Desde el mismo momento en que comenzaron las negociaciones para pedir la ayuda al FMI, que presagiaba el desenlace que se vive hoy, expresé mi desacuerdo con cualquier propuesta de solución que se basase en confiscación o default de cualquiera de las deudas que mantiene el país, incluyendo plazos fijos, Leliqs y similares.
Esa posición, contraria a la de algunos conocidos economistas, obedecía a diversas razones. La más elemental era que un default, una licuación o una confiscación no deberían ser considerados herramientas para una solución, porque en ese caso se estaría ante un acto de piratería y apoderamiento inaceptable, sino que se tratan de desastres a los que llevan las malas políticas fiscales. Como tal, planificarlas constituía una canallada. Y no evitarlos también.
Hay otros elementos prácticos y técnicos que justificaban mis argumentos. El más evidente es que no hay nada peor que acostumbrar al Estado a que sus dispendios tendrán un financiamiento infinito, o no tendrán ninguna consecuencia. Porque entonces su gasto tenderá también a infinito. Lo mismo rige para lo sociedad, acostumbrada, más allá de sus declamaciones, a pedir del estado más y más, para luego protestar contra los costos de sus reclamos: inflación, impuestos, endeudamiento, desempleo, falta de crecimiento. Borrar mágicamente los efectos de un atracón de gasto y sensiblería fiscal es como malcriar a un niño del peor modo.
En el aspecto técnico, un default o confiscación alejan la inversión, tanto en el tiempo como en la confianza. Un costo demasiado alto cuando, justamente, hace falta una vívida creación de empleo privado que sólo saquella produce. Máxime si se llega a esa situación de insolvencia planificadamente, como si se aplicase un cronograma fraudulento.
En lo que hace al mercado interno, confiscar depósitos o canjearlos por instrumentos de deuda aleja el consumo todavía más, o pone su impulso en manos del estado, la peor de todas la soluciones.
Y luego queda el aspecto ético. El usar un default, una licuación o una confiscación como solución planeada es sencillamente repugnante. Debería serlo todavía más para quienes han hecho tantas barbaridades en nombre de la gente, la solidaridad, el pueblo, la justicia social y una serie de palabras igualmente vacías, por las consecuencias futuras. Y algo más: aún los más fríos banqueros, los que se han beneficiado tantas veces de nuestra irresponsabilidad, miran con desprecio y desconfianza a quienes siguen esas prácticas.
“El default, la licuación y la confiscación ya están. Sólo la estamos visualizando”.
– Dicen los predicadores de la quiebra. Sólo habrá que recordar la inteligencia, el coraje y la grandeza de Jorge Batlle cuando resolvió la crisis uruguaya con decencia, mientras nosotros elegimos la trampa, para mirar a los exégetas del incumplimiento con desprecio.
En varias circunstancias parecidas en el pasado, y en pos de similares soluciones “pícaras”, nuestros políticos y economistas recurrieron a algún personaje mascarón de proa que consciente o no, aplicara previamente una política o un plan que estallaría finalmente, y produjese una licuación, un default generalizado, una hiperinflación, una hiperdevaluación que permitiera empezar de nuevo, borrar la memoria de los precios relativos y del poder adquisitivo históricos. Eso permitía partir de una base de comparación depreciada que asegurase el éxito estadístico y justificase el silenciamiento y la pasividad sindical. También permitió que apareciesen luego economistas prodigiosos y mágicos que por unos años hicieron milagros, hasta que la calesita volvía a acelerar su ritmo y se producía una nueva crisis, con las mismas situaciones, las mismas palabras, las mismas consecuencias y las mismas víctimas.
Muchas veces fueron esos economistas iluminados los que designaron antecesores de plástico para que provocaran deliberadamente o no el borrón y cuenta nueva que les allanara el terreno para el reseteo y resurrección.
Enfrentado a la herencia de su herencia, empeorada con los retoques del gobierno de Macri, el peronismo no es capaz de producir un plan creíble. Ni ningún otro. Ni tiene una solución ni una salida, ni el talento técnico para discurrirla. Tampoco el coraje político ni la estatura moral para hacerlo. En esa situación, no es imposible que busque a algún gurú que lo saque de la disyuntiva. Pero ese gurú necesita una licuación previa. Necesita partir desde la tan agitada tierra arrasada y desde el reclamo cero, que se produce después del incendio.
En ese proceso, la ayuda americana, apenas insinuada por el casquivano presidente carotenado, puede resultarle más una carga que una solución. Porque lo obliga a hacer una buena letra que no puede, no quiere y no sabe hacer. Y a un ajuste imprescindible pero que jamás hará Cristina. Más bien le conviene pelearse con él. Como con Braden. Como la épica con el Fondo, cuando se le pagó a su pedido el 100% de su préstamo y se lo disfrazó de liberación y soberanía.
Sobre esa épica y la acusación a la herencia al cuadrado recibida, se puede montar el escenario de licuación y default que prepare el panorama para algún mesías económico que produzca la recuperación estadística. Otro 2003. Sin soja, claro. Pero si la debacle es suficientemente grande lo mismo darán los números para mostrar una recuperación y se podrá gobernar en la emergencia por varios años, y justificar lo que siempre fue injustificable, hasta el default judicial.
¿Trump o Fernández?