La hora del vecino


Las departamentales son la esencia de la democracia, no se deberían ideologizar ni militar con lealtad partidaria









Con apenas una década en Uruguay, jamás me atrevería a incurrir en el análisis político de fondo, por carecer de formación académica para ello, y porque no recuerdo el árbol genealógico de cada político y la intimidad y anécdotas de los partidos, desde 1811 hasta hoy, condición sine qua non para tal tarea. 


En cambio, me permito reflexionar sobre aspectos de las elecciones departamentales, que hoy tienen particular significado por las circunstancias políticas y por los desafíos del descalabro económico global generado por la pandemia y la adaptación a esa realidad. 

 

Es común leer que los votantes departamentales tienen una fidelidad partidaria e ideológica casi de hierro. Así, Montevideo es frenteamplista, Rivera es colorada y por el estilo. Hay un reduccionismo en tal idea, un desperdicio en la utilización del voto, la gran oportunidad para que los vecinos planteen y decidan sus problemas de cercanía y aspiraciones concretas sobre su entorno. 

 

¿Qué importancia tendrá la ideología en la calidad de los servicios esenciales? El saneamiento o la recolección de basura, o las obras esenciales, son gestión pura, no dialéctica, en la concreción y en sus costos, oportunidad, calidad y eficiencia. Tal debería ser el objeto de una elección departamental. Un juicio sobre la tarea realizada y sobre las propuestas para el futuro. Una concesión del unitarismo central a la voluntad del vecino, que éste debería aprovechar, no desperdiciar en oír discursos encendidos de ninguna tendencia. 

 

¿Está conforme el montevideano con la recolección de basura, por ejemplo? ¿Tolera la ciudad sucia, de hurgadores, con un foco infeccioso en cada contenedor desbordado? Quienquiera fuere el intendente deberá ser capaz de ponerle límites a ADEOM, el gremio que decide cuándo y cómo recoge los residuos. O dejarlos tirados. Hasta hay que negociar con él la oportunidad de compra y la cantidad de camiones que se incorporan, o la utilización o no de servicios privados en caso de huelga, o la declaración o no de la esencialidad, claudicación inaceptable que daña a la sociedad. Lo último que se necesita es una afinidad partidista entre la intendencia y ese gremio, del que el ciudadano es un rehén. ADEOM chantajeó a sus asociados que no acataron el paro político del PIT-CNT negándoles el regalo de reyes para sus hijos. ¿Es un sindicato al servicio de sus trabajadores o al revés? La confusión entre la militancia política y las tareas concretas que requiere una ciudad puede ser fatal. 

 

¿Esto que hay es todo lo que puede hacerse por Montevideo? ¿La luz mortecina virreinal de la mortecina Ciudad Vieja, el parto de cada nuevo semáforo, con más trámites y pasos que hacer un camino, no merecen un plan renovador? ¿Cuál es el plan de Colonia para enfrentar la pandemia, para recuperar el turismo o para atraer nuevos residentes o inversores? Ya perdió su actividad financiera impasiblemente. 


 




¿Qué hará Rocha con el Chuy para no seguir siendo una dependencia brasileña? Cómo encarará su turismo, con qué ideas y protocolos, ¿qué ofrecerá?  ¿Cómo planean Tacuarembó y Durazno asimilar los desafíos positivos y negativos que les plantea en Paso de los toros y Centenario la construcción de UPM2? ¿Cómo evitarán tener un Soweto, cómo manejarán los efluentes y aprovecharán las oportunidades que se ofrecen? Sobre eso se debe consultar a sus ciudadanos, no sobre las lealtades partidistas. Otra vez la metáfora de Deng se estrella en la cara de los ideólogos: “no importa si el gato es blanco o negro, sino que cace ratones”. Que tanto aplica en el caso de la elección de un intendente. 

 

Se puede seguir preguntando: ¿Cómo aprovechará Punta del Este su enorme potencial de todo el año? ¿Cómo aprovechará la afluencia de nuevos residentes balseros de Argentina? ¿Se han desarrollado adecuadamente los protocolos sanitarios, o se corre el riesgo de un estallido en plena temporada? ¿Aceptan sus votantes la proliferación de torres que la acercan a la ruinosa estética de Marbella? ¿Los vecinos de Manantiales aprecian la construcción de megacomplejos sobre la playa, antes inteligentemente vedada y ahora objetivo de los desarrolladores especialistas en negociar con las autoridades?  Las autoridades locales tienen mucho por explicar y proponer.  El voto sirve para evaluar gestiones pasadas y propuestas futuras. Como el fanatismo futbolero, el partidismo y la ideología sirven para esconder lo mal que juega el equipo, o lo mal que va a jugar, sostengo en mis columnas. 

 

Carrasco Sur, el barrio castigado por la Intendencia de Montevideo, es una lupa de los temas que afectan a la Ciudad. Desde la falta y saturación de contenedores, (retirados algunos a pedido de vecinos con amigos) a la proliferación del moderno reciclado vía hurgadores, a los impunes que arrojan su basura a la calle, a la mugre de los residuos grandes o los de poda, que el inefable ADEOM decidió en su capacidad de correligionario del Intendente no recolectar durante la pandemia. Y como frutilla ideológica, sufre la “policía arquitectónica” de una Comisión de Carrasco y Punta Gorda, dependiente de la División Planificación territorial de la IMM, que no sólo decide subjetivamente sobre la estética de las casas a construirse, aunque cumplan el código de edificación, sino que impide demoler casas que no son patrimonio histórico, salvo que se derrumben por efecto del tiempo. Estupidez que afecta el derecho de propiedad y a la estética que se alega defender, además de la actividad de la construcción. Mientras, en la misma zona se permite edificar edificios de departamentos. El problema de elegir partidos e ideologías, no gestión. 


Alguna vez Sarmiento definió muy bien la tarea de los funcionarios de cercanía: “nos pagan para juntar la bosta de las calles”


La lectora puede aducir que este concepto es válido para toda la política. Pero no soy politólogo, de modo que me abstengo de opinar. 






El crecimiento salvador que sólo pueden lograr los privados


No hay más opción que crecer, pero no se logra con más impuestos y al instante, como parecen creer Fitch y otros





Los sistemas de planificación central han generado la superstición de que el estado es capaz de crear riqueza, espejismo cultivado por los burócratas. En rigor el estado sólo toma la riqueza de los particulares y la reparte, la gasta, la malversa o la roba, según el caso. En cambio, la inversa es cierta: el estado sí es harto capaz de generar pobreza, potestad que, con contumacia, se suele atribuir a los privados. Los argumentos contra ambas afirmaciones ceden sistemáticamente ante la evidencia empírica. 

Tampoco el estado es capaz de producir. Sólo se disfraza de productor a riesgo cero, ya que timbea el dinero ajeno, como niñas que se ponen los tacos altos de la madre y lucen sus carteras fingiendo ser adultas. Los resultados, en todo tiempo y lugar, son conocidos y sufridos. También localmente. 

El caso UPM, donde la burocracia negoció mano a mano las exoneraciones y condiciones con la empresa, es engañoso. Otra ensoñación. Se creó una exportación de escaso valor, un PIB de segunda, una inequidad que prueba que los impuestos son enemigos del crecimiento. 

Hay una tercera función en la que el estado es incompetente: la exportación. Esa tarea es siempre de largo plazo, cambiante, esforzada, y requiere una capacidad de adaptación y decisión de la que la burocracia carece por genética. O sea, es una actividad privada. Este concepto vale para el agro, exportador de commodities que toman precio de mercados globales, para un emprendedor que vende software para Bancos en la región, o para una bodega que trata de colocar sus vinos en competencia con miles de bodegas de todo el mundo y lidia con las restricciones en cada país. 

Los tratados de libre comercio, las uniones aduaneras y otras alianzas, reforzaron la ilusión óptica del protagonismo del estado en el comercio internacional. Pero aún antes de la pandemia mundial y de la pandemia trumpista, ya los tratados contenían crecientemente cláusulas de protección y garantías, más que cláusulas de apertura. Se corrobora al leer el Acuerdo de Asociación Transpacífico que anuló el presidente americano. 

La muerte de la globalización no imposibilita la exportación. Sólo vuelve a las bases: repone el esfuerzo y la responsabilidad de la vital tarea en manos de los privados. Un esfuerzo casi nunca coordinado, como sabe cualquier exportador, en especial los no agrícolas. Las economías pequeñas exportaron siempre sobre la base del contacto personal, del servicio, de la relación uno a uno. Aún un unicornio se basa en las personas, en las charlas mano a mano, en la adaptación continua, en “vender” una idea, en hacerse creíble. Un reciente podcast de Marcos Galperín recuerda esas realidades, en las que el estado no tuvo papel alguno, afortunadamente. 

El único modos de mantener el bienestar actual de Uruguay en el largo plazo es con crecimiento real de la actividad, o sea del PIB. Intentar hacerlo mediante la aplicación de más impuestos es un parche, un dibujo. Se disminuye un instante el déficit, pero de inmediato cae la actividad y/o la inversión. Una medida de burócratas. También es de corto plazo tomar deuda para mantener ese bienestar, o emitir más. Por igual razón: dura un instante. 

Quedan entonces dos caminos, que pueden confluir: aumentar la exportación y lograr un mayor consumo de valor agregado mediante una inmigración pequeña en número, pero importante en calidad de demanda y de inversión. Para lo último no hace falta demasiados estímulos, como sostiene la columna. La señora de Kirchner se ocupa de generar la oferta. En cuanto a la exportación, hay derecho a esperar una mejora de los precios de las commodities. Porque la pandemia no ha afectado la demanda de alimentos, y porque la crisis porcina ha multiplicado la demanda cárneas. 

No es suficiente. De ahí la importancia de los privados, los auténticos optimistas. De las miles de Pymes exportadoras expulsadas de Argentina, por ejemplo. De los que venden servicios a medida, fabrican lo que el cliente necesita o inventan una app o un programa que venden timbreando en la región o donde pueden. De los que apuestan sus ahorros o consiguen inversores, de los que insisten, empiezan de nuevo, corrigen, se funden eventualmente, pero a su propio riesgo. 

El criterio del crecimiento es el que ha adoptado el gobierno. Es lento. Pero no parece haber otro disponible. Pero a un burócrata de Fitch, por caso, le es difícil entender que esto se incorpore al presupuesto. Justamente para eso sirve un plan de mediano plazo. La calificadora parece evaluar a Uruguay de modo diferencial. ¿Qué presupuesto quiere? ¿Uno facilista que baje el déficit al instante aplicando impuestos que “cierren”? Duraría un segundo y caería el PIB. Y de inmediato la evaluadora diría que hacen falta más impuestos para volver a cuadrar las cuentas. Así hasta la nada. Un FMI 2. 

¿Qué otra cosa cabría hacer en esta coyuntura mundial y de país? Luego de tres lustros de crecimiento de gasto, hace falta tiempo para lograr un equilibrio socioeconómico. No es un Excel. Importa la calidad de las ideas, la perseverancia en las decisiones y la acción invalorable de los privados. Y si Fitch aplicara el mismo cartabón para todos, debería calificar a muchas grandes economías como B-, si no como CCC. 

El estado no es capaz de aumentar la exportación, ni el consumo, ni el PIB. Pero puede contribuir a achicarlos, como suele ocurrir. O bien puede ayudar desbrozando el camino de obstáculos, aumentando la confianza y la seguridad jurídica, fortaleciendo la competencia, desregulando, privatizando. Y permaneciendo muy activo donde hace falta: la educación, la salud pública, la seguridad, la asistencia social. Y bajando el gasto inútil, que aún sobra. 




¿Qué es un presupuesto optimista? 

 

Calificar de ese modo la Ley de leyes es un acto de rendición ante la burocracia estatista, el ordeñe al sector privado y la irracionalidad del gasto


 



Economistas respetados sostienen que el presupuesto en debate es optimista. ¿Qué será tal cosa? No es un término de los textos clásicos, si bien el estado de ánimo, las expectativas y las esperanzas influyen en la acción humana que modela, decide y conforma los hechos económicos, diría von Mises. 

 

Asumiendo la validez académica del término, surge la pregunta del título. El nuevo presupuesto pauta que se empieza a reducir el crecimiento insostenible del gasto, que fue la constante de varios años. Y crea expectativas favorables que se intente avanzar en ese cambio. Seguramente muchos sospechan que la maraña constitucional y legal cuidadosamente tejida a lo largo de tres lustros, más la resistencia pasiva de la burocracia, más la oposición frontal callejera y legal del frenteamplismo en su ropaje sindical y el referéndum esgrimido como arma, constituirán barreras infranqueables para llevar adelante el proyecto. En esa línea, puede calificarse de optimista el intento de seriedad fiscal de la Ley de leyes de 2021, y de pesimista para la burocracia estatista jerárquica oligárquica. 

 

Se debería ser más sincero y frasear de otra manera: “el estatismo burocrático luchará denodadamente para perpetuar el gasto y paralizar cualquier reforma”, sería más preciso que “optimista” para descalificar el proyecto. 

 

¿Será optimista controlar la emisión y el endeudamiento externo y bajar la inflación que deteriora salarios e inversión, daña a los más pobres y pulveriza el crecimiento? El sistema automático de indexación inflacionaria de salarios y costos es perverso y explosivo. El presupuesto empieza a desarmar esa bomba de tiempo. Mas que optimista, es imprescindible. Se enviaría un mensaje muy pesimista y paralizante al sistema económico y a la sociedad si no se intentara. 

 

Lo que se solapa bajo el calificativo emocional es el temor a dar una opinión incómoda: la de que, para no bajar el gasto alegre, también llamado “conquistas” se lo debe financiar con impuestos progresivos a “los que más tienen”.  Un concepto precario que supone un ceteris paribus, un efluvio onírico económico que asume que se pueden aumentar o crear impuestos a lo que fuere sin que nada del resto de la acción humana cambie, y que el sistema digerirá cualquier nueva exacción sin que baje el empleo, o la exportación, la inversión, la innovación, las radicaciones, el emprendimiento y el crecimiento, o un poco de todo eso. Eso sí merecería descalificarse como optimista, por su negación de la realidad y de la evidencia empírica.

 

Es posible que se considere optimista que se incluya una variable importante de crecimiento del PIB, lo que permite una reducción porcentual del déficit. Esa critica sería válida si no se estuviesen incorporando paralelamente todos los supuestos antes detallados y solamente se confiara en la suerte o el voluntarismo, al mejor estilo de autoayuda o mindfulness. Similar a lo que hizo Macri que se terminó endeudando para pagar un gasto que no bajó en sus primeros dos años, o a lo que hace Fernández ahora, que todos saben que terminará en choque frontal contra el paredón de la realidad. 

 

Junto a la crítica del crecimiento se agrega que en el proyecto se baja la inversión del estado. Justamente es lo mejor del nuevo presupuesto: reconocer que inversión estatal es un oxímoron, no existe. Simplemente el estado toma recursos de los particulares y se arroga el poder y la habilidad de manejarlo mejor que ellos e invertir en ideas geniales. En este caso, el gobierno ha decidido confiar en los privados para realizar las inversiones y elegir las que más convengan. Por mucho que inspire temor a tantos discapacitados competitivos, todavía sigue siendo la mejor apuesta en el mundo, también en Uruguay, aunque usted no lo crea. 

 

La historia de las llamadas “empresas” del estado es gran ejemplo del desperdicio de los recursos del público y la discrecionalidad. Allí también habrá una lucha cuerpo a cuerpo contra los cómodos funcionarios que han hecho de ellas un feudo propio y secreto que se ampara en un anonimato de comité para no rendir cuentas. ¿Se peca de optimista por tratar de imponer criterios de eficiencia y transparencia en ellas? ¿O habrá que celebrar que un gobierno tome a su cargo esa tarea?

 

La desconfianza sobre el crecimiento proviene del criterio arraigado de planificación central. Se desprecia la capacidad y vocación de innovación y toma de riesgo del sector privado. No se cree en la cualidad de emprender del ser humano, al que se ha desestimulado. Sólo se confía en la burocracia del estado. El nuevo presupuesto delega la responsabilidad del crecimiento en los emprendedores privados. Ese concepto, que hoy se califica de optimista, es la base de la economía moderna y del bienestar. Esa es la esencia del programa 2021-24. 

 

Esto implica una desgastadora y dura tarea de los jerarcas involucrados. Un tesón diario y una obstinación que soporte todas las presiones y todas las resistencias. Y, sobre todo, la obligación de ser exitoso en el cumplimiento de las metas. Tal presión, para la burocracia y para los académicos, debe resultar insoportable e insufrible. Sin embargo, para cualquiera que haya gestionado una empresa privada de cualquier tamaño es habitual y elemental, sin lloros ni excusas. Para eso le pagan. 

 

Ya convalidado el término, cabe refrasear la pregunta. ¿El presupuesto es optimista en su formulación o es capaz de crear optimismo por sus propuestas? Todo presupuesto que controle el gasto y lo haga eficiente, que delegue el crecimiento en la acción privada y que proponga el esfuerzo de bajar la inflación y limitar la deuda debería llevar optimismo a la sociedad. A los economistas también. 



 

 

 

 

  

 

 

 

 



La redistribución de la ignorancia

La política y los contenidos educativos deben ser determinadas por el estado, no por los gremios


















Aburre la monotonía de discusiones que condenan a la repetición de conceptos hasta que se deje de jugar con las palabras y se hable en serio. Así, se repite a coro que la educación es la gran herramienta para permitir a la población aumentar sus oportunidades, facilitar el acceso al empleo y a un mejor salario, elevar su bienestar y su dignidad y mejorar la democracia al formar ciudadanos con discernimiento, que puedan participar con más recursos del debate sociopolítico imprescindible y, con suerte, elegir mejores gobernantes. “Gobernar es educar” debería ser el lema de todo político, y cumplirlo, no sólo declamarlo. 

La Federación Uruguaya de Magisterio se ha declarado “en conflicto” contra la LUC, y - por anticipado y preventivamente, contra la ley de Presupuesto. Es habitual que los sindicatos del estado mezclen deliberadamente la defensa de sus ingresos con planteos supuestamente benéficos para la comunidad. Nadie acepta que defiende sólo su salario, siempre hay una causa noble que se adosa al reclamo, para tornarlo altruista. 

El sindicato tiene todo el derecho a defender sus condiciones laborales, esa es su razón de ser, la única, y nada hay que criticar en ello, salvo refirmar que se trata de una tarea de esencialidad absoluta e indiscutible, y que su contraparte no es un empresario sediento de lucro tratando de robarle su plusvalía sino el estado, que presta un servicio social irrenunciable y fundamental.   

Hace rato que la discusión sobre la enseñanza se viene centrando en la participación del gasto educativo sobre el PIB, en una simplista igualdad: más gasto, más educación. Infantilismo que elude cualquier evaluación cualitativa, en esta lucha contra el mérito, bandera del gremialismo de izquierda (valga la redundancia). Una interesada actitud de nuevo rico que cree que cuanto más gasta mejor resultado tendrá. Se omiten así el ausentismo, el número de maestros por año que necesita cada grado, la formación docente y, especialmente, los contenidos, los formatos y las reglas de evaluación y promoción. 

No es una exclusividad oriental. Desde Argentina, el antiejemplo, hasta Estados Unidos, los sindicatos de la educación están en manos de alguna sucursal del marxismo, se oponen a las pruebas tipo PISA que evalúan la gestión docente, pretenden decidir sobre la política educativa y los currículos, y deseducan en el aula por su cuenta. Ocurre en muchos países. Salvo en Suecia, el falso ejemplo socialista, donde la educación es gratuita y costeada por el estado, pero en un alto porcentaje manejada por privados bajo diversos formatos, con control de los padres y del estado, como ha descrito este espacio reiteradamente.

En términos presupuestarios, no se trata de elegir un porcentaje mágico, sino de definir primero las necesidades en función de una política determinada, y luego establecer los recursos para cumplirla, cualitativos y cuantitativos. ¿Cuánto del presupuesto se gasta en sueldos de docentes, por caso, y cuánto en sueldos de la burocracia educativa, desde los altos niveles hasta la escuela de la esquina? ¿Cuánto en recursos humanos y cuánto en otras partidas? ¿Qué grado de ausentismo es tolerable? Qué grado de exigencia formativa es requerible? ¿Qué sistemas de gestión son los que mejor se adaptan a cada región, a cada grupo social? 

El estado no tiene el derecho, sino la obligación de determinar los planes, los contenidos y los mecanismos para cubrir las necesidades educativas. Lo dice la Constitución, lo dice la más elemental lógica sociopolítica. En esa función, el sindicato no tiene parte. Tienen parte las asociaciones profesionales, que no es lo mismo, tienen parte los pedagogos y expertos. Pero la política educativa y los currículos deben ser determinados por el estado. Cuando la FUM se pretende entrometer en funciones que pertenecen al estado y al Codicen, no ejerce sus potestades gremiales, sino su presión inaceptable. 

Es paradojal que este mismo sindicato, que se opone a la carrera docente universitaria, paso importante hacia la mejor calidad de enseñanza y la jerarquización y mejor retribución de la carrera docente, pretenda establecer la política educativa. 

El gremio es uno de los tantos que a cada paso amenaza con un referéndum revocatorio, un modo de devaluar los resultados electorales cuando no convienen. Sería bueno hacer un referéndum para preguntarle a la sociedad si está de acuerdo con la enseñanza que reciben hoy sus hijos, si cree que se los está preparando adecuadamente, si se los está muniendo de lo que necesitan para mejorar sus oportunidades y su bienestar. Claro que eso es inaceptable para un gremialismo que cree que las encuestas de las pruebas PISA son humillantes y estigmatizantes. ¿Cómo se va a preguntar a la sociedad semejante cosa? Sería empoderarla.

La fábrica de pobres sin chances en que se ha convertido la educación pública también ha influido en la elección de un gobierno de distinto signo para cambiar ese estado de cosas. Los gremios afines al Frente deben aceptar y respetar ese hecho. El de trabajadores de la educación el primero. Mandar a sus hijos a una escuela privada no es una decisión que las familias toman por esnobismo o para que sus hijos no se codeen con los pobres, como ama creer la izquierda. Es una determinación costosa y que insume sacrificios, un esfuerzo para que esos niños tengan un futuro que el sistema público les escamotea. El deterioro que causa el enfoque gremial en la calidad e inclusión educativa es un sabotaje a la enseñanza estatal que dice defender.

En ese proscenio, el gobierno debe hacer lo que sabe que debe hacer. De todos modos, aún una huelga general no cambiaría demasiado lo poco que se está ofreciendo hoy a los sectores qué mas lo necesitan.

Camino de servidumbre

Pocas veces como hoy la inmortal biblia ciudadana de Friedrich Hayek con ese título describe con tanta precisión el presente y el destino de una sociedad 

 



Hay que cambiar con urgencia el foco de la discusión. Para empezar, hay que llamar a las cosas por su nombre. Partir por reconocer, como un hecho incontrastable, que ésta es la tercera presidencia de Cristina Kirchner. Sostener de buena o mala fe que Alberto Fernández tiene un plan propio, o que se trata de un moderado que sufre diariamente la presión de su vicepresidente es no sólo equivocarse, sino regalarle tiempo y espacio al proyecto de unicato feudal de la virtual presidente, o presidenta, para complacerla en su lenguaje seudoreivindicador.

De modo que haría mejor la prensa bien intencionada si dejara de explicar la realidad en términos “Alberto es bueno, Cristina es mala”, un maniqueísmo forzado que a muchos todavía les hace pensar que hay alguna oportunidad de cambio, o que hay dos peronismos, o que existe alguna alternativa interna al camino de hierro que ha trazado la totalitaria conductora del peronismo. 

La tozudez conque la trimandataria insiste en recorrer los mismos fracasados caminos, a repetir las mismas precariedades conceptuales y a burlarse de todos los principios, de todos los acuerdos, comenzando por la Constitución y avasallando a su mansa oposición, obliga también a esta columna a repetirse en sus conceptos hasta el aburrimiento de la lectora. Pero habrá que hacerlo indefinidamente, hasta que se aprendan y entiendan las lecciones del pasado, como dijera Voltaire, un campeón de libertades. 

La viuda de Kirchner maneja su partido, movimiento, coalición o como se le quiera llamar, como siempre lo ha hecho: a los gritos. Esos gritos, no permiten que se escuche el grito de la gente en la calle, por eso se lo minimiza, desprecia, ningunea y persigue con la policía intimidante y pegadora y con intendentes y gobernadores mafiosos. Los calificativos usados contra los manifestantes por los dirigentes justicialistas al unísono, como correponde al unicato, son repudiables, antidemocráticos, ofensivos e insultantes para los ciudadanos que marcharon con todo derecho, con todo orden y con toda razón. 

Es obvio que la pandemia ha venido como anillo al dedo al sueño de la madrina del movimiento (lo de madrina no dicho en sentido religioso sino puzziano), que encuentra un terreno pavimentado de terror por el virus y por la acción intimidatoria de su sistema persecutorio y acusador, y a una población que ha naturalizado que la vida funciona solamente el día de la semana en que se le permite revivir según el número de DNI, el chip precario que maneja su libertad condicional de zombie. Nada más funcional para imponer controles, prohibiciones, destrozar la educación y desviar la atención de un país en vías de desaparición. Un ensayo general de dictadura. Y de paso, ha permitido hacer negocios con compras de insumos inútiles, testeos dudosos, vacunas que se promocionan como gratuitas y sin lucro y no lo son, y todos los manejos que han sido un estándar del sistema de salud nacional kirchnerista, que incluyó la provisión a los viejos de medicamentos oncológicos vencidos y hasta falsos. 

La triste súplica de una niña con una enfermedad terminal para poder despedirse de su padre, no es solamente una demostración de la imbecilidad de una fría y estúpida burocracia. Es una proyección del futuro en manos de alguien a quien los problemas de la sociedad no le importan. Le importan solamente sus negocios, sus resentimientos, sus necesidades, su egoísmo y mantener el poder. Y de paso, es una demostración de lo poco que vale la palabra de quien oficia de presidente, que dijo hace pocos días que no existía la cuarentena. 

Con el país en emergencia sanitaria y en agonía económica, avanza el proyecto de pulverización de la justicia, que es mucho más que un programa de impunidad y venganza. Aquí también se confunden los comunicadores y caen en una minimización del plan. Adueñarse del control de la justicia es silenciar a los ciudadanos, dejarlos indefensos, hacerlos sentir desamparados y atemorizados. El artículo propuesto por el amanuense Parrilli, seguramente instruido a los gritos (a los de la señora sí se los acata) no es meramente un ataque a la prensa, como clama al unísono corporativo el periodismo. También amenaza a cualquiera que opine o peticione, desde una carta de lectores a un tuit, que pueden ser reputados como presión a un juez, quién sabe con qué criterio. “Las presiones de las amistades” -dice el artículo propuesto. Suena a mazmorra lúgubre. No van por la prensa. Van por todos. ¿No lo están haciendo ya, cuando persiguen con multas y maltratos a los que manifestaron en el banderazo? La marcha es considerada una presión inaceptable por la subsidiaria local del chavismo. Para Cristina nada es peor que perder la calle, como ella predica.  

Lo mismo cabe aplicar a los análisis y opiniones sobre el futuro económico. Hay que ser más sinceros. No hay derecho a fomentar ninguna esperanza en un país con cepo cambiario dictatorial sin reservas ni crédito, sin ninguna inserción seria internacional, con fuertes restricciones a la importación, y con una exportación limitada por el control de cambios y las retenciones. En un país cuyo sistema productivo, en especial el agro, no cree en Cristina Kirchner, que lo ha esclavizado, arrodillado y explotado como otrora los mapuches a los tehuelches. No hay derecho a ignorar que ningún inversor externo ni empresa importante cree en ella. Cuando tras las PASO se sinceraron dramáticamente las expectativas y las calificaciones del país, Mauricio Macri soltó una frase que puede haber sonado antidemocrática y despectiva para los votantes: “eso votaron, eso tienen”. Se la puede calificar como a cada uno le guste, pero el diagnóstico implícito es certero. 

No es un servicio a la sociedad hacerle creer que hay oportunidades de ningún tipo mientras la viuda de Kirchner esté en el poder. No las hay por su propia incompetencia, sus precarias y genéticas convicciones y las de su partido, su manejo voluntarista y populista, y, sobre todo, porque nadie con un dedo de frente invertirá un centavo, a menos – como sostuvo esta columna- que sea un cómplice. Por eso los emprendedores y las empresas extranjeras se quieren ir, por eso nadie quiere venir. Por eso Google, radicará un centro de datos en Uruguay, no en un país donde Mercado Libre es perseguida por el poder y cercada y extorsionada por la famiglia Moyano. Sabido es que Argentina es un mercado sólo para proteccionistas que hacen plantas con créditos regalados por el estado y luego le venden a ese mismo estado sus productos o servicios, o se los venden oligopólicamente y caro a los consumidores. Es cierto que también es un error creer que a la mandataria de Recoleta le interesan las consecuencias de sus políticas o despolíticas económicas. La economía no le importa. Le importa el poder. Por la economía siempre se puede culpar a alguna potencia extranjera, a alguna conjura internacional, a la oligarquía, ahora a la pandemia (no a la cuarentena que no existe). Venezuela es un ejemplo de que todo es posible y de que la sociedad se traga a la larga cualquier patraña, y si no, siempre está el fraude. 

La improvisación sobre el manejo de las reservas y la venta de dólares a particulares, la confusión deliberada que hace pensar al gobierno que los dólares son del estado y no de la gente, en especial los que están en las cuentas bancarias, presagian peores alternativas. Por eso también es iluso proponer empezar a negociar ya con el FMI como sería recomendable, en vez de esperar a que pasen las elecciones. No ocurrirá. El manejo de la jefa del peronismo se basa en la prepotencia y la obstinación. No en la negociación. 

Por eso es importante no ayudar a crear ninguna expectativa sobre Alberto Fernández, un presidente nominal que debe sentirse muy mal al mirarse al espejo al afeitarse, con el triste papel que se le ha adjudicado, presidente de la pandemia.  Ello para no desviar la urgente atención de la ciudadanía sobre el proyecto hegemónico de Cristina Fernández, que no es la mera impunidad, ni la venganza, apenas un umbral en su hubris.  Se trata de su proyecto monárquico familiar que culmina en Máximo, que tiene nombre de emperador, al que quiere ver como heredero de su corona y como Lord Protector. En eso piensa cuando dice “la historia ya me absolvió”.

El Máximo mediador y componedor que ya está vendiendo alguna prensa, como el que impone su criterio en las luchas internas y modera a su madre, controla y negocia con Massa y es líder de La Cámpora. Otro héroe griego fabricado como antes Zaffaroni, Gils Carbó, la Cristina oradora y ahora gran política, la Carlotto buena, el Lavagna opositor y el Néstor prolijo administrador o el Berni Rambo. 

Máximo es el máximo peligro, porque para que se cumpla el sueño cristinista de legarle el poder, debe primero ser emperatriz y déspota, paralizar a la oposición, cambiar la ley electoral, silenciar toda crítica y profundizar el populismo a toda costa.  Y lo hará. El atropello de ayer a los servicios de Internet, Cable y Telefonía son un ejemplo de extorsión, revancha y estilo de negociación kirchnerista de baja estofa, de los que habrá muchos más. 

Quienes no quieran ese destino para Argentina, deberían declararse ya mismo en estado de movilización y marcha permanente, de rebeldía pacífica ciudadana, de reclamo continuo ante la prensa, los políticos, las instituciones locales e internacionales, como lo que ocurrió en la marcha del 17 A, cuyo grito el gobierno no quiso escuchar porque los que gritan no tienen razón. ¿Cómo George Floyd? 

El título de la nota y la referencia a Hayek no son un recurso periodístico. El maestro describió en su libro el comportamiento de todos los Stalin, los Hitler, los Chávez, los Perón, los Kirchner en distintos grados,  que pretenden saber más que los propios individuos lo que le conviene a cada uno y que terminan siempre en algún formato totalitario o dictatorial. 

Porque la fórmula de cualquier populista es muy sencilla. Primero hay que lograr un individuo temeroso y disciplinado, que se subordine a un estado que lo ha acostumbrado a depender de él para su seguridad, su salud, su sustento y su felicidad. Después, simplemente hay que apoderarse del estado. Y conservar el poder.




La inflación, el cruel impuesto a los pobres

Financiar el gasto con emisión es un facilismo político que termina costando muy caro a los supuestos beneficiarios de la bondad estatal




















Los reyes alteraban la ley de sus monedas para engañar a la población. Así les hacían creer que tenían el contenido habitual en oro o plata, cuando en realidad habían sido alteradas con algún metal de ley más baja para reducir el contenido de metales preciosos. Un simplista y tramposo dolo para no tener que aumentar los impuestos conque los soberanos financiaban sus guerras, sus prostitutas, sus orgías, sus cortes y sus disparates. - Al menos por un tiempo - diría Luis XVI. Lo mismo ocurre hoy cuando el estado emite más billetes que los que requiere la economía para un nivel de actividad dado, cualquiera fuera el propósito. La fórmula áurea MV=Py es inexorable. Casi una perogrullada: la cantidad de moneda en circulación multiplicada por la velocidad de rotación del dinero es igual al producto de todos los bienes y servicios que se adquieren multiplicados por sus precios. Toda economía gira en torno a esa equivalencia. Negarla es una dilación decisional que crea pobres y los eterniza cruelmente. 

Este fin de semana dos notas del diario, una de Ricardo Peirano y otra de Nelson Fernández, analizan el problema desde dos ángulos complementarios. La primera versa sobre la necesidad de dejar de usar la inflación como recurso técnico válido. La segunda, se refiere a la importancia de la seriedad presupuestaria, más importante cuanto más pequeña es la capacidad económica de un país. Ambos criterios debería ser un catecismo laico para cualquier gestión y para cualquier dirigente político, sindical o empresario que se precie de ser responsable. 

Tal cosa no ha venido ocurriendo. Se sabe que todo aumento de gasto del estado sólo puede financiarse de tres maneras: con más impuestos, con más deuda o con más emisión. La idea que aplica el peronismo argentino, y aún la de Macri, de sostener un nivel de gasto exorbitante y financiarlo con crecimiento, es técnicamente incompatible, políticamente suicida y socialmente caótica.

Endeudarse no tiene buena prensa y tomar deuda para pagar gastos corrientes es demasiado irresponsable aún para los estándares vernáculos. Y cualquier nuevo impuesto tiene costos políticos y económicos difíciles de encarar. Entonces la emisión es una solución fácil e indolora en el corto plazo, equivalente a sisar el oro de las monedas, como aquellos reyes, para financiar las mismas cosas que ellos, aunque con otros nombres y eufemismos. 

Los gobiernos frenteamplistas, que habían sacado pecho como redistribuidores de riqueza durante la bonanza sojera, no tuvieron el coraje de retroceder cuando se acabó la lluvia de maná, como ha sostenido esta columna. Cuando se agotó la tolerancia tributaria y se llegó al borde del crédito, el saldo deudor de las seudoconquistas sociales se financió con emisión. Y al empezarse a notar los efectos de tal mecanismo, para seguir manteniendo esas supuestas conquistas, se inventó otra conquista: el ajuste por inflación automático de todos los salarios y prácticamente de todo el gasto y la economía, más grave cuando los salarios del estado son más altos que los privados, otra aberración concesiva y distorsiva. 

Eso condena a un reciclaje inflacionario creciente y empobrecedor de solución virtualmente imposible. - ¿Y qué esperan, que la inflación la pague el trabajador? – Es la respuesta inmediata y fácil.  Eso pasa porque también para la sociedad la emisión-inflación es un método cómodo. E hipócrita. Se aplaude el gasto, se clama contra la inflación.  O se protesta contra el IVA, porque no es progresivo, un concepto ideológico irrelevante económicamente, pero se tolera la inflación que es un impuesto más regresivo y mucho más dañino para las clases trabajadoras y las de menos recursos.  Se abraza la emisión porque financia el ingreso propio, y se niegan sus efectos inflacionarios, como cuando se culpa al valor del dólar por la suba de precios y se finge ignorar que lo que ocurre es que el peso va perdiendo su valor y la divisa sólo lo refleja. 

La inflación tiene otro grave efecto: distorsiona los precios relativos, es decir que dirige mal los recursos financieros y de todo tipo. Daña así a sectores que deberían ser estimulados y premia a los ineficientes. Ahuyenta la inversión y lastima la generación de trabajo y el bienestar general, con lo que afecta más a quienes nominalmente se creen beneficiados por el exceso de gasto que la produce. Además de hipocresía de la sociedad, una estafa del estado. Como la de los reyes. 

El momento de corregir ese vicio, es la discusión presupuestaria. Allí se ve la capacidad de gestión, el coraje, la técnica, la capacidad de persuasión, la perseverancia, el detallismo y la firmeza de convicción. Particularmente necesarias en un país donde la Constitución consagra el derecho a la eternidad y la intangibilidad indexada del gasto que beneficia aparentemente al sector estatal, pero que no se ocupa de limitar con una regla fiscal el déficit fatal y la potestad de los reyes contemporáneos de seguir acuñando moneda cada vez con más cobre y menos oro.  

La impunidad de los países centrales hace creer que sus irresponsabilidades fiscales y monetarias no tendrán graves consecuencias. Lujo que no se pueden dar las economías más pequeñas. Cuando se critica al peronismo argentino se omite deliberadamente que su mayor culpa ha sido ignorar estos principios en nombre de su populismo y de haberlo contagiado a todo el sistema político. 

Defender o garantizar conquistas que no se puedan sostener con equilibrio presupuestario, es condenarse a la inflación, a la desinversión, o ambas. La inflación es siempre y en todo momento un fenómeno monetario, decía Friedman. Cabría agregar, irrespetuosamente, y un fenómeno de hipocresía.





El contagio del virus argentino

Como en toda pandemia, sería saludable mantenerse aislado de la contaminación ideológica, populista y totalitaria del ARN kirchnerista


Al borde del reseteo mundial, importa que cada país haga su introspección sobre sus relaciones internacionales. Localmente, es lógico que el análisis haya empezado por Argentina, por evidentes razones. Razones que habría que revisar. 

Al repasar los últimos 75 años, se advierte que -salvo con Menem - el peronismo y su versión potenciada, el kirchnerismo, han lastimado siempre a Uruguay, con prescindencia de cual fuera el grado de acercamiento o de afinidad entre los gobiernos. El odio a la libertad que profesaba Perón fue sufrido mutuamente en los años 50, si hace falta recordarlo. También ambos pueblos sufrieron el bloqueo que inventó un coimero entrerriano sobre los vitales puentes, inaceptable desde todo punto de vista, arteramente ignorado por el matrimonio Kirchner. 

No sirvió de mucho la afinidad ideológica entre los gobiernos bolivarianos de ambos países cuando Cristina denunció a Uruguay por las pasteras o cuando lo delató ante las orgas antilavado y forzó una sobrerreacción del sistema, tras caratularlo como protector de delincuentes. (Delincuentes kirchneristas, en todo caso) Del mismo modo que -en el sentido opuesto- Macri no tuvo un solo acto en contra de Uruguay pese a los desprecios del Frente Amplio y a las discrepancias en torno a la dictadura de Maduro. 




La acertada afirmación de Jorge Batlle - cuyo único error fue disculparse - sobre la corrupción multipartidaria y corporativa argentina, no cambió las cifras de comercio mutuo, no justamente por su plañidera retractación, sino porque la economía de las empresas y los consumidores funciona de otra manera. 

No parece haber antecedentes que prueben que hacer concesiones ideológicas o de cualquier tipo al patriagrandismo del matrimonio político de Cristina y Alberto Fernández, tendría una reciprocidad beneficiosa para el país y mucho menos que sirviera para afiliarlo a alguna ideología regional capaz de ayudarlo económicamente.  Los afines a tal idea están claudicando, como México, o se están muriendo de hambre. Por eso la renuencia de Talvi a nominar al gobierno de Maduro como dictadura fue incomprensible: ni siquiera tenía utilidad alguna. 

Aún si en un supuesto extremo se creyese que la genuflexión ante cualquier gobierno vecino podría ser una opción válida, resultaría una ímproba tarea subordinarse a algún criterio. Fernández (Alberto) cambia de opinión con cada discurso. El riesgo de solidarizarse con él es doble. Complacerlo hoy es tener que contradecirse junto con él mañana. O peor, hacer enojar a Fernández (Cristina) cuando sale a enmendarle la plana destemplada y groseramente. Y pactar con Cristina o querer ganarse su lealtad, es como pactar con un áspid, tanto por las consecuencias como por el rechazo del sistema mundial que acarrea.

La incursión mediática del presidente Lacalle Pou, que debió haberse limitado a una sola entrevista por  técnica comunicacional, evidentemente ha enojado al kirchnerismo, que no soporta ni los pequeños éxitos ajenos ni la más pequeña manifestación de libertad. Pero no fue una ofensa, ni sería digno que hubiera que consultar con los Fernández cada paso a dar. Tampoco fue decisiva para mover una emigración colectiva hacia estas playas, en el sentido metafórico del término. El gobierno argentino ya ha hecho en pocos meses lo necesario para empujar a su sector productivo y emprendedor a las balsas, si fuera necesario. Esta columna sostiene que no hacen falta estímulos adicionales. Los antecedentes de Cristina y su secuela futura, Máximo Kirchner, son mejor publicidad para la huida que mil entrevistas al presidente uruguayo. 




En término de los intereses estratégicos, que es lo relevante, todo hace pensar que la conveniencia oriental, más allá de las afinidades políticas, pasa por un Mercosur al estilo brasileño y paraguayo, no con la concepción argentina, que será proteccionista a ultranza por varios años. De paso, el vecino rioplatense tenderá más a ser un competidor desesperado que un socio complementario. No por razones políticas o ideológicas, sino porque sólo le ha quedado el agro en pie, con él tiene que mantener un aparato estatal descontrolado que además de tener un costo de gestión burocrática impositivamente insoportable, es una máquina de subsidiar al voleo que absorbe todo recurso hasta dejarlo exprimido como una naranja chupada en un día de calor. 

La actividad comercial entre ambos países no dependerá entonces del juego de las lealtades, ni de los gestos de buena voluntad, sino de la suerte económica argentina, de su demanda interna y de su capacidad de generar dólares, que cada vez luce más flaca y lejana. Argentina, a quien Uruguay tiende a mirar como un país grande, amenaza convertirse cada vez más en un país pequeño, pequeño, y no sólo en lo económico. 

De paso, nada conviene menos a la economía oriental que un gobierno proteccionista y populista en Argentina. Lo que no difiere de lo que ocurre en todo el mundo: nada conviene menos que el populismo y el proteccionismo, propios y ajenos. Máxime en la pospandemia. 

Egoístamente, a riesgo de parecer pesimista, adjetivo conque los amantes de la autoayuda califican a las verdades que les molestan, habrá que recordar lo que saben muy bien los tripulantes de barcos pequeños: conviene no estar cerca del transatlántico que se está por hundir. Eso también es geopolítica. 

El populismo socialista quiere una hegemonía supranacional de poder absoluto, la homogeneidad ideológica y la protección política mutua. Quienquiera fuere el presidente de la nación, en cambio, tiene una sola obligación y una sola misión geopolítica: hacer lo que crea mejor para el país, que lo eligió para eso. El resto es ceniza partidista.