Trump, sin freno, contra la globalización y el mundo


Atrapado por sus impulsos precarios, su enfoque pueril y su desconocimiento político y económico, el presidente americano completa ahora su ciclo de furia arrojando el rayo proteccionista de los recargos de importación sobre el sistema estadounidense y global.

Trump viene tomando decisiones ruinosas. La idea de reunirse con el delirante líder de Corea del Norte - que no puede salir bien – preocupa a los pocos asesores sensatos que le quedan y al sistema de inteligencia política americano.  La cumbre no aliviará las tensiones de una nueva guerra fría, sino que las aumentará, frente a la más que posible eventualidad de un final de sainete con rencores, amenazas y escaramuzas costosas.

El partido republicano, que en un principio parecía que pondría límites a su presidente, fue seducido con la dulce melodía del aumento notorio del gasto armamentista y el de las operaciones de inteligencia y bélicas. El gasto militar es un suculento botín para muchos sectores del partido, como lo son los servicios de tercerización de tareas de guerra y la subcontratación de empresas privadas de soporte en el campo de batalla y aún operativas, en misiones de espionaje y en operaciones secretas de la CIA o la NSA. Que además de su adjudicación discrecional, tienen la ventaja de no ser auditadas. Esto asegura el apoyo de un importante número de senadores.

Mientras se siguen discutiendo otras reformas igualmente peligrosas, retrógradas y rentables, Donald avanza sobre la economía mundial con su versión proteccionista al mejor estilo de los años 30, con los recargos específicos al acero y el aluminio, los aranceles por 60.000 millones de dólares al voleo que impone a China, el repudio y revisión de tratados,  y amenazas diversas en caso de retaliación. Esta protección también es del agrado de los estados republicanos del norte, que vieron esfumarse sus industrias primero por la obsolescencia propia y luego por el efecto de la globalización. Trump suma apoyo republicano, pero como se verá, los estados del sur - demócratas – sufren y sufrirán las consecuencias, de estas medidas. Y también las sufrirá el conjunto de la sociedad americana.

Tanto esta política como la de las rebajas impositivas, ha “vendido” a Trump como una especie de paladín libertario, un luchador por la ortodoxia económica de la mejor Escuela Austríaca, un campeón de los derechos de los que no tienen trabajo, los desplazados del pasado y los futuros desplazados por la robótica, la competencia desleal de toda la humanidad y otros fantasmas. Apresurémonos a decir que estas políticas no tienen nada de ortodoxia, ni son liberales, ni son de la escuela austríaca ni tienen pies ni cabeza.

China ha tenido y tiene conductas comerciales reprobables que debe modificar, pero  eso no debe llevar a verla como el monstruo que pinta el multifallido magnate. Y aun si lo fuera, habría que aplicar el principio fundacional de la teoría del libre comercio: si un país estuviese loco y regalase sus productos, los consumidores de EEUU y el resto del mundo deberían aprovecharse de tal generosidad y comprarle a raudales para usufructuar semejante ganga.

Uno de los peores aspectos de la medida es que deja al presidente la potestad de aplicar o quitar los recargos a los países que él decida, un criterio fulminado por Mises y Hayek, por los aspectos éticos y autocráticos y  por la imprevisión que crea en la economía. Como las reglas económicas rigen tanto a Haití como a Estados Unidos, este proteccionismo incipiente y su inevitable aumento, encarecerá los costos de vida del consumidor americano, bajará sus exportaciones y reducirá su bienestar, tarde o temprano. El problema es que esos efectos se trasladarán a casi todo el mundo, ya que China obra como una maquiladora global. Si se agrega el efecto de la etapa de retaliaciones comprensibles pero insensatas que acaba de comenzar este país,  el panorama se complica aún más. “Es un modo de negociación” – dicen algunos. Han empezado guerras así.

Se tratan de actos de proteccionismo populista, que aumentará la ineficiencia y no producirá un  incremento de los puestos de trabajo, que hoy crecen por otras causas. Basta comprender que las empresas relevantes como fuentes de empleo en la industria del acero americana, no son las que producen acero y aluminio, sino las que elaboran bienes en base a acero o aluminio. Los precios de esos productos subirán, sus ventas bajarán. El empleo no vendrá.  La reacción visceral a la baja de Wall Street el jueves, dure o no, muestra que hay sectores que temen eso, aunque a los republicanos las medidas les parezcan adecuadas y beneficiosas y estén hartos de “regalar sus puestos de trabajo” y otras precariedades intelectuales.  Sin contar con que no es hoy la industria la generadora de trabajo.

Un análisis parecido cabe sobre el paquete impositivo. En esencia, baja 10 puntos promedio el impuesto a las ganancias de empresas, y mantiene igual o ligeramente más alta la presión sobre los privados. Esta baja del impuesto a las empresas, que ya barajaba Obama, tiene como primera razón el detener la radicación de empresas en el exterior, no sólo en áreas off shore, sino en cualquier país que les cobre menos tributos, como ocurre con Apple, MacDonalds, Starbucks o Uber. La idea es que esas empresas regresarán a tributar a Estados Unidos, tal vez con un cargo bajo por los períodos anteriores. (también previsto por Obama)

Esto también suena muy bien al Partido Republicano. Esta rebaja anuncia el turno del ofertismo, o supply-side economics, teoría que establece que al bajar los impuestos a las empresas, estas aumentarán su inversión y consecuentemente su producción, y al incrementar la oferta, terminará agrandando la demanda. Un principio que se sustenta en la ley de Say, que postulaba que toda oferta crea su propia demanda. Un grave error de interpretación, porque la ley del economista francés no dice lo que se cree que dice. Con lo cual la teoría trumpista hace agua.

Se desempolva entonces la curva de Laffer, el economista americano que asesoró a Reagan, que determinaba que a hay una relación de tasa/recaudación óptima, y que a una tasa más alta la recaudación baja. Pero Laffer nunca dijo que eso se debería a un aumento de la actividad, sino a la menor evasión. Eso tiene menos valor hoy, en que la evasión es cada vez menos factible, aunque puede aplicarse a las radicaciones en otros países contra la que Trump lucha no sólo con esta ley sino al estilo Moreno, “apretando” empresas. Por eso, esperar un aumento de inversión y actividad que compense la falta de recaudación por vía de un crecimiento del PBI, es irresponsable. Pude hacerle una larga entrevista al creador de la curva en 1993 y coincidió en que la baja de alícuota no tiene demasiado efecto ni en la demanda ni en el crecimiento del PBI. Y además sostuvo un punto clave: que si se aplica una baja en la tasa a empresas en una política de ofertismo, es fundamental bajar el gasto del estado, para no terminar generando más déficit, más deuda y más costos al sistema. Curioso que el mensaje sea siempre el mismo: baje el gasto, después piense en políticas tributarias y otras variantes. Se suele olvidar esa parte de la receta.

Trump no es el dueño de esta idea. Los republicanos lo hicieron con Reagan. Bajaron la tasa y subieron el gasto. Y esperaron que el ofertismo aumentara el PBI, lo que equilibraría la ecuación fiscal. Pues no ocurrió. El gasto subió, (en especial el militar y el de seguridad) como ahora, el déficit creció, el empleo se estancó y finalmente, Estados Unidos triplicó su deuda externa, un record absoluto hasta ahora. No hay ninguna razón para pensar que esta vez no ocurrirá lo mismo. La deuda, que hoy representa el 70% de su PBI, prevé llegar al 100% en poco tiempo. También las proyecciones del déficit siguen esa tendencia alcista. Algunas empresas que se han beneficiado con la baja tributaria han otorgado bonuses a su personal, y otras han prometido repatriaciones de capital, (sin efecto alguno sobre la economía) y otras algunas pocas inversiones. Nada más. Colegir que habrá un boom de inversiones es un exceso de optimismo, y el escenario tenderá a parecerse al descripto de Reagan.

Desde la limitada óptica del inversor de Bolsa, la baja mejorará los dividendos, si las empresas deciden distribuirlos. Lo más probable es que muchas recompren sus acciones, lo que generará una ganancia de capital, que podrá crear algunos ricos más, pero no mejorar la economía. Si al aspecto fiscal se le une el proteccionismo, el futuro se agrava, porque la combinación es paralizante, como sabe cualquier argentino.

Tanto esta rara política fiscal, como el proteccionismo, como el fuerte aumento del gasto armamentista y del gasto en general, está en el corazón de la mayoría de los republicanos. Lo mismo se puede decir del concepto de “América para los americanos”  reflotado por Trump y de su reivindicación de la teoría del garrote y la zanahoria de Teodoro Roosevelt. Y en una no casual simetría, lo mismo ocurre con su política internacional de prepotencia e imposición.

No habrá que olvidar que a fines del gobierno de Clinton - que bajó el gasto militar por única vez en un siglo y llegó a tocar el déficit cero - la FED discutía cómo actuar en un contexto en el que la tasa de interés no se pudiera manejar porque EEUU no tendría deuda. Después de ese momento único, vendría el 9/11 que justificó la política republicana de George W. Bush, con estas mismas ideas de déficit, belicismo y endeudamiento de hoy, que Obama no cambió.


Enredado en ideas pueblerinas y obsoletas, Trump lucha contra la globalización como un quijote desaforado e impulsivo, apoyado por su partido de gerontes. En esa lucha estéril Estados Unidos puede recibir el golpe de gracia a su liderazgo.


OPINIÓN | Edición del día Martes 06 de Marzo de 2018

Por Dardo Gasparré. Especial para El Observador

El candidato ideal para el Frente Amplio

Si se pudiera importar políticos, Donald Trump podría perfectamente ser el candidato que le está faltando al Frente Amplio para ganar las elecciones del 2019 y seguir profundizando su proyecto, para darle un nombre. Basta analizar su CV.

Fruto de una heterogénea mescolanza, desde el resentimiento hasta el proteccionismo, de la melancolía de la industria caduca y marchita americana a los que quieren un país viviendo con lo propio y alejado del globalismo –que para esa concepción “los explota, les roba su riqueza y se aprovecha del país”– DJT se especializa en ganar elecciones porque sus rivales dentro y fuera del partido son débiles, carecen de grandes ideas y son incapaces de unirse en un proyecto superador. O incapaces, simplemente. En este escenario estará como pez en el agua.

Particularmente atractivo debe resultar su planteo de defensa de los puestos de trabajo, que promueve vía la reactivación de actividades obsoletas, aún a costa de encarecer el costo de vida de todos sus ciudadanos. Temeroso de los tratados, que sólo quieren “burlarse y aprovecharse de esta gran nación” no sólo no los busca, sino que rompe o ignora los firmados, hasta extremos operísticos, sin importarle que su país sea víctima de la inseguridad jurídica y política que inaugura.

Es cierto que Uruguay no le ofrecería la oportunidad de recomenzar una carrera armamentista que aumentase el gasto y triplicase la deuda como Reagan, récord que parece empeñado en batir, lo que además aumentará el riesgo mundial de destrucción. Pero puede encontrar sustitutos equivalentes en la construcción de corredores viales, la creación de aerolíneas virtuales o reales con avales estatales, o la producción de cemento y alcohol a pérdida administradas por un tumulto.

Donald es aún más eficiente que el trotskismo-socialismo local cuando llega a las prestaciones sociales. Va a dejar a casi la mitad de la población sin sistema de salud, pero de un plumazo, sin pasar por la engorrosa tarea de ir sembrando de corrupción e ineficacia cada uno de los entes públicos destinados a brindarla. Eso ahorra mucho costo político y reditúa en términos de ahorro para otros gastos más relevantes, como la construcción de un muro con algún horrible país vecino. (Not with Argentina, Donald, we love you.)

Tal proyecto evitaría la necesidad de verles las caras a Macri, Temer o Piñera, al menos hasta que asuma Lula, si no va preso antes, lo que posibilitaría el lucimiento del azafranado líder en su especialidad, que es la política internacional, que maneja con medulosos análisis, anteponiendo siempre los intereses de su ideología, (dicho en sentido amplio) a cualquier interés del país.

Frente a los casos de falta de transparencia y corrupción que empecinadamente la realidad insiste en hacer creer que existen, Trump ha demostrado una línea sumamente eficaz, al echar al Procurador General y al jefe del FBI por intentar investigarlo. Nada de perder el tiempo con tribunales de conducta, juntas de ética y otros obstáculos similares uruguayos. Por algo es un CEO.

Si bien el presidente del mundo no está a favor de subsidios, asistencialismos, planes de empleos y similares, como ocurre con el avanzado y atrasado progresismo oriental, los está creando vía los recargos de importación, anulación unilateral de tratados, amenazas de retaliación a quienes retribuyan ese proteccionismo con medidas “quirúrgicas” equivalentes. “Será fácil ganarles”, alardea como si estuviera en El aprendiz, el programa que lo hizo famoso y ridículo.

Para dar un ejemplo, imagínese lo útil de tener un presidente vociferante y golpeador de mesa cuando haya que discutir la cláusula 30 del tratado del Mercosur con los demás socios. Tras mandar a su yerno a explicarle a los juristas regionales que la cláusula no existe, cuando cesen las risas, lidiará para torcerles el brazo, como sólo él sabe hacerlo con Brasil, por ejemplo, el socio-capanga de la alianza para el atraso del cono sur. No es que esa cláusula vaya a servir para algo, porque el sindicalismo trumpista oriental, como es sabido, ha determinado que cualquier tratado es nocivo para el país. Se trata de disciplinar a las potencias vecinas, simplemente. Habrá que reforzar algo la fuerza aérea y el gasto militar, pero eso no es problema para el potencial candidato frenteamplista, que se especializa en triplicar los gastos militares junto con la fortuna de los miembros de la comisión de armamento del Senado americano.

Ahora viene un punto crucial: el tipo de cambio. Potus tiene aquí un enfoque ecléctico. Dice que el dólar debe ser una moneda fuerte. Pero hace todo lo posible para debilitarlo. Baja los impuestos a las empresas para tentarlas a que inviertan nuevamente en el caro e ineficiente sistema americano, al mejor estilo de lo que ocurre con UPM. Por supuesto, ha descartado llegar a ese logro bajando gastos y consecuentemente impuestos. Basado en la curva de Laffer –que no sostiene lo que él cree que sostiene – baja los impuestos y cree que eso aumentará la inversión, la producción, el consumo y el PBI, y como resultante la recaudación. Debe pensar que el record porcentual de endeudamiento obtenido por Reagan con el mismo concepto, se debió a factores exógenos. De paso, para reforzar el efecto combinado de baja de impuestos y gastos de armamentos, recrea la situación de guerra fría con Rusia. Lo asesora el pasado. Tiemblen Paraguay y Brasil.

Donald también busca un aumento de la inflación, asesorado aquí por Krugman, (Paul, el Premio Nobel, no Freddy Krueger). Un sinceramiento que sería una bocanada de aire fresco para el gobierno local, que consume grandes energías en el tema, en una lucha estéril contra sí mismo. Se da un poco de patadas con la ortodoxia, pero tras la firma del pase el nuevo presidente lo arreglará. O dejará de tuitear de eso. Y ni siquiera hace falta discutir la política salarial: la propuesta del líder de occidente es un fuerte aumento liso y llano del salario básico.

Es innegable que ningún otro político (para llamarle de algún modo, otra vez) ofrece las enormes similitudes entre su plataforma y las del Frente, de modo que la defensa descansa. Hasta aquí llega la ironía, el sarcasmo y el sadismo. Ahora viene la seria recomendación de fondo.

Este conjunto de políticas de Trump es malo para cualquier país en cualquier lugar del mundo, en cualquier época. El hecho de que lo aplique en Estados Unidos no atenúa el error. La diferencia está en que mientras los errores americanos se diluyen en el tiempo, se reparten entre toda la humanidad, se tapan con emisión mundial, se ocultan con la prédica de expertos rentados, sus ecuaciones y sus teorías sociológicas y económicas maquilladas- que siempre se prueban equivocadas, después – copiar el proteccionismo, el populismo, el endeudamiento, el déficit, la irresponsabilidad fiscal y una improvisada política internacional, es mortal para los países chicos, que no tienen redención alguna cuando caen en esas prácticas.

Usar esos criterios con la excusa de que “lo hace Estados Unidos” es un concepto fatal. Como un chico que quiere copiar el salto de un motociclista a través de un círculo de llamas u otras proezas similares. Cabría aquí colocar el clásico disclaimer: no lo intente en su casa. Aunque ya se lleve doce años intentándolo.

No deja de ser una lástima para quienes necesitan desesperadamente un candidato, que ahora Trump haya decidido –en broma hasta el cierre de esta nota– copiar la eternización de su colega chino. Toda una muestra de madurez. O de Madurez. 



Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador


El falso dilema entre democracia y seriedad económica

Confrontados con la imperiosa necesidad de tomar un camino de seriedad fiscal, apertura comercial, prudencia en el endeudamiento y otros principios de ortodoxia económica, los gobernantes, políticos y politólogos comprensivos suelen responder unánimemente: “Ese camino choca con la política, la voluntad de los ciudadanos, las decisiones democráticas y el mecanismo mismo de formación de leyes”.

Ese es, por ejemplo, el rumbo del gradualismo que ha elegido Mauricio Macri en Argentina, que, como es previsible, lo está llevando a ninguna parte, ya que detrás de ese eufemismo se esconde fatalmente la inacción, en un sistema estatista que está acostumbrado a neutralizar cualquier intento de achicarlo aunque sea en una mínima parte.

El estatismo uruguayo, sin que nadie lo haya amenazado aún con ningún intento de sobriedad, ya se está curando en sano, esgrimiendo entre otros un argumento que parece original. “El sistema oriental es distinto, las reglas democráticas hacen que la formación de leyes sea diferente y entonces la fría recomendación de los economistas debe ceder ante las decisiones y necesidades de la sociedad”.

Cabe comenzar a rebatir ese concepto con otra afirmación. El sistema de gobierno uruguayo no difiere demasiado del argentino, ni del americano, ni de muchos países semipresidencialistas. Por lo menos así surge de la lectura de las constituciones y sus códigos. Por supuesto que habrá diferencias inherentes a la idiosincrasia de cada sociedad, pero no a su sistema político. Esa idiosincrasia puede aumentar la corrupción, determinar el grado de debate o su intensidad, la tendencia a acordar, el tipo de acuerdos y el secreto interno. Pero no el concepto central.

Muchos analistas se empeñan en considerar características destacadas de la democracia a las condiciones especialísimas que plantea la presencia protagónica del Frente Amplio en su espectro político. Las reglas internas de debate y negociación de esa coalición, que en aras de su férrea unidad no respeta la proporción de los resultados electorales de cada fuerza, más la suerte de auditoría y presión casi paralizante que el Pit-Cnt ejerce sobre el gobierno y la sociedad, interna y externamente, son interpretadas como expresiones democráticas superlativas.

Por eso se alega que cualquier cambio hacia la ortodoxia económica se enfrentaría a obstáculos insalvables, en nombre de las demandas y los deseos de la sociedad. Se trata de una concepción muy particular de la democracia. La situación de Argentina también tiene condicionamientos heterodoxos al mandato de las urnas: los gobernadores le dictan a los legisladores las leyes que tienen que aprobar, y a su vez los legisladores no aprueban ninguna ley laboral sin acuerdo de la CGT. La única diferencia es que Argentina no ha encontrado un nombre adecuado para denominar esa gambeta a la democracia, en cambio Uruguay sí: le llama poliarquía.

En rigor, no es la democracia la que plantea una disyuntiva con la ortodoxia económica, sino la pura y simple especulación electoralista. Esa práctica de no hacer lo que se debe para no dañar el caudal de votos o de conceder dádivas para ganar el favor de los votantes, tiene un nombre universal. Se llama demagogia. En épocas más recientes, también se le denomina populismo.

Pese a que tantos países latinos tienen la tendencia a creer que las reglas de la lógica y la racionalidad no se le aplican por tratarse de una sociedad distinta y única (el famoso “Dios es...” –y aquí viene un espacio para que cada uno coloque el nombre de su patria–), eso no suele ser así. Lo había comprendido ya en 1835 un joven abogado francés, Alexis de Tocqueville, que tras ahondar brillantemente en la sociedad americana escribe su monumental obra La democracia en América, donde vaticina justamente que el nuevo sistema es apasionante y revolucionario, pero lleva inevitablemente a un escenario en que la masa demande concesiones irresponsables del gobernante, y que éste deba otorgárselas para conseguir su voto.

Por eso es que otros pensadores de la democracia insistieron en que, para el adecuado funcionamiento de ese sistema, era imprescindible la educación de la población. Tal educación impediría las demandas irracionales que lleven a esos mismos demandantes a la ruina y la miseria si se les concediesen u ofreciesen. Es evidente que esa parte de la teoría no ha merecido demasiado interés por parte de la política y la exégesis de varios países. Al contrario, como en un plan orquestado, han deseducado a los votantes, con lo que se preparó el camino justamente a esa estereotipada frase: “este país es distinto, aquí eso nunca se podría aplicar”.

Si se dan las condiciones de demagogia y populismo, todos los países y los pueblos se tornan iguales. No es cierto que haya una raza diferente capaz de hacer sacrificios en pos de un mejor futuro, mientras otras sólo se ocupan de su bienestar inmediato sin importarles el día siguiente. Si los políticos acostumbran a una parte de la sociedad a recibir permanentes prebendas, dádivas y subsidios, a la larga toda esa sociedad querrá lo mismo, y ese pueblo tenderá a la miseria o al estancamiento.

Entonces, los gobernantes pueden elegir entre ganar las próximas elecciones o ser estadistas. Los estadistas se esforzarán por encontrar los caminos -económicos, sociales, geopolíticos, que consideren beneficiosos para la sociedad. Y luego tratarán de persuadirla de que apoyen con su voto las medidas necesarias para lograr esos objetivos, que casi siempre, o siempre, implicarán un esfuerzo mayor que el que a la sociedad le gustaría. Tal vez ese debería ser el rol exclusivo de un presidente. Que no suele ser capaz de desempeñarlo.

La idea de querer repartir bondad y bienestar sin esfuerzo no sólo es irresponsable, sino que es una falacia. La historia dice que eso jamás es sustentable. Justamente el socialismo en todos sus disfraces, que defiende la supuesta justicia social de tal idea, termina arrogándose el papel de saber qué es lo mejor para cada individuo y de proveer a su felicidad, lo que no sólo conduce a la ruina, sino a las tiranías. Eso también concluye Tocqueville, como Hayek un siglo después en su inapelable Camino de servidumbre.

Justamente el gran pensador francés lo resume así: “La población tiende a transformarse en una masa sin educación con demandas incesantes. El estado extiende sus manos bienhechoras sobre la sociedad y le ahorra todos los esfuerzos, hasta el de pensar. En tales condiciones, la democracia conduce a la mediocridad y la decadencia”.

Un economista serio, como un almacenero serio, como un jefe de familia serio, va a recomendar siempre prudencia, ahorro, esfuerzo y trabajo. Y a veces sacrificio. Todas malas palabras para el político que busca votos y el poder por el poder mismo.

No se trata de un dilema entre la ortodoxia económica y la democracia. Se trata de una lucha sin tregua entre la seriedad y la demagogia. Eso vale también para Uruguay.

Nota de un joven economista, en 1993 en El Cronista


El jueves pasado, en el programa de Bernardo Neustadt por Radio América, el señor Francisco Macri se refirió a un economista que, según él, "es un animal o está mintiendo", ya que este economista está escribiendo en los diarios que la industria automotriz trabaja con el dinero de la gente.

Da la casualidad que yo soy economista. También da la casualidad que justo una semana antes había publicado una nota en El Cronista afirmando, entre otras cosas, que la industria automotriz trabaja con los recursos de los consumidores.
Y, finalmente, da la casualidad que El Cronista fue el único medio que publicó una visión crítica del régimen automotriz en vigencia.

Teniendo en cuenta todas estas casualidades, no es casual que me sienta aludido por las declaraciones de Macri. Pero el punto que me interesa discutir no es si soy "un animal o un mentiroso", sino que lo que me interesa es aclarar un
par de puntos sobre esta cuestión.

En primer lugar, Francisco Macri sostiene que cualquier persona puede comprar un auto pagando sólo el 10% del valor del mismo. Para no entrar en grandes discusiones sobre este punto, lo que sería interesante es que Macri diga
públicamente en qué lugar, si es que se está refiriendo a la Argentina, uno puede comprar un auto pagando sólo el 10% de su valor, recibir inmediatamente el auto y pagar el resto en cuotas que no correspondan a un sistema de ahorro
previo.

Y es importante que lo diga, porque de esta forma él podría incrementar sus ventas, ya que mucha gente hoy paga la mitad del valor del auto y luego tiene que esperar meses hasta que le entreguen la unidad. Por lo tanto,
insisto, lo mejor que puede hacer Macri es dar públicamente esa dirección para captar a todo un segmento del mercado consumidor que hoy se siente maltratado por la industria automotriz. Después de todo, la gente no va a ser tan tonta
de pagar por anticipado un auto si le ofrecen entregarle inmediatamente la unidad contra el 10% del valor del auto.

En segundo lugar, Macri dijo, en el mismo programa, que quienes importan automóviles "están importando miseria". Ahora bien, si esto es efectivamente así, resulta ser que justamente la industria automotriz ha sido la que más
miseria ha importado ya que de las 102.000 unidades importadas el año pasado, la industria automotriz importó el 70% de ellas pagando el 0% o el 2% de derechos.

Es más, si importar es equivalente a miseria, porque elimina puestos de
trabajo, quiere decir que cuando la industria automotriz argentina exporta a otros países está exportando miseria, lo que nos llevaría a la conclusión que Macri ha estado importando y exportando miseria.

Afortunadamente esto no es así. Hace mucho, pero mucho tiempo, se descubrió que el intercambio entre las naciones no genera miseria, sino que genera una mejor asignación de los recursos productivos y, por lo tanto, más bienestar para la
gente, inclusive hace rato que las ventajas del comercio internacional se enseñan en cualquier curso de introducción a la economía.

Para terminar esta nota vale la pena recordar lo que le pasó un día a Robinson Crusoe en su isla. Cuentan que estaba sentado en la playa observando el mar. De repente vio que las olas acercaban una madera que constituía una balsa
perfecta. Balsa que hacía rato Crusoe necesitaba para salir a pescar. Su primer impulso fue, ante tamaño regalo del mar, salir corriendo para tomar la balsa antes que las olas se la llevaran nuevamente.

Iba corriendo Robinson Crusoe hacia el mar y de repente se detuvo y pensó: "Un momento. Yo iba a construir una balsa una vez que hubiese cubierto otras necesidades más perentorias. Si yo tomo la balsa que me trae el mar no me hará
falta construir la balsa. Si no construyo la balsa quedaré desocupado y mi industria marítima quebrará. Además, si no construyo la balsa, no tendré que cortar madera, con lo cual también afectaré a mi sector maderero. Inclusive, al no cortar la madera no tendré que afilar el hacha, lo cual me generará desocupación en mi industria de bienes de capital.

Peor aún, mi ministro de Hacienda, Sunday Horse, no cobrará impuestos. Realmente sería una ruina para mí tomar esa balsa que por tan bajo precio me ofrece el mar. Es más, lo inteligente es tomar la balsa y arrojarla más lejos, con lo cual habré incluido valor agregado a mi tarea de rechazar la competencia externa".
De esta forma, Robinson Crusoe defendió su industria marítima. Estuvo meses fabricando su balsa, pero, eso sí, se quedó sin poder satisfacer un montón de otras necesidades que tenía porque volcó todo su tiempo y sus recursos en
fabricar algo que podría haber conseguido mucho más barato.

Roberto Cachanosky
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