Publicado en El Observador de Montevideo 06/10/2015



El mundo ahí afuera es cruel y poco solidario


Empecemos por Argentina. La idea sobre la que se basan los programas económicos de los candidatos con chances es arreglar con los crueles holdouts para tomar nueva deuda en el mercado internacional.  


A partir de allí las intenciones varían. Unos quieren hacer pequeños retoques al gasto, otros parecen ser más ambiciosos.


Como Uruguay no ha podido zafar de la doble dependencia de sus vecinos, tiene sentido esta advertencia sobre mi país: no le será tan fácil lograr el acuerdo con los buitres negros, como Cristina cree que son, ni conseguir nuevos créditos.


Los holdouts tienen un juicio en firme ganado en todas las instancias. Acordarán muchas cosas, pero no aceptarán cobrar con bonos de otra jurisdicción y ley que la del estado de New York, como es obvio.  Fernández  entra en convulsiones ante la idea.


Por eso hará ley la resolución bizantina de la ONU sobre restructuración de deuda soberana. Eso parece intrascendente teniendo en cuenta que en 65 días se va del poder. Pero piénsese en un Congreso dividido en tres sectores, de los cuales dos son peronistas (y entonces tarde o temprano vuelven a unirse).


Esa ley  presagia grandes discusiones ante cualquier arreglo, ya que la intención es darle bonos bajo ley argentina a los acreedores no canjeados.  Si gana Scioli tendrá la tutela de su jefa espiritual para obligarlo a seguir ese camino. Si gana Macri tendrá la oposición en el Congreso de los kirchneristas y de un buen sector de legisladores que por ideología querrán lo mismo.


En el mejor de los casos el arreglo tomará mucho más de lo previsto, a la vez que aumentará la presión acreedora ante el Juez Griesa, lo que alejará la toma de nueva deuda.


En la precaria  concepción económica argentina, sin tomar deuda no se puede salir del cepo cambiario, con lo que tampoco por ahí hay que esperar grandes cambios en lo inmediato.  Ni se podrá arreglar la intríngulis de los subsidios – suicidios sin inversión externa, que no vendrá en esas condiciones.


Y aún así, la devaluación y la restricción presupuestaria inevitable reducirán su volumen de importaciones y su presión exportadora.


Uruguay hará bien en tomar nota de que por esos horizontes no llegará un milagro, ni siquiera un alivio.  


Del lado de Brasil, está claro que ha decidido, vía su tipo de cambio, bajar sus importaciones y elevar sus exportaciones, más un ajuste del gasto que también golpeará a sus vecinos. Esto ya no es una posibilidad, sino una certeza. De modo que por ese lado más bien hay que esperar malas noticias para la economía oriental.


En el orden global, el preacuerdo de ayer  sobre el TPP, que involucra a EEUU, México, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Japón y el sur asiático, muestra el futuro: los países ya no harán acuerdos globales, sino tratados regionales de libre comercio. ¿Qué quiere decir eso?  Que van a acordar comprarse y venderse entre ellos, no competir abiertamente. Una especie de acuerdo aduanero proteccionista colectivo, más que una apertura.


Eso quiere decir que dejarán de comprar a alguien para comprarse entre ellos. Y como Uruguay ha decidido que no firmará ese tipo de acuerdos, en una rara interpretación de la realidad mundial,  la tendencia será que perderá compradores.


Con esos escenarios de fondo,  hay que reinterpretar y hasta revisar íntegramente todas las ideologías y las ideas que se pretende imponer a un país. El ministro Astori dice que no hay una crisis. La habrá en breve si no hace algo en serio.


         La controvertida y procesada Christine Lagarde dice que Uruguay no perderá tanto crecimiento, pero agrega: confío en que el gobierno hará lo que debe hacer”. ¿Hará el gobierno lo que debe hacer? ¿Le dejará su politburó hacerlo? ¿Sabe Lagarde lo que dice o es de compromiso?


Como un conductor inexperto que sobrepasa una fila de autos en una cuesta, se está corriendo el riesgo de creer que todo va bien porque no se ve el camión que viene de frente.


Para poder entenderme con los filósofos comunistas, si aún existen, lo pondré en estos términos. Si se sigue creyendo que el gasto, el déficit y la inflación de 10 puntos son conquistas sociales  y derechos divinos cuando el ingreso externo disminuye y seguirá disminuyendo, el ajuste será por desempleo rampante indiscriminado.


Si se sigue hurgando en la supuesta riqueza ajena para ver qué impuesto sacarle de modo de perpetuar una bonanza que ya se marchó, la inversión interna y externa se esfumará. Les guste o no a Astori, Lagarde  o a quien fuere.


Abroquelarse en las frases de una ideología que nunca sirvió y que ahora sirve menos es útil solamente para demorar o para durar, a un alto costo, un ratito más.


En este marco, cuando no se es formador de precios ni se es proveedor de innovaciones tecnológicas, si el mundo ajusta hay que ajustar, a menos que se haya descubierto una fórmula que debería ser publicitada para bien de la humanidad. De lo contrario el ajuste terminará siendo por éxodo.


No hay crisis aún. Pero vamos sobrepasando una fila de autos en la cuesta y no vemos lo que viene en la subida del otro lado.




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El posgrado en economía
del Frente Amplio



No es mi plan de vida transformarme en ONG de asesoramiento económico, pero querría hacer algunas reflexiones que le vendrán bien a los especialistas del Frente Amplio. Ya que he fracasado en darle consejos a Cristina, debo probar suerte con otros cabezas duras. 


Ante el auge de las commodities, que fue y será excepcional por un rato largo, el Frente eligió en sus dos períodos, en especial el segundo, aplicar un modelo de comportamiento pro-cíclico.


Aumentar el gasto del estado en los momentos de abundancia parece hasta un concepto de justicia, sobre todo si se elige ignorar el comportamiento cíclico de las variables.


Si bien ese esquema fue muy redituable políticamente, fue también sumamente irresponsable, por la naturaleza férrea del gasto uruguayo, que impide virtualmente su reducción sin rebelarse contra la Constitución.


Esa abundancia agrícola privada coincidió también con un buen momento de la inversión inmobiliaria y de las operaciones de banca off shore, así como para la banca local, que recibía una fuerte afluencia de negocios del exterior. También el turismo pasaba por su mejor momento.


El sector privado, con buenos ingresos, toleró la presión impositiva y laboral que se produjo desde 2004, y también la apreciación del peso, consecuencia lógica del aumento de exportaciones.


La teoría de la distribución de la riqueza quedaba así demostrada. Se podía repartir, crear más puestos públicos, aumentar los costos y los impuestos y tarifas sin que la economía sufriera y sin que el sistema privado de producción (el único que existe, ya que el estado no genera riqueza) protestara o se resintiera.


Casi como para que la ciudadanía se preguntase: “¿Cómo no se nos ocurrió antes? Era cuestión de tomar el poder y repartir bienestar”. 


El Frente amplio creyó, por un momento, que había inventado una nueva teoría económica. Y peor, creyó que sabía de política económica. Como un chiquilín que arroja una piedra al cielo un momento antes de que caiga un rayo y cree que lo ha provocado, creyó que hacía justicia social cuando lo que hacía era dilapidar el momento único de bonanza.


Los precios de las commodities están volviendo a su lugar histórico, la banca off-shore y los depósitos del exterior, junto con sus ejecutivos, fueron fulminados por el GAFI y sus mandatos, la inversión inmobiliaria ha desaparecido para siempre por igual razón y el turismo sufre por el atraso cambiario aún no digerido.


Ante ese panorama, que es serio pero no dramático aún, el Ejecutivo intenta hacer lo que técnica y sensatamente corresponde. Bajar el gasto y consecuentemente el déficit, contener la inflación, dejar que el peso se deprecie ante la baja de las exportaciones, hacer tratados de apertura comercial para mejorar su intercambio.


Pero el Frente Amplio cree que sabe de economía. Y como el chiquilín de mi metáfora, apunta tontamente al cielo esperando que se desprenda otra vez un rayo. O tal vez, no le conviene saber. Prefiere también ser un chiquilín caprichoso que quiere todas las semanas un juguete nuevo.


Entonces, se comporta como dueño de los legisladores y hasta del propio presidente. Y con sus alter ego gremiales decreta que el gasto no debe bajar, sino que al contrario, debe subir. Y eso provoca que las metas de inflación, que también son parte de la plataforma partidaria, no sólo no se cumpla sino que muy probablemente se excedan.


Tampoco deja que se deprecie el peso, ya que eso, si no se baja el nivel de gastos, provocaría más inflación. De paso, presiona con las gremiales para aumentar sueldos y costos laborales, una buena manera de destruir la escasa exportación con valor agregado.


Y en las horas libres, sabotea cualquier intento de apertura comercial tratando de defender, con enorme ignorancia técnica, el empleo y el salario, que terminará paradójicamente afectando gravemente.


Lo que pareció una convivencia posible entre la producción y la repartija en la época de bonanza, terminará en una seria crisis económica y política a corto plazo por este camino. Lamento ser quien diga esto tan abiertamente, cuando se advierte que la sociedad prefiere no reconocer ni la crisis ni su evolución inexorable, como si al no mencionarla se conjurara su presencia y sus efectos.


Como tantas otras veces ha ocurrido con la economía, lo que no es arreglado por los gobiernos es resuelto por la realidad. Del peor modo. Los dos caminos que quedan, que espero no se sigan, son el endeudamiento y el aumento de la presión impositiva. Y los dos desembocan en desastre.


Otra idea es apuntar al cielo con el dedo esperando que eso descerraje un rayo.


En Argentina estamos acostumbrados a que los políticos usen a la sociedad como cobayo para los trabajos prácticos de sus Master fallidos en economía aplicada.


Es una pena que Uruguay no aprenda de su vecino golpeado.



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Publicado en El Observador de Montevideo, 19/09/2015



El TISA y el régimen constitucional de gobierno


Con motivo del veto del Frente Amplio a la prosecución de las negociaciones del TISA se han conocido varias apreciaciones que tienen que ver con el esquema de interrelación de poderes en Uruguay.  También esta columna las ha vertido.


La más sorprendente en términos institucionales es que se ha sostenido como válida la figura tan peculiar de que un partido obligue con sus decisiones al Parlamento y al Presidente de la Nación. Simplemente esa posibilidad no figura ni está implícita en la Constitución Nacional.  Afortunadamente. 


Está claro en la Carta Magna que es el Parlamento quien deben aprobar los tratados internacionales, al igual que casi todos los temas trascendentes del país. En eso simplemente sigue la línea de otras constituciones, en las que abrevó, que garantizan la independencia de poderes y los principios republicanos en tantos países señeros en derecho político y democracia.  No es una cuestión de presidencialismo, entonces.


El concepto de democracia de partidos no es un principio republicano, más bien todo lo contrario. Es la oposición y control entre los tres poderes lo que permite el juego político que configura la esencia de la república. El criterio de que ningún funcionario ni cuerpo tenga suficiente poder como para ser omnímodo. 


Que un partido sea el dueño de los legisladores y del Presidente, y que pueda imponerles a los funcionarios electos su voluntad como si fueran sus delegados políticos, rompe el equilibrio de poderes, rompe el principio republicano y rompe el principio democrático de elección popular. Y definitivamente, rompe las garantías constitucionales.


Los partidos, en todo el mundo democrático occidental, son tribuna de doctrina e ideología a veces, formadores de políticos y funcionarios, centro de debate y generación de ideas, máquinas electorales formidables, usinas de corrupción en otros casos y en tristes oportunidades, incubadoras de fanatismo. Pero no reemplazan ni supervisan ni auditan ni son capataces de los funcionarios elegidos por el pueblo. Más aún, los grandes funcionarios suelen ignorar en las horas cruciales las presiones ideológicas de sus partidos.


Es posible que haya sociedades más propensas en su legislación, y sobre todo en su cultura, al presidencialismo. Pero en términos de sistemas de gobierno, no hay en el mundo moderno sociedades regidas por el partidismo democrático, o la democracia de partidos, si tales términos existiesen. Salvo China, o alguna reminiscencia trasnochada de totalitarismo soviético disfrazado.


Tampoco en Uruguay existe el concepto. Basta abrir la Constitución Nacional. Es posible que ocurra que el Presidente, los legisladores, los jueces, puedan llegar a tener un conflicto de lealtades entre lo que quieren hacer y lo que quiere su partido que hagan. Pero eso no convierte al partido en un poder del Gobierno, ni le da derecho a nada. Y en términos más prácticos, transformar al Presidente en un eunuco político cuando lo que se necesita imperiosamente es su liderazgo, parece hasta poco inteligente.


No hace falta cambiar ni una coma de la Constitución para que quede claro que los partidos no son los dueños de nada. Por el contrario. si se insiste en el concepto de que el partido es quien tiene el poder último por encima de los legisladores elegidos por el pueblo, habría que cambiar un par de palabras. Eso de republicana y eso de democrática.


Ya que nuestros países han sido víctimas de tantas ideologías, de tantos experimentos, de tantos errores y de tantos contubernios partidistas, se debería  por lo menos dejar incólume el derecho de la ciudadanía a elegir mediante el voto a quienes los gobiernen, para bien o para mal.


Y los partidos deben aceptar que quienes ejercen el mandato popular son los legisladores y el Presidente de la Nación y no pretender pasar por encima de tal mandato ni condicionarlo. En última instancia, la lealtad al partido es personal. Pero la lealtad a la Constitución es la República. Y la lealtad al votante es la Democracia.


En su defecto gobernaría un Politburó.



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Publicado en El Observador de Montevideo 15/09/2015


La democracia latinoamericana,
¿ un óximoron?



Empiezo esta nota con una pregunta: ¿qué más tendría que hacer Venezuela para ganarse el repudio unánime de la región, del continente, del mundo democrático, del Papa y de todos los defensores universales de derechos humanos y ciudadanos?


Esta apelación a la mayéutica resulta obvia, lo acepto, pero requiere alguna respuesta, aunque fuere en nuestra intimidad. Porque si no se condena y se combate el accionar del gobierno ofensiva e irreverentemente autodenominado bolivariano, se va a perder el significado mismo de las palabras más aberrantes que se han pronunciado en la historia para describir el accionar de un régimen político.


¿Qué es tiranía si no lo que hace Maduro? ¿Cómo se definirían opresión, absolutismo, avasallamiento de derechos - humanos y ciudadanos -  destrucción masiva de bienes y patrimonios, aniquilación de los recursos productivos, privación de justicia, de salud, de libertad de expresión, de pensamiento y física?


Y en el plano de los derechos políticos, ¿qué valor tiene la Constitución Venezolana? ¿Cuál es la definición de Democracia que se aplica en su caso?


No sorprende el cómplice silencio de Argentina, por cuanto su gobierno, si bien no aún con tanto desenfado, (aunque descontado terreno) es émulo de su dictatorial  homólogo, ni el de Brasil, ya convertido en una mafia tratando de salvarse con cualquier alianza. Sí hace rememorar con nostalgia una tradición de libertades y grandezas de nuestras naciones, como cuando Saavedra Lamas resolvió el conflicto del chaco paraguayo y mereció el premio Nobel de la Paz, por ejemplo. O cuando Uruguay fue refugio de los perseguidos peronistas de los 50 y sus radios fueron mensajeras de libertad.


Un pedido de la avasallada Colombia para lograr una mediación de la OEA y una reunión de Cancilleres fue rechazado con la abstención cobarde de Argentina y Brasil. Los mismos que se conmueven ante el drama de los migrantes sirios no parpadean ante un drama similar de sus declamados hermanos colombianos tratados como leprosos. Ni pensar en recurrir a la Unasur, una payasesca corporación de políticos sospechados.


Es cierto que Estados Unidos, Chile y Uruguay votaron a favor de una simple reunión de Cancilleres para buscar una solución pacífica a la prepotencia venezolana.  Pero ninguno de los tres ha hecho escuchar su voz para protestar con dureza frente a los hechos que no pueden ser omitidos por quienes defienden en sus países y en el mundo, a veces con las armas y las muertes, la doctrina de los derechos humanos y las libertades individuales.


El silencio papal sorprende a todo el mundo, literalmente, no sólo por su prédica universal contra lo mismo que hace Maduro, sino por su condición de hijo de la región, que no puede ignorar la magnitud de la tragedia humana que transcurre en el país caribeño.


Como si se estuviera viviendo regionalmente un nuevo Broken Glass, la ceguera deliberada y conveniente que impide ver la tragedia que sufre una gran parte de la población de Venezuela, oímos el silencio ensordecedor de las democracias y de la Iglesia.


Se adivinan razones. Venezuela ha sido la ruta de mucho dinero kirchnerista, empezando por el ruinoso y escandaloso lanzamiento de los Boden 2015, “comprados” por Chávez con una prima de 15 puntos. Argentina, además, es una versión atrasada de los atropellos venezolanos, y hasta a su presidente le faltan minutos para empezar a hablar con el pajarito, con perdón.


Uruguay y Chile comparten desde sus gobiernos el sueño macoñano de la Patria Grande socialista y parecen creer que con el silencio se solidarizan con un proyecto común. ¿ Será Venezuela el proyecto común bolivariano – artiguista?


Estados Unidos se encuentra en un extraño viaje geopolítico, otra ensoñación obámica, que ata Venezuela con Irán y Cuba. Una contradicción ideológica monumental, que difícilmente obedezca a una concepción geopolítica. El efecto parece ser también el silencio ante los atropellos similares a aquellos que combatió por décadas, sembrando de muertos propios y ajenos las arenas de las playas y los desiertos del mundo.


El silencio papal es aún más complejo de comprender. Suponiendo que pudiera comprenderse. La necesidad de no enojarse con gobiernos de países católicos, de mantener algunas prebendas económicas, o alguna estrategia superior que se nos escapa. Pero cuesta aceptar que quien se ha enfrentado a la temible Curia Vaticana tenga miedo de condenar a Nicolás Maduro y sus prácticas nocivas.


Pero hay otra óptica. Que también expreso mayéuticamente. ¿Dónde está quedando la democracia? Y no me refiero a la denominación pueril que se nos quiere vender. La asociación casi ilícita de la región entre varios gobiernos, de los que la UNASUR podría ser un sindicato, ¿No constituye un intento de apoderarse de la democracia primero por vía de un partido y luego por vía de la dialéctica y la complicidad regional?


La exclusión de Paraguay y el ingreso de Venezuela al Mercosur, usando justamente la llamada “cláusula democrática”  ¿no fue justamente un acto de prestidigitación política? Curiosamente, esa sensibilidad seudo democrática no se aplica hoy, cuando el pueblo venezolano sufre el oprobio.


Hay varios gobiernos regionales abrazados a la “Patria Grande”, al Mercosur, a la UNASUR, a la OEA, a la ONU, al G20, que también guardan silencio ante el saqueo sistemático de la economía y las instituciones. Eso sí, todo en nombre del respeto por la autodeterminación de los pueblos.


Detrás de una regionalización que los pueblos no sentimos demasiado, fuera de algunas conveniencias comerciales mal explotadas, se puede estar escondiendo una bastardización de la democracia, una reducción al concepto de Tocqueville: “El pueblo sale de su sopor una vez cada dos años, elige quién será el soberano y vuelve a sumirse en su marasmo”.


Si se analiza la tendencia al crecimiento mundial del gasto del estado, ya por encima del 50 por ciento del PBI, el avasallamiento de la carga impositiva, el escamoteo de la voluntad popular en nombre de los organismos supranacionales y regionales, que cubren con su silencio y su respaldo por omisión cualquier despropósito, la auténtica representatividad  parece esfumarse en un trabalenguas de esas siglas y acrónimos que comentamos y que intentan reemplazar o distorsionar la voluntad popular.


El peligro es que la Patria Grande sea el eufemismo para la venezolización de la democracia.



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