OPINIÓN | Edición del día Martes 09 de Agosto de 2016
Por Dardo Gasparre - Especial para El Observador
Las mil caras del estatismo
Es muy difícil en una sociedad restaurar la relación de precios de la economía. La alineación de esos términos de intercambio es pacífica, continua, invisible y constante. Su equilibrio es vital para la convivencia, y también para la inversión, el ahorro y la planificación pública y privada.
El populismo, el socialismo vetusto, el proteccionismo y el progresismo –formas del estatismo – necesitan jugar súbitamente con esos términos con controles, precios máximos, matrices de insumo-producto, prepotencia, intervencionismo o vía empresas del estado.
Si a eso se agrega la inflación y las leyes que eternizan los desajustes y rigidizan el desequilibrio, el daño es de largo plazo. Tal el problema que enfrenta Argentina, el mayor desafío para Macri: restablecer los términos relativos. La población en general no percibe el problema de este modo porque razona con precaria conveniencia: quiere que no suban los precios que bajaron, que bajen los precios que subieron y que su ingreso aumente.
El resultado es una puja desordenada y dura. Por eso es pueril pedirle al gobierno que “aplique un sistema tarifario justo y gradual”, una manera de torpedear cualquier solución. Al consumidor no le interesa oír que pagará la cuarta parte de lo que paga un usuario uruguayo o un brasileño por la energía, o que la factura de luz es la mitad de lo que paga por su celular o su cable. Protestaría aún cuando el mismísimo Salomón dictaminara cuál es el valor correcto del kilovatio o el metro cúbico de gas.
Todo empeora cuando entra la discursiva de los políticos, casi siempre culpables de lo que se intenta resolver, y los ideólogos de la lucha contra la desigualdad y a favor de vivir con lo nuestro, casi siempre idiotas útiles.
La lucha es total y final. Decidido a no bajar el gasto, Macri sabe que debe restaurar esos equilibrios para lograr la inversión que permita el crecimiento y la transformación que lleve a un aumento del empleo, vital para su plan y para el país. Tropieza no sólo contra los problemas descriptos, sino contra la aversión del empresario argentino por esa palabra.
Si la inversión es interna, el empresariado prefiere no hacerla él y que la haga el estado y le contrate las obras, que es la manera en que ha hecho su fortuna. Si la inversión es externa, prefiere que no exista, ya que le crea una competencia a la que no puede coimear.
Además de las distorsiones en los precios, salarios, impuestos y tarifas, y detrás de todas ellas, está el proteccionismo. Ahí la cosa no es tan fácil. Macri, como sostuvo esta columna, amamantó desde la cuna ese proteccionismo y su alianza con el estado y los sindicatos, triunvirato eterno del fracaso circular argentino. De modo que los que temen una apertura comercial y se están curando en salud, pueden estar tranquilos, al igual que los que no sabrían cómo vivir si bajara el gasto: ninguna de las dos cosas pasará, lamentablemente.
Desde 1916, en que asumió el primer presidente elegido por voto secreto-universal-obligatorio-Su-Santo-Nombre, hasta hoy, el país nunca tuvo apertura comercial. Salvo en el ventanuco entre 1922 - 1928, siempre se aplicó el criterio de la autosuficiencia, casi una definición del ser nacional. Curiosamente, ese período fue el mejor de la historia argentina, cuando se alcanzó el sexto puesto entre las economías mundiales.
La llegada del nazismo en los años de 1930 y la del fascismo militar-industrial con Perón, con la ayuda de la nefasta Cepal, fijó indeleblemente el pacto proteccionista que condena al estatismo, a la pérdida de bienestar y a las crisis cíclicas de inflación, devaluación y a alguna forma de default.
Salvo ese momento del siglo XX, nunca más se aplicaron políticas de apertura y libertad cambiaria, ni con gobiernos de derecha, de izquierda, de cualquier partido, ni dictaduras benignas o malignas. Por eso los ataques que se hacen contra los criterios liberales son dialécticos, carentes de rigor técnico o histórico.
El proteccionismo, estatal o privado le cuesta al consumidor-contribuyente en todo el mundo entre 10 y 20 veces más por año lo que la actividad protegida paga de salarios directos e indirectos. Y esto no es una opinión. Es además falso que una apertura comercial implique la desaparición de esos puestos. Tampoco es una opinión. Las actividades protegidas le quitan a toda la sociedad bienestar y calidad de vida, y posibilidad de crecimiento. Y tampoco es una opinión.
Por supuesto que todo país tiende a protegerse. Pero está probado que la apertura en un solo sentido favorece también al país que decide abrirse. Y es falso el argumento de que países como China ahora o Japón o Corea antes, crecieron en base al trabajo esclavo o a algún mote descalificatorio. Al contrario, todos ellos mejoraron notablemente la calidad laboral, previsional y las condiciones de vida de su gente.
Estados Unidos, ahora cada vez más proteccionista, no ha mejorado sus condiciones de bienestar desde mediados de los años 1970. Europa tampoco, salvo cuando se endeudó gracias al euro, con la precariedad que ahora se ve con claridad.
A pesar de estos argumentos, Macri garantiza la continuidad del proteccionismo empresario, gremial y estatal. Y larga vida a los contratistas del estado. De modo que no hay por qué preocuparse, billonarios de la lucha por la igualdad.
Lo que vale para Argentina, vale también para Uruguay, viene sosteniendo esta columna. Con beneplácito se observa que el presidente Vázquez avanza firmemente en un tratado de libre comercio con Chile, un paso inteligentísimo para su país, atrapado en la misma maraña de dialéctica, intereses creados y conveniente ignorancia que el mío.
Por casualidad, seguramente, Chile, el país más sólido de la subregión, es el único con apertura en serio. Los ideólogos pueden tomarse un tiempo en ponerle un rótulo a este hecho. Mientras eso ocurre, pueden preguntarse por qué en el país trasandino un auto vale la menos de la mitad que entre nosotros, al igual que un plasma o un celular. O por qué su sistema jubilatorio es tanto mejor que los nuestros. ¿Será que su gobierno socialista lo logra sobre la esclavitud, el desempleo y el sudor del pueblo chileno?
Como se ve, no importa si el ideólogo es de izquierda o de derecha. Lo importante es que ayude a los industriales prebendarios, a los entes protegidos y a los líderes gremiales, ¿verdad?
El populismo, el socialismo vetusto, el proteccionismo y el progresismo –formas del estatismo – necesitan jugar súbitamente con esos términos con controles, precios máximos, matrices de insumo-producto, prepotencia, intervencionismo o vía empresas del estado.
Si a eso se agrega la inflación y las leyes que eternizan los desajustes y rigidizan el desequilibrio, el daño es de largo plazo. Tal el problema que enfrenta Argentina, el mayor desafío para Macri: restablecer los términos relativos. La población en general no percibe el problema de este modo porque razona con precaria conveniencia: quiere que no suban los precios que bajaron, que bajen los precios que subieron y que su ingreso aumente.
El resultado es una puja desordenada y dura. Por eso es pueril pedirle al gobierno que “aplique un sistema tarifario justo y gradual”, una manera de torpedear cualquier solución. Al consumidor no le interesa oír que pagará la cuarta parte de lo que paga un usuario uruguayo o un brasileño por la energía, o que la factura de luz es la mitad de lo que paga por su celular o su cable. Protestaría aún cuando el mismísimo Salomón dictaminara cuál es el valor correcto del kilovatio o el metro cúbico de gas.
Todo empeora cuando entra la discursiva de los políticos, casi siempre culpables de lo que se intenta resolver, y los ideólogos de la lucha contra la desigualdad y a favor de vivir con lo nuestro, casi siempre idiotas útiles.
La lucha es total y final. Decidido a no bajar el gasto, Macri sabe que debe restaurar esos equilibrios para lograr la inversión que permita el crecimiento y la transformación que lleve a un aumento del empleo, vital para su plan y para el país. Tropieza no sólo contra los problemas descriptos, sino contra la aversión del empresario argentino por esa palabra.
Si la inversión es interna, el empresariado prefiere no hacerla él y que la haga el estado y le contrate las obras, que es la manera en que ha hecho su fortuna. Si la inversión es externa, prefiere que no exista, ya que le crea una competencia a la que no puede coimear.
Además de las distorsiones en los precios, salarios, impuestos y tarifas, y detrás de todas ellas, está el proteccionismo. Ahí la cosa no es tan fácil. Macri, como sostuvo esta columna, amamantó desde la cuna ese proteccionismo y su alianza con el estado y los sindicatos, triunvirato eterno del fracaso circular argentino. De modo que los que temen una apertura comercial y se están curando en salud, pueden estar tranquilos, al igual que los que no sabrían cómo vivir si bajara el gasto: ninguna de las dos cosas pasará, lamentablemente.
Desde 1916, en que asumió el primer presidente elegido por voto secreto-universal-obligatorio-Su-Santo-Nombre, hasta hoy, el país nunca tuvo apertura comercial. Salvo en el ventanuco entre 1922 - 1928, siempre se aplicó el criterio de la autosuficiencia, casi una definición del ser nacional. Curiosamente, ese período fue el mejor de la historia argentina, cuando se alcanzó el sexto puesto entre las economías mundiales.
La llegada del nazismo en los años de 1930 y la del fascismo militar-industrial con Perón, con la ayuda de la nefasta Cepal, fijó indeleblemente el pacto proteccionista que condena al estatismo, a la pérdida de bienestar y a las crisis cíclicas de inflación, devaluación y a alguna forma de default.
Salvo ese momento del siglo XX, nunca más se aplicaron políticas de apertura y libertad cambiaria, ni con gobiernos de derecha, de izquierda, de cualquier partido, ni dictaduras benignas o malignas. Por eso los ataques que se hacen contra los criterios liberales son dialécticos, carentes de rigor técnico o histórico.
El proteccionismo, estatal o privado le cuesta al consumidor-contribuyente en todo el mundo entre 10 y 20 veces más por año lo que la actividad protegida paga de salarios directos e indirectos. Y esto no es una opinión. Es además falso que una apertura comercial implique la desaparición de esos puestos. Tampoco es una opinión. Las actividades protegidas le quitan a toda la sociedad bienestar y calidad de vida, y posibilidad de crecimiento. Y tampoco es una opinión.
Por supuesto que todo país tiende a protegerse. Pero está probado que la apertura en un solo sentido favorece también al país que decide abrirse. Y es falso el argumento de que países como China ahora o Japón o Corea antes, crecieron en base al trabajo esclavo o a algún mote descalificatorio. Al contrario, todos ellos mejoraron notablemente la calidad laboral, previsional y las condiciones de vida de su gente.
Estados Unidos, ahora cada vez más proteccionista, no ha mejorado sus condiciones de bienestar desde mediados de los años 1970. Europa tampoco, salvo cuando se endeudó gracias al euro, con la precariedad que ahora se ve con claridad.
A pesar de estos argumentos, Macri garantiza la continuidad del proteccionismo empresario, gremial y estatal. Y larga vida a los contratistas del estado. De modo que no hay por qué preocuparse, billonarios de la lucha por la igualdad.
Lo que vale para Argentina, vale también para Uruguay, viene sosteniendo esta columna. Con beneplácito se observa que el presidente Vázquez avanza firmemente en un tratado de libre comercio con Chile, un paso inteligentísimo para su país, atrapado en la misma maraña de dialéctica, intereses creados y conveniente ignorancia que el mío.
Por casualidad, seguramente, Chile, el país más sólido de la subregión, es el único con apertura en serio. Los ideólogos pueden tomarse un tiempo en ponerle un rótulo a este hecho. Mientras eso ocurre, pueden preguntarse por qué en el país trasandino un auto vale la menos de la mitad que entre nosotros, al igual que un plasma o un celular. O por qué su sistema jubilatorio es tanto mejor que los nuestros. ¿Será que su gobierno socialista lo logra sobre la esclavitud, el desempleo y el sudor del pueblo chileno?
Como se ve, no importa si el ideólogo es de izquierda o de derecha. Lo importante es que ayude a los industriales prebendarios, a los entes protegidos y a los líderes gremiales, ¿verdad?