravemente injusto que, para resolver ese problema, se deje al garete al que tiene 20 años y necesita insertarse laboralmente en la sociedad. Y efectivamente eso ocurre. La rigidez proteccionista laboral, las contribuciones jubilatorias, el proteccionismo empresario en nombre de preservar y crear empleos, terminan golpeando a las nuevas generaciones y dejándolas sin esperanzas al comienzo de su vida adulta. Y lo mismo pasaría si se aumentase la edad de retiro en un régimen laboral inflexible. 

Hasta aquí, apenas el planteo del problema. La próxima nota tratará de las soluciones. Si las hay. 






El sabotaje sindical al empleo y al estado

El odio de los gremios contra un estado que no quiere ser populista daña a los trabajadores y a la sociedad





















La última semana el sindicalismo opositor oficializó dos campañas incendiarias. Una la de la Federación de Trabajadores de Ancap, (Fancap), que ratificó su oposición frontal a la LUC en los temas específicos del sector y reclamó al Pit-Cnt impulsar un referéndum revocatorio contra todo el modelo del gobierno, al que califica de neoliberal, por supuesto. 

Se comentó aquí la paradoja de que en nombre de la esencialidad estratégica se otorgue el monopolio de ciertas áreas al estado, esencialidad que se olvida cuando se trata de las conveniencias gremiales, no importa el efecto sobre la sociedad.  Una huelga contra el estado-patronal no es coherente con el modelo social-comunista, que supone que el estado es la solución al robo de la plusvalía por parte de los explotadores. Cómodo doble estándar. 

Es peor cuando se intenta, desde el sindicalismo, imponer o defender la política de un sector. En ese otro abuso incurren los gremios docentes y médicos cuando se sienten autorizados y capacitados para imponer modelos o políticas. La función gremial es la de velar por los intereses laborales de sus representados. Si toma posiciones que intentan cambiar el sistema en el que se desempeña lo hace como cualquier grupo de ciudadanos que opina o peticiona. Pero no puede, legítimamente, utilizar recursos gremiales para imponerlas. 

Se agrava cuando, como Fancap, usa sus paros para imponer cambios en las política generales del estado, que intenta modificar con una mezcla de acciones de fuerza y utilización del referéndum como sustituto del sistema electoral, un reemplazo del modelo republicano de tres poderes por la agorafilia, que haría imposible cualquier orden. El caos, el proyecto disolutorio de la izquierda global. 

Es el Parlamento el que debe determinar, por caso, si se desmonopoliza o no la actividad petrolera de Ancap. No el gremio, que no tiene ningún título para hacerlo.  De lo contrario, no debería hablarse de democracia, sino de un corporativismo oscuro ni siquiera socialista, más bien fascista. 

Porque es evidente la intención de mantener un monopolio estatal-sindical que le ha costado muy caro al consumidor y al contribuyente, no ya por la impunidad de la ineficiencia, que se paga con el precio, sino por la impunidad en sentido amplio que se paga con impuestos, sin responsables presos, eso sí. 

Otra posición incendiaria, literal, es la del Sunca, sindicato mimado del expresidente Vázquez. Partiendo de la premisa (falaz) de que la actividad no sufrió por el COVID-19, el gremio demanda que se continúe la política salarial que colaboró con la pérdida de actividad y empleo en los últimos 4 años, con o sin pandemia. Basta hablar con los trabajadores del gremio para no tomar en serio esas posturas, un intento de cerrar los ojos a la realidad. O algo peor. 

Muchos trabajadores de la construcción están en el seguro de pago o viven del subsidio temporario o de alguna changa misérrima, en negro, o de otra cosa. No es culpa exclusiva del gremio. Es cierto. Pero frente a la decisión gubernamental de impulsar la construcción y a la necesidad de completar las obras inconclusas, la pose irreductible es sólo una bandera de lucha y un sabotaje a sus afiliados. 

Tras su exitosa batalla para eliminar la inversión privada, el Sunca torpedea las obras de UPM-2 y las usa como rehén para presionar al gobierno. Otra vez el gremio contra el estado. El delegado Amaro explicó muy bien su estrategia para aumentar los empleos: “se realizan paros de tres horas por sectores en la obra; de esa forma se lastima más la producción que haciendo un paro de 24 horas”. 

Está claro que el sindicalismo no tiene por objeto mejorar las oportunidades de quienes quieren trabajar, sino obtener alguna ventajita para los que tienen trabajo (mientras dure) y justificar así sus cuotas, mientras consolida su poder. Con una constante: tratar de modificar con medidas de fuerza y presiones el resultado electoral y neutralizar las políticas elegidas por las urnas. 

Para quienes piensen que el término “incendiario” del comienzo es algo exagerado, recuérdese la promesa-amenaza del delegado de Durazno: “hasta que no se sienten a dialogar la cámaras empresariales, vamos a ser firmes, si tenemos que prender fuego la planta, la vamos a prender”. 

Los subsidios y pagos temporarios del estado atemperan el efecto del desempleo, que se atribuye al virus pero que se añeja hace un lustro, hoy agravado por la aceleración global de las tendencias. La necedad ideológica de ignorar los mecanismos de todo mercado laboral acentúa el peligro de que esa negación se vuelva una inmolación que destroce el empleo y con él las posibilidades de una recuperación rápida de la inversión y la economía. Una pauperización al estilo del peronismo cristinista, pese a la creencia de que “eso no pasa aquí”.

El ejemplo que ofrecen generosamente el Fancap y el Sunca es generalizable, y se opone por el vértice a la estrategia de crecimiento del gobierno, que intenta la salida veloz de la pandemia. No se trata de una propuesta alternativa. Simplemente es la repetición de latiguillos y eslóganes, expresiones de anhelo y reivindicaciones. A las que nadie se opone, salvo en la instantaneidad que excluye el esfuerzo previo y asumir las realidades. 

Un grupo de diletantes intelectuales y ricos, como Marx, aboga globalmente por un salario universal pagado con impuestos.  Los sindicatos bregan porque las ayudas temporarias pandémicas se conviertan en ese salario universal permanente, criterio que debería repugnar a un auténtico gremialismo, porque tanto por el lado de la demanda como por el de la oferta, conspira contra el empleo y la dignidad del trabajo. A menos que el sindicalismo esté defendiendo otra cosa.