Publicada en El Observador UY, 08/09/2015






Se acabó lo que se daba



Escucho todo el tiempo que Uruguay no está en crisis, y que quienes eso dicen son agoreros, que desearían que lo estuviera, o que están concitando la crisis. A riesgo de ser acusado de brujería sostengo que se está en una situación de crisis que convenientemente se prefiere ignorar o mejor, se finge ignorar.


La crisis es económica y también de política económica, lo que empeora la situación.


Es de esperar que todos se hayan dado cuenta ya de que el mundo no es el mismo que en los últimos siete años. Los precios de las commodities agrícolas no sólo no son los que eran sino que tienden a bajar más y a permanecer bajos por un tiempo largo.


Ese solo hecho es ya un motivo importante que presagia crisis.


Se agrava cuando los países se niegan a permitir la natural reacción de los mercados ante una baja de los ingresos de exportación: una depreciación de su moneda coherente con esa disminución. Si bien se ha permitido una devaluación del peso, la necesidad de usar el tipo de cambio como ancla inflacionaria limitará la adecuación correcta. Eso tiene precio en crecimiento y en generación de empleos.


Tampoco parece aceptarse que los ingresos de los productores de riqueza a ser repartida han disminuido. Vale para el agro, por lo dicho, pero también para el sector financiero, donde se han perdido para siempre áreas de actividad completas que generaban altos ingresos, otra riqueza a la que no se podrá echar mano para repartir.


El mercado inmobiliario, en especial en sus segmentos altos, tanto la compraventa de propiedades como la construcción, sufre duramente. El Este es un ejemplo dramático ante la pérdida definitiva del inversor argentino, que ya no tiene razones turísticas, fiscales ni financieras para traer su dinero. No contar con ese sector para sacarle una tajada.


En la coyuntura, la crisis brasileña y la crisis eterna argentina no traen buenos presagios para el turismo ni para el comercio regional.  Tampoco mucho para repartir por ese lado.


Ninguno de estos puntos es insoluble ni dramático per se, y hasta podrían no ser considerados una crisis. Salvo que no se pudiese aplicar la política económica adecuada.


Una de las soluciones sería contener y rebajar el gasto, para permitir devaluar sin crear más inflación.  Como está visto, el derecho a seguir teniendo niveles salariales de épocas de apogeo no se va a resignar.  Menos el del suicida aumento automático por inflación. Eso garantiza atraso cambiario y seguramente endeudamiento externo para pagar gastos corrientes, un despropósito. Las exportaciones no agrícolas sufrirán todavía más con ese esquema.  Con lo que a su vez sufrirá el empleo.


Además de esos efectos, la suba del gasto, al crear déficit, preanuncia una segura suba de impuestos. Eso implica menos consumo, menos empleo, menos inversión y otra vez el reinicio del círculo vicioso.


Esa mezcla explosiva es la que hace fácil predecir la crisis. O ideas tales como  que la inflación se combate con acuerdos o controles de precios o de que el bienestar se decreta o se aprueba en un plenario.


La pérdida de las metas inflacionarias prometidas, por más que se la disfrace, es un grave indicador a considerar.


El caso del TISA es emblemático. Para un observador desapasionado, la figura de un plenario partidario que frena o empuja las decisiones políticas de un gobierno de su propio signo, recuerda al politburó soviético, y hace preguntar si no se está rozando peligrosamente los principios parlamentarios y democráticos. Si se leen los argumentos, la preocupación aumenta.


Pero además, presagia lo que ya habíamos anticipado en esta columna: no habrá tratados comerciales en serio. Serán torpedeados en nombre de la defensa de los empleos públicos. Claro que Uruguay sin apertura comercial no tiene futuro.


El caso de la educación muestra a los sindicatos condicionando hasta la parálisis  y el error las decisiones de un gobierno y constituyen otro indicador de que las restricciones económicas se transformarán en crisis.


Hace pocos días el Presidente Sanguinetti escribía en un diario argentino en el que también colaboro, que la influencia política decisiva gremial hablaba de una peronización del sistema sindical en Uruguay.  ¿Peronismo o comunismo? Me inclino por lo segundo.


El estado, sus empresas y sus trabajadores no generan riqueza. Como máximo producen gasto y tarifas que son cuasi gravámenes.  Un sistema económico controlado por el comunismo, además de no tener lugar en el mundo actual, no soluciona las crisis económicas de la economía de mercado.


El sueño de tener ganancias al estilo del sistema capitalista y repartirlas al estilo del sistema comunista ha terminado, aunque incorporarlo tome tiempo. Ahora habrá que elegir uno de los dos sistemas.  Suponiendo que el comunismo exista y no sea una ensoñación melancólica que se le imponga a la sociedad.



La crisis ya está. Y es política, además de económica.


88888888888888888

Educando con el enemigo


Con la educación rehén del comunismo, Uruguay se enfrenta a la más importante de las muchas disyuntivas que tendrá que sortear en los próximos años.  Una educación de excelencia es esencial, (perdón por el término) para la creación de empleo auténtico.


En un paso posterior, la formación de profesionales de nivel en las áreas de ciencia dura es el único camino a la tan declamada y remanida exportación de calidad, que no es moler grano para vender harina, sino innovación pura y simple.


Y sobre todo, la educación es esencial para la formación ética y moral del ser humano y su inserción plena en la sociedad.


Lo que está ocurriendo con el sindicalismo docente no es exclusividad oriental. Pasa en muchos países. El gremialismo monopoliza la enseñanza, se opone a cualquier reforma que le quite poder o ponga en evidencia su incapacidad, huye de la competencia con el sistema privado o de cualquier otra clase de comparación que pueda delatar la más cruda de las realidades: el sindicalismo docente ha terminado por desnaturalizar la educación.


Apenas una fuente de trabajo para muchos. Un negocio económico o ideológico para los jerarcas gremiales, un juego de poder político en manos de una concepción obsoleta que no cree en el mérito.


En las encuestas masivas en los países con educación en serio, dos factores aparecen como fundamentales para una buena educación: la vocación de aprender, la vocación de enseñar.  Los otros rubros definitorios están muy lejanos en los resultados.


El sindicalismo ha hecho olvidar a los docentes, o los forzó a olvidar, esa vocación ineludible e imprescindible. En tales condiciones es imposible avanzar en reformas o mejoras de fondo de ninguna índole. Proponer un sistema como el de vouchers,  por caso, uno de los mecanismos más igualadores de oportunidades, sería enfrentarse en una lucha mortal contra los argumentos más absurdos que se pueda imaginar, siempre respaldados por la fuerza de la acción directa.


Esta huelga es un ejemplo perfecto. Convencido de que tiene un derecho divino a ganar más que los demás en un momento en que Uruguay no tiene más recursos genuinos, el sindicalismo para. Quiere mamar de la teta del aumento del 6% prometido por Vázquez en la campaña.


No se le ocurre pensar que ese aumento debería destinarse a construir mas escuelas, mejorar aulas, equipamientos, capacitación, especialización, incorporación de más recursos pedagógicos y psicológicos, mecanismos de soporte adicional para integrar alumnos sin atrasar a los más avanzados.  Quiere quedarse con el aumento de gasto y hace creer que  elevar los sueldos eleva la calidad de enseñanza, importante falacia.


En esa lucha, no advierte, o no quiere advertir, que está profundizando la brecha creada por las diferencias económicas. Está marginando aún más a los marginados. Y está dañando el más importante recurso de que dispone un país para crecer y sacar a mucha gente de la pobreza.


Vázquez está solo. Se lee. Si. Pero no es su Frente el que lo deja solo. Es la sociedad. Son los padres quienes lo dejan solo. Presa de su ideología, de una identificación laboral-salarial, de una errónea sensibilidad o de una penosa indiferencia, la comunidad no confronta con el gremialismo docente.



¿Le parece que está bien? ¿Cree que el gobierno debe aumentar irresponsablemente los sueldos cuando ya sabe que no podrá pagarlos? ¿Se solidariza como trabajador con sus colegas docentes? ¿Considera que es correcto huelguear y negar la educación a sus hijos? ¿ Se siente conforme con el nivel de enseñanza que reciben sus niños? ¿No se siente representada por el Presidente, pero sí por los sindicatos de la educación?


Oculta además su propia falta: no está siendo capaz de fomentar en sus hijos la otra condición de una buena educación: la vocación de aprender. Lo han delegado en nadie.


Aun cuando mañana se cediera en todas las demandas, la educación ha entrado en un rumbo de decadencia y mediocridad. Requiere cambios de fondo que no serán posible con un sistema gremial que usa de rehenes a los estudiantes que debe formar. ¿Qué se puede mejorar con quienes ponen la ideología por encima de las ideas, y consideran la escuela pública como una industria a la que hay que extraerle o sustraerle el máximo de provecho económico?


Un derecho elemental del niño es el de recibir educación. Buena. Si eso no es esencial, ruego me expliquen qué es esencial.


Educación es excelencia. El sindicalismo comunista ha transformado la docencia en mediocridad rentada. Los mediocres no pueden inspirar excelencia.


La soledad de Vázquez es la soledad de la sociedad. Tal vez deberían pensar en unirse.




8888888888888888


Publicado en El Observador de Montevideo 25/08/2015





Lavado de activos: con la misma vara



El GAFI ha emplazado a Uruguay para que mejore sus controles en las operaciones no financieras que puedan implicar lavado de activos, so pena de aplicarle multas en sus transacciones financieras que pasen por el mercado americano.


Este sistema drástico y casi inamistoso es el que tiene esta rara entidad supraestado para forzar a los países a resignar su jurisdicción financiera, usando el hecho de que Nueva York es la plaza obligatoria para todas las transacciones internacionales y que detrás del GAFI está la mano oculta de la objetable y objetada Patriot Act estadounidense. (No, no soy simpatizante del FA, sólo me urtican las prepotencias)


Uruguay ha pagado y seguirá pagando altos costos por cumplir rigurosamente las reglas antilavado,  y eso es correcto, ya que no puede basarse una industria o actividad en la protección de delitos, en cualquiera de sus formas.


Esa rigurosidad internacional, sin embargo debería tener ciertos límites y ciertos equilibrios. Por ejemplo, no es posible que cada año se agreguen nuevas normas, se tipifiquen nuevos delitos, se fuerce a aprobar leyes penales retroactivas claramente ilegales y a invertir la carga de la prueba, para demostrar que no se ha cometido un delito que no se sabe cuál es. Eso, además de kafkiano, es ruinoso para las instituciones, para la economía y para los principios de cualquier país serio.


Y no es posible disimular el hecho de que una entidad con jurisdicción espacial legisle todo el tiempo sobre cuestiones internas de los países, porque tal es exactamente el caso. Como tampoco es posible bajarse del mundo en señal de soberanía.


Peor aún, es si no hay reciprocidad o si no hay igualdad de exigencias para todos. Lo que en Uruguay sería un motivo para sancionar a un banco, o a un escribano, no siempre lo es en Estados  Unidos, por ejemplo.  Eso excede el espíritu de la cruzada antilavado y pone en desventaja a otros países.


No es distinto el caso del FATCA, donde los países tienen obligación de reportar a EEUU las cuentas de todos los ciudadanos americanos y sus ingresos anuales, pero la recíproca no se da.  Obviamente, el tratado se firma con la cimitarra de los recargos financieros  y las sanciones pendiendo sobre la cabeza de los países signatarios.


Es cierto que ha habido graves excesos en el pasado reciente. Pero los más espectaculares han ocurrido en bancos internacionales, a veces totalmente americanos. Para no hablar de otras estafas cometidas por esas entidades en perjuicio del sistema mundial.


Por antipático que resulte, (y a mí me lo resulta más) no se puede dejar pasar lo que ocurre en Argentina.  Desde julio de 2013, se recordará, cualquier contribuyente puede presentarse con dinero efectivo en cualquier especie en un banco y solicitar comprar un bono (Cedin) con lo que queda blanqueada su responsabilidad fiscal sin costo alguno.
Los efectos de la ley han sido prorrogados ocho veces, con lo cual parecería tratarse de una alternativa más de inversión. (La AFIP jura que el 30 de septiembre, a dos años de su sanción, dejará de regir)


La ley no supone eliminar los delitos tipificados en la ley antilavado de activos, sin embargo, ninguna denuncia ha sido presentada hasta ahora contra ninguno de los blanqueadores. Como se sospecha de que muchas de esas operaciones han sido realizadas por personas políticamente expuestas, el hecho llama, al menos, la atención.


Tampoco ha habido denuncia alguna en los casos de jerarcas que han presentado su declaración jurada mostrando gruesos incrementos de patrimonio sin ninguna inspección de la AFIP que los obligue a probar el origen legítimo de esos activos altamente sospechosos, ni desde lo fiscal ni desde la óptica del lavado.


Todo ello ocurre sin que el GAFI haya considerado oportuno sancionar o al menos observar esas prácticas, que han sido objeto de toda clase de críticas internas, sobre todo por la impunidad y descaro que implican en un país del G20 y además defaulteador serial y maverick de las reglas y la buena diplomacia.


Debe haber una cierta equidad y equilibrio en estos mecanismos de control, que son llevados a cabo por una organización supranacional ad hoc, que también tiene un sistema de sanciones supranacionales. Obligar a los bancos a ser auditores de sus clientes y hasta rechazar sus depósitos y transacciones los convierte en jueces, y eso lesiona los derechos tanto de los bancos como del público, que tiene derecho a ser juzgado por el sistema de Justicia, no por el sistema financiero.


Los países han sido obligados a no respetar sus propias constituciones al tener que legislar para el pasado y destruir el principio de la presunción de inocencia y de la acusación específica de cada delito. Los custodios, ante tamaño poder, deben mostrar una imparcialidad, una equidad, una razonabilidad y una consistencia impecables.


De los contrario, nadie custodiaría a los custodios, como pedía Juvenal.


8888888888888888