Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

El presidente preso

La conspicua ausencia del presidente Tabaré Vázquez en la celebración del Bicentenario entristeció a mis compatriotas. Uruguay es para Argentina un hermano en serio, aunque exista la posibilidad de que la inversa no sea totalmente válida. Nos unen muchos vínculos culturales, deportivos, afectos, rencillas, el tango, Borges, Gardel, la migración de los que buscaron muchas veces una oportunidad laboral en la orilla occidental, y de los que buscaron refugio tantas veces en la orilla oriental, cuando las tiranías democráticas y las dictatoriales apretaron.

Nos unen Florencio Sánchez y Julio Bocca, Cambiaso y Pelón, Les Luthiers y China Zorrilla, La Cumparsita y Julio Sosa, Fattoruso y Charlie, Severino Varela y El Enzo, muchas solidaridades y luchas, muchas alegrías, penas y sueños. Pero nos une algo más: nos une la historia. Y la historia es más fuerte que los hombres, que las ideologías que mueren inexorablemente con el tiempo, que cualquier miedo o cualquier especulación.

La gesta de la Independencia argentina, nació del mismo brote, del mismo árbol que la uruguaya. Desde la batalla de Las Piedras, cuando el colosal Artigas, al mando del ejército de la Junta Grande de Buenos Aires libró la primera batalla común contra el español. Con la epopeya de los 33 Orientales que partieron de Buenos Aires con cuatro argentinos entre ellos, para plantarse ante el portugués.

Otros intereses que no fueron rioplatenses nos empujaron a ser dos países, pero eso no cambia el origen, el sendero común ni el afecto. Cuando en años recientes un gobernador corrupto y una presidente desquiciada intentaron primero aislar a la orilla oriental y luego atacarla económica y políticamente, muchos en la orilla occidental luchamos de todos los modos para oponernos a tales barbaridades y para hacerles saber a los uruguayos que los problemas psiquiátricos de los mandatarios jamás harían mella en la hermandad. Esa hermandad que los propios mandatarios orientales tuvieron que invocar varias veces ante el absurdo.

Sin embargo, no nos ofendimos por esta ausencia de ahora; al contrario, comprendimos. Uruguay tiene hoy un presidente preso, preferimos creer. Preso de una ideología económica y social vetusta, decadente, perdedora. Preso de un sistema político antidemocrático aunque parezca lo opuesto, que lo engrilla con la lealtad a la poliarquía en vez de la lealtad al país, que le impide soñar, volar, crear, como al resto de los habitantes del país.

Preso también del Mercosur, del pasado, de los preconceptos, del estatismo, del proteccionismo, del miedo a competir, de la inseguridad que crea la mano protectora del estado, de la falta de confianza en las propias fuerzas y en las propias capacidades. Preso de la obligación de negociar solamente con Europa tratados comerciales que Europa no quiere ni puede firmar y Uruguay no quiere negociar en serio.

En esas circunstancias, Argentina es una oportunidad, no solo como socio comercial, sino como socio político en un minibloque para salir de un atolladero que no lleva a ninguna salida, salvo a Venezuela y a la pequeñez.

Las medias tintas que usó el presidente Vázquez en este Bicentenario, lastiman a los argentinos. Pero le hacen mucho más daño a Uruguay. Las relaciones rioplatenses no deben estar teñidas de hipocresía, sino llenas de puentes de todo tipo, incluso de puentes físicos. Se dirá que no asistió el presidente de ningún otro país. Tal vez sea posible entender que para Argentina, Uruguay no es “otro país”, simplemente. Vázquez desperdicia esa relación, la transforma en anecdótica, cursi y tanguera.

Es posible que el Frente Amplio esté satisfecho con el desplante que se le hizo a un presidente del otro lado del río supuestamente neoliberal, de derecha y prorricos, sea lo que fuere que crean que significan esos encasillamientos. Sin embargo, esa política va a dejar a la República Oriental en soledad –como es fácil advertir– y cada vez más lejos del futuro.

Como dijera el emblemático Deng Xiaoping cuando impulsó la apertura económica y los acuerdos con Estados Unidos, no importa si el gato es negro o blanco, sino que cace ratones. Pero ni la afinidad ideológica con el líder comunista hace que el Frente libere las cadenas de la prisión a que somete a los funcionarios elegidos por el pueblo. Porque el frenteamplismo no es ya socialista, ni comunista. Es estatista, sin contrapesos doctrinarios de ningún tipo. Su criterio es luchar contra la riqueza, no reducir la pobreza hasta eliminarla. Quiere que el que tiene tenga menos, no que el que no tiene gane más: una filosofía de perdedores, fracasados y resentidos.

En algún punto, con este desplante, se ha caído en la actitud simétrica a la de Cristina Fernández de Kirchner. Ella, presa de su ignorancia y espíritu vengativo. Tabaré Vázquez, preso del Frente Amplio y su lealtad patética a él, no a su país. Distintos grados éticos. Igual nivel de mezquina concepción política.

Se puede argumentar que las relaciones entre países se rigen solo por intereses, no por otros conceptos. Cierto. Justamente eso es lo que reprocha esta nota. El haber hecho pasar a segundo plano los intereses de la Nación, para conformar a las enfermizas supersticiones de la poliarquía arcaica.

Cuando amigos y colegas uruguayos dicen “somos un país chico”, como justificando por qué no pueden volar más alto y más lejos, indigna y desespera. No estoy en capacidad de dar lecciones de grandeza a nadie, pero pareciera que tengo más confianza en los orientales que ellos mismos.

Ese miedo disfrazado de cualquier otra cosa que parezca patriotismo o liberación es el que lleva al estatismo y al proteccionismo. Provengo de un país que fue grande y que gracias a esas prácticas se hizo pequeño. Es por eso difícil callar mientras Uruguay insiste en ese camino que le hará mucho daño en un mundo como el que se perfila hoy.

La ausencia de Tabaré fue triste para Argentina. Debe serlo más para Uruguay.


OPINIÓN | Edición del día Martes 05 de Julio de 2016

Por Dardo Gasparré* Especial para El Observador

Ahora, una constitución chavista

En el último año y medio de su mandato, nuestra señora de Kirchner y sus asociados acariciaron la idea de proponer una reforma de la Constitución. El argumento central era inmortalizar las supuestas conquistas sociales para que nadie osara retroceder sobre semejantes logros e infalibilidades. No lo logró totalmente, pero dejó por otras vías un grave campo minado de serios costos y daños.

Siguiendo con la impronta de la izquierda de copiar las mayores estupideces argentinas, el Frente Amplio avanza ahora con el mismo sueño y parecidos argumentos. Hay un contrasentido notable en esa idea: el populismo suele repartir beneficios en el corto plazo, que son maleficios en el largo plazo. Sería irresponsable condenar a la sociedad al estampar muchas de sus barrabasadas en la Constitución. Y el Frente Amplio –no hace falta ya pruebas– es una coalición populista de la más pura raigambre.

Con los continuos cambios en el escenario mundial, los gobiernos deben hacer lo que más convenga a sus países, no a su ideología. Plasmar esas ideologías sectoriales sobre aspectos concretos en una carta magna es condenar a futuros gobernantes a ataduras que no garantizan ningún derecho verdadero, ni ninguna conquista duradera. Para usar términos más comprensibles, el riesgo es condenar a Uruguay a la parálisis ideológica inducida, tras ponerlo de rodillas dentro de la región y dejarlo sin alternativas.

Porque el Frente, con la unanimidad de sus cuatro presidenciables, quiere justamente embretar a la sociedad uruguaya para que no tenga sino un solo camino: la dictadura a la venezolana. Eso surge claramente de la declarada pretensión de la supuesta reforma de apuntar a la integración con la Patria Grande, un disparate en el que nadie cree y que agoniza antes de nacer por obra de la realidad.

La Constitución ya tiene algunas hipotecas insalvables contenidas, como la garantía ad eternum del empleo público, que se han incorporado como la voz de Dios pero que implican rigideces que tornan muy difícil la adaptación a un mundo cambiante, y que llevan al atraso. Sería grave agregar más rigideces precisas y puntuales, cuando lo que se discute globalmente es la necesidad de flexibilizarlas, no de entronizarlas.

La idea de crear tal herencia jurídica forzosa es antidemocrática, totalitaria y ciertamente poco inteligente, para no decir poco patriótica, un adjetivo que al Frente no le interesa. Se puede esgrimir el falaz argumento de que en el futuro si el pueblo quiere puede hacer otra reforma. Simplemente es mentira y no permitirán hacerlo, con algunos de los métodos del posgrado dictatorial de Maduro. Tampoco suena serio el planteo de legislar cualquier extremismo porque si no funciona se podrá cambiar.

Una constitución no es un manifiesto partidario, ni una imposición de un gobierno a sus sucesores. Por eso es adecuado que trate de principios y garantías, pero no de derechos otorgados al por mayor irresponsablemente, sin contrapartidas ni obligaciones.

Tampoco es el reglamento interno de un partido o de una corriente ideológica o política. Transformar al presidente en una marioneta es una aspiración que es continuidad de algunas incoherencias que ya se han filtrado en el sistema político. El mecanismo de alianzas, el ilegal procedimiento de votación interna vinculante dentro del Frente, el debate permanente y por capas que criban cada decisión, más bien debe ser fulminado por una hipotética nueva constitución, no profundizado. Difícilmente esos procederes puedan denominarse democráticos, a pesar de que se esgrima ese adjetivo como una cruz frente a los vampiros que propongan eliminar la estudiantina gremialista como método de gobierno.

La futura constitución frentista pretende, según confiesan, condicionar al máximo los tratados de libre comercio que tanto temor parecen causar y atar a Uruguay a un mundo imaginario de perdedores. La idea es catastrófica. Plantarla en el texto constitucional es suicida.

Esta vieja confusión socialista de creer que la carta magna es un punteo de deseos y buenas intenciones, una lista de compras de bienestar y comodidad, ha dado terribles resultados y ha condenado a muchos pueblos no solo al atraso sino a situaciones extremas.

Por otra parte, el Frente ha demostrado su incapacidad absoluta para cumplir los compromisos del Estado con la sociedad que sí debería haber cumplido a toda costa: la seguridad y la educación por ejemplo, garantías elementales que ha licuado entre su garantismo, su dispendio y su incapacidad de gestión. Agregar ahora el derecho a la felicidad y similares, como todo populismo, no parece una propuesta seria.

–No es el momento –dicen algunos sectores frentistas para bajar la guardia de la población. Argumento oportunista si los hay, que muestra la poca solidez y convicción de la propuesta, que tiene solamente propósitos continuistas. Nunca es momento para crear semejante grieta en la sociedad oriental, que debe preocuparse y ocuparse de temas más acuciantes y concretos.

Porque al lanzar esta desesperada idea el Frente Amplio está aceptando que su tiempo y su momento han pasado y su oportunidad de realizar el sueño de la vieja guerrilla, el experimento tercermundista obsoleto de fusionar la Patria en la Patria Grande chavista, se está extinguiendo.

Por eso quiere sabotear la Constitución y transformarla en un campo minado. Como nuestra señora de Kirchner.

OPINIÓN | Edición del día Martes 28 de Junio de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Murió el sueño del tratado con Europa

La decisión del pueblo británico, irracional, en mi percepción, tiene sin embargo la virtud de permitir predecir matemáticamente el futuro. Las sociedades de los países miembros de la Unión Europea van a exigir más irresponsabilidad fiscal de los gobiernos, y Bruselas –chivo expiatorio del Brexit– lo convalidará y bendecirá.

La ficción del euro, sostenida hace rato con alfileres monetarios y emisionistas, continuará con más programas de compra de activos, refinanciaciones de deudas, rescates bancarios, salvatajes de países y empresas. Ahora se le agregarán tolerancias y déficits mayores.

Como consecuencia de estas políticas, los términos competitivos se deteriorarán. Eso, unido a la necesidad de crear trabajo para compensar el que fue supuestamente expropiado por la migración, llevará a políticas proteccionistas que cerrarán el intercambio extrazona y transformarán el bloque de un espacio de libre comercio imperfecto, como era, en una unión aduanera.

Los ajustes que se preveían en los sistemas jubilatorios y laborales, como en el caso de Francia, se retrotraerán o suavizarán hasta la nada, para evitar más Euroexits. El Reino Unido será tratado con poca consideración con fines ejemplificantes y porque el resto de Europa se repartirá sus exportaciones como la herencia de un gitano muerto.

La amenaza de secesiones o separatismos en cada país, o de fuertes presiones para salir de la Unión, es un germen mortal de populismo que se ha plantado ya en Europa y que se reproducirá durante varios años. El populismo acaba de mudarse de América del Sur al viejo continente.

Ese populismo se extenderá a los temas de inmigración, de modo que preparémonos para hacer aflorar nuestra proverbial sensibilidad con dinero ajeno cuando los camiones con migrantes no puedan entrar a ningún país y sean abandonados al hambre, lo que de paso vendrá bien para obligar a tomar posición en el tema del Islam, lo que se ha evitado hacer con declaraciones políticamente correctas, pero inconducentes. Y no habría que excluir a priori una mayor participación bélica de la OTAN en las zonas de terrorismo.

(Uruguay ya aprendió, por otra parte, que los migrantes islamitas no huyen desesperados por la guerra, sino que usan la guerra para conseguir emigrar con ventajas a los países más ricos del sistema, no a cualquier refugio).

La situación en el Reino Unido no será distinta. Tras el gigantesco error político de Cameron, sus sucesores serán complacientes y lábiles, la tendencia será proteccionista y populista, las ideas arcaicas. No hay razón alguna para creer que detrás de este exabrupto democrático descansa un intento de grandeza, de libertad de comercio, de apuesta a la creatividad y la innovación, de seriedad fiscal ni de ortodoxia económica.

Coherente con esas tendencias, y también con la enorme incertidumbre que se ha creado en el área, no es difícil prever que la inversión se retaceará, con lo que también caerá el empleo, agudizando el círculo vicioso que describimos y por la tozudez en seguir aumentando salarios contra toda lógica.

Se ha profundizado la grieta en Europa y dentro de cada uno de sus países. La que tanto conocemos por estas tierras. Entre los que crean, trabajan, estudian, se forman, producen y los que votan por un mundo de bienestar donde el estado garantiza la felicidad, ya se trate de las naciones o de las uniones supranacionales. Entre los que creen en la libertad de comerciar y progresar y los que sostienen que “Bruselas es insensible”. Europa volverá a ser un mundo de desempleados caros y de jóvenes timoratos de competir y hasta de tomar el riesgo de vivir.

Esta predicción no es para amargar al lector, simplemente, aunque a veces creo que se lo merece, sino porque interesa para repasar las opciones del Río de la Plata.

Durante años, cada vez que Uruguay llegó a la conclusión imperiosa de que debía abrirse comercialmente, la frase que surgía a continuación era “se están haciendo los acercamientos con la Unión Europea”. Tenía una razón. Europa no era el capitalismo yanqui y se soñaba conque ese bloque no exigiría reciprocidades, y hasta se especulaba con que abandonaría su proteccionismo agrícola.

Esas posibilidades, suponiendo que alguna vez hayan existido, han desaparecido, tanto en Europa como en el Reino Unido. Salvo la afinidad del populismo y algunas ideas obsoletas compartidas o que irán resucitando, el viejo mundo será nuevamente para los uruguayos un lugar turístico, de museos, shopping y buena comida, tan solo.

El panorama es similar para Argentina, pero mi país tiene más esperanzas puestas en Estados Unidos y eventualmente en China, y más posibilidades y alternativas de intercambio. Con lo que Uruguay se sigue quedando atrapado en su ideología, sus temores, su proteccionismo sindical-empresario y su dialéctica.

Un importante estudio internacional de auditoría y servicios empresarios decía hace pocos días que –como el sistema uruguayo se negaba a bajar el gasto– la alternativa, si se requería algún ajuste adicional, eran nuevos impuestos. No querría ser asesorado por especialistas con este pensamiento limitado y complaciente, pero la aseveración tiene una dosis de verdad: la única alternativa que parece restarle al gobierno es seguir aumentando impuestos o tarifas, que es lo mismo pero solapadamente.

Esto es lo que técnicamente se llama populismo. Esto es lo que ha llevado a Europa al Brexit: el voto popular decidiendo que para no ser insensible y en nombre de la libertad, hay que aumentar el déficit, el reparto y el cierre de la economía. Aunque, en un mundo de dialéctica vacua, no se le llama populismo. Se le llama democracia.

OPINIÓN | Edición del día Martes 21 de Junio de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

La importación del relato K

El kirchnerismo maltrató a los argentinos con pensamiento, palabra y obra. Uno de los máximos maltratos fue lo que se conoció como “el relato”, un modo generoso de referirse a las mentiras instaladas en la sociedad vía la repetición histérica goebbeliana de falacias que la población compró por inocencia, fanatismo o simple ignorancia conveniente.

La izquierda uruguaya, amante del materialismo dialéctico, una versión sublimada de ese mecanismo perverso de tornar inexistente la realidad incómoda, ha importado el relato K hace tiempo. No se trata solo de una cuestión ética, sino de una grave práctica, que impide el acertado diagnóstico de los problemas y un correcto enfoque para su solución.

Desde los inicios de la repartija del botín fruto del despojo al sector productivo, los analistas y los expertos vienen pronosticando que el proceso de expoliación terminaría en un agotamiento de recursos, de actividad productiva, de consumo y de empleo. En definitiva, desembocaría en una recesión.

Tales críticas fueron rebatidas con el relato de la equidad, la justicia redistributiva, las reivindicaciones pendientes, el derecho conferido por las urnas a los que menos tenían y otras consabidas cantinelas retóricas.

Cuando la realidad inapelable empezó hace un año largo a golpear la puerta, se acuñó el relato de que no había una crisis, sino que había interesados en que la hubiera. Curiosa superstición campestre que sostenía que no había que concitar la desgracia, más o menos.

Luego, también en un clásico de la negación, se sostuvo que los problemas tenían que ver con la baja de los precios de las commodities, que sin embargo están hoy 50% mejor que al comienzo del gobierno del Frente Amplio. Y por último, la culpa se atribuyó a los desastres del populismo amigo de Argentina y Brasil.

Enfrentada a la caída de consumo, de exportación, de empleo, de actividad y de nota crediticia, la administración no tuvo más remedio que propugnar medidas que tendiesen a morigerar el déficit al que todo populismo lleva. Esas medidas, que se han dado en llamar “el ajuste”, en otro giro del relato, terminan –tras el paso por las horcas caudinas de la poliarquía– por ser un tenue gesto de seriedad, que tampoco será efectivo.

En medio de esa puesta en escena se profundizan las caídas que confirman la recesión que era inevitable tras las absurdas prácticas económicas de la década. Y entonces, ¡la izquierda acusa “al ajuste” de haber provocado la recesión y el desempleo! Como todos los populismos, el Frente cree que los orientales son estúpidos.

La caída de actividad y el empleo han ocurrido mucho antes de empezar la discusión por la seudocorrección. Sería falaz e injusto culpar a este supuesto ajuste–aún no nacido– de una recesión y un desempleo a los que se llegó pese a las advertencias que se descalificaron, ridiculizaron, desoyeron y negaron durante años.

Esto que se empieza a vivir es la crisis que no existía, la recesión que no llegaría, el desempleo que nunca habría, la caída de inversión y producción y exportación que nunca ocurriría según el relato de la redistribución y del bienestar fácil. Frente a tal realidad, lo que se propone es mayor carga impositiva y mayor proteccionismo. Y por supuesto, las consecuencias de tal obcecación serán otra vez achacadas al ajuste y al ataque sobre el gasto irresponsable.

Uruguay ha perdido ya toda su industria bancaria, por presiones internacionales atendibles. Pero la ha perdido, y con ella calidad de empleo importante, junto con los consumos relacionados. Accesoriamente, también ha sufrido duramente la inversión inmobiliaria. La caída en los precios de las propiedades no es nada más que una decisión postergada desde hace dos años, porque el relato hizo creer a mucha gente que sus casas valían lo que no valían.

La recuperación comenzará con esas bajas, justamente. La inversión cae como consecuencia de los altos costos laborales y la inflación absurdamente reciclada con los ajustes automáticos de salarios. No es casualidad de la suerte que caiga la actividad y el empleo en la construcción, cuando son sus salarios y costos laborales los que más han crecido y el financiamiento ha desaparecido.

Como no es casualidad ni fruto del ajuste que caiga el trabajo doméstico, tras las generosas concesiones que se le han otorgado, más allá de la equidad o procedencia de tales prestaciones. Ni tampoco es casual que resulte imposible exportar con los costos actuales.

Pero el relato insiste en encontrar explicaciones que le eviten la autocrítica y que divorcien las causas de los efectos. Esa negación hace que se sientan impunes para proponer como remedio el mismo virus que causó la enfermedad, con lo cual el problema se agudizará. Al no bajar en serio el gasto, no hay con qué desaparezca el déficit, ni razón alguna para que se genere empleo privado ni crecimiento.

Comprendo que corro el riesgo de repetirme al volver sobre estos temas. Pero no se trata de una falta de temática ni de creatividad. Si se persiste en el error, los analistas no tenemos más remedio que persistir en nuestras predicciones y advertencias. Por supuesto que los magos de la dialéctica nos calificarán de pesimistas y hasta de agoreros, en el mejor estilo de la luz mala, el lobizón y otros cuentos. O relatos.

La mentira y la manipulación de la opinión pública es la ortodoxia del populismo y la demagogia. La vieja izquierda morirá con tales consignas en sus labios. El tema es no acompañarla a la tumba en esa épica. 
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Desempleados del mundo: ¡uníos! (online)

Se ha alzado la voz uruguaya en la OIT pidiendo la regulación internacional del trabajo en los distintos formatos online. No es una posición solitaria: es acompañada por muchos Estados, organizaciones sindicales y toda la ideología marxista que ha devenido en el gran negocio del proteccionismo laboral organizado.

También las grandes empresas monopólicas están de su lado, ratificando una lucrativa sociedad que ha sobrevivido dos siglos y que en una curiosa fusión, culmina aglutinando en un mazacote imposible la dialéctica de la izquierda con la concepción empresaria fascista.

No se trata de una cuestión del mundo internet. Se trata de un núcleo crucial que afecta el crecimiento, el desarrollo y el bienestar de los pueblos. Y aquí vale recordar algunos principios elementales de economía.

Como la población mundial es siempre creciente –ya sin guerras ni epidemias que la diezmen– se plantea continuamente el problema del empleo para las nuevas generaciones. Eso tiene su propia solución contenida. Consiste en la flexibilización laboral en todos sus aspectos. La baja del costo del trabajo vuelve a generar demanda de trabajadores, igual que el alivio en las rigideces contractuales.

Eso viabiliza nuevos emprendimientos, genera crecimiento y crea nuevos empleos. Hasta que a alguien se le ocurre “defender las conquistas laborales”. Entonces el empleo se paraliza o cae. Los jóvenes no tienen acceso al mercado de trabajo y entonces el único empleo – ficticio– es el que provee el Estado, se profundiza la necesidad de subsidios y la marginalidad.

Como se ha dicho tantas veces, el sistema mafioso les cobra caro una supuesta protección a los que tienen trabajo, en detrimento de los que no lo tienen. Pero a la larga todos pueden quedarse sin trabajo, si los costos aumentan lo suficiente.

Entra ahora en escena la mal llamada seguridad social, también monopolizada por el Estado en la forma de los sistemas jubilatorios de reparto. Se sabe que tal sistema no existe en ninguna parte. Es una estafa dialéctica: los trabajadores y empleadores pagan un impuesto que lastima el empleo y el ingreso para conseguir un beneficio difuso al cabo de un plazo cada vez más lejano. Una limosna.

En el mundo de ladrillo y mezcla esa trampa no se puede eludir. Empresas, sindicatos y Estados son un contubernio infranqueable que defienden ese negocio que nada tiene que ver con el bien de los trabajadores. El foro de discusión de ese contubernio se llama OIT.

No es casual que los grandes emprendimientos de lo que va del siglo hayan ocurrido en el mundo online. Allí se puedo crear toda clase de arreglos laborales y societarios simplemente con un intercambio de emails, fuera de los límites castrantes del Estado.

En ese mundo virtual no fue necesaria la rémora de la burocracia, ni el costo fijo impagable de los sistemas laborales corporativos que disuaden a los creadores y emprendedores. Como ocurrió en el siglo XIX con los grandes inventos que llevaron la prosperidad a la humanidad. El sistema sindical de hoy habría hecho imposible los emprendimientos de Edison, Graham Bell, Dunlop, Ford, el ferrocarril y otros.

Google, Facebook, Microsoft, Apple, Alibaba, Amazon, Mercado Libre, eBay, nacieron en y por esa estructura de libertad y de oferta y demanda. El mundo online, que ahora se quiere castrar, retomó el camino de la libertad de contratación que es la base de la economía ortodoxa, del crecimiento y del bienestar.

La globalización, que tanto ayudó al desarrollo del mundo emergente, muere de muerte súbita frente al proteccionismo empresario, al proteccionismo sindical y al proteccionismo cambiario-aduanero. Por supuesto que se prefiere ignorar ese riesgo inmediato para defender los intereses de los gremios (usando la definición medieval de gremios).

Por eso Francia está reaccionando y trata de cambiar dramática e ímprobamente su cómoda y proverbial siesta laboral, porque ha comprendido que en el mundo global la rigidez y los altos costos terminan reduciendo el empleo en vez de protegerlo.

Son los jóvenes que entran a la plaza laboral los que eligen trabajar online, incluyendo todas sus inseguridades pero todas sus libertades. No se sienten tentados por la dudosa solidaridad troglodita que los condena a ser mendigos en su vejez, o desempleados a los 50. Esos jóvenes han comprendido que son empresarios de su propio trabajo. No quieren ser desempleados del mundo real. Quieren ser protagonistas en el mundo online, que todavía es un mundo de libertades y meritocracia.

El error de los gerontes intelectuales es creer que internet se tiene que encorsetar en un modelo ya agotado de corporativismo casi feudal. Al revés. Es ese mundo arcaico el que debe retomar los modelos que rescata el universo online, que no son diferentes a los que llevaron a los 100 años de mayor bienestar y crecimiento de la historia, hasta los ‘70.

En vez de proponer la castración de la imparable actividad que la tecnología y la hipercomunicación generan a diario, la OIT y los abogados del retroceso deben ser humildes y aceptar que su tiempo y sus prebendas han terminado. De lo contrario, los desempleados del mundo (y de Uruguay) se lo demandarán de otras maneras.
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Las hienas del presupuesto

Antes de meternos con la economía es imprescindible destacar la valiente propuesta del secretario general de la OEA , Luis Almagro, de aplicar la Carta Democrática a Venezuela, lamentablemente sepultada por la vergonzosa defección del gobierno argentino –seguramente en pro de una candidatura estéril de su canciller a la Secretaría General de la ONU– secundado en la blandura por Uruguay, seguramente por razones ideológicas, y por Chile, seguramente por alguna conveniencia certera.

En términos económicos, este despropósito se encuadra en la inutilidad del Mercosur, transformado en una costosa tapadera para cubrir la huida impune del populismo regional y en una rémora para la apertura comercial.

Este no es el único punto en el que los hermanitos rioplatenses están de acuerdo. Una convicción central los une: la que estipula que el gasto público es inexorable, inamovible, indexable, preferentemente creciente y un derecho adquirido constitucional si no divino. Con algunas pequeñas rebajas cosméticas para mostrar cierta disciplina presupuestaria al mundo externo.

Esa unanimidad en el error no responde a ninguna teoría económica respetable, salvo la del fracaso y la pobreza, pero sigue siendo populismo, cualquiera fuera el signo del gobierno que la sostuviere, con los consabidos efectos.

Pero mientras Argentina tiene más recursos potenciales para seguir dilapidando alegremente, Uruguay está llegando a su momento de decisión, que no es la Rendición de Cuentas ante el Congreso, sino la hora de enfrentarse a las consecuencias.

Los límites del endeudamiento a tasas de primer mundo se han alcanzado, con lo que pensar en financiar déficits por ese medio es suicida, además de irresponsable.

Intentar el truco de licuar la importancia del gasto con crecimiento es una doble falacia. Se consiguen inversiones y se crece cuando baja el gasto, no a la inversa. Y por otra parte, el estatismo indexa el gasto por inflación o por crecimiento del PIB según le convenga, volviendo siempre a la misma situación, aunque cada vez más exagerada.

Lo mismo ocurre si se analiza el problema desde el ángulo de las exportaciones: el gasto alto obliga a la emisión, y luego a usar el tipo de cambio como ancla, lo que frena tanto la exportación como el crecimiento.

Esa emisión, por otra parte, empuja la inflación y eso lleva a la fatal indexación salarial, que se retroalimentahasta el infinito la pérdida de poder adquisitivo y desata la absurda persecución a comerciantes y productores, otra ignorancia unánime compartida con Argentina.

Aferrados al gasto, sin posibilidad de tomar más deuda barata, sin poder emitir para no alejarse todavía más del umbral de riesgo de la inflación ya rebasado, sólo queda el discurso del crecimiento.

Pero ese crecimiento es imposible, no por el mundo, que no está tan mal, sino porque los términos relativos que se han alterado lo hacen inviable, además de la ideología de la nada que hace creer que se puede conseguir la apertura comercial en un solo sentido.

Es deliberadamente errado sostener que el mundo justo ahora se puso en nuestra contra: solo estuvo transitoriamente muy a favor durante pocos años, que se desperdiciaron.

En esas circunstancias, es triste ver cómo legisladores, expertos y aficionados del Frente Amplio hurgan en cada actividad privada para ver qué otro impuesto se puede aplicar, qué otra alícuota se puede elevar, qué otra triquiñuela dialéctica se puede inventar para meter la mano en los bienes de otros sin bajar un gasto que creció por una situación global circunstancial y que ahora se ha vuelto eterno.

Como las hienas que esperan que la leona cace su presa para luego atacarla en manada y alzarse con el producto de su esfuerzo, los depredadores incapaces de crear riqueza buscan el fruto del trabajo ajeno para quitárselo. Hienas del presupuesto.

Paradójica y previsiblemente, el tipo de ajuste que se ha malparido (del sector privado, obviamente) creará mucha más retracción que una baja del gasto, tanto en el consumo como en la inversión, con lo cual en seis meses nos encontraremos en la misma situación pero agudizada, con menos recursos disponibles.

Si la Constitución declara la inamovilidad del gasto, como se interpreta en la práctica, debería tener igual rigidez a la hora de crear o aumentar ese gasto y exigir una correlación permanente con el financiamiento.

Eso sería democracia seria y en serio. Y también seriedad económica. El resto es relato del socialismo dialéctico.

OPINIÓN | Edición del día Martes 31 de Mayo de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Empleo público contra empleo privado 

La izquierda defiende causas que se contradicen: la cantidad y el salario del empleo público, la cantidad y el salario del empleo privado, la inmutabilidad del gasto, el ajuste inflacionario automático, la eternización de supuestas conquistas logradas por efectos azarosos temporarios y simultáneamente la no gravabilidad de esos ingresos.

Además, como el viejo comunismo, decide que la empresa privada es culpable de su situación y tiene la obligación de financiar todas esas conquistas. Por eso la patética búsqueda diaria de mecanismos impositivos para extraerle más recursos de los que alimentarse.

Como el viejo comunismo, se estrellará por esos errores conceptuales y también estrellará a Uruguay, si el gobierno le llevara el apunte. Al atacar con gravámenes continuos a la empresa privada, a la que llama el capital, ataca al trabajador privado. Con lo cual termina creando dos clases de trabajadores: los del Estado, que son inamovibles igual que su remuneración inmutable y actualizable, y los del sector privado, que terminan pagando con sus impuestos, su precariedad o su desempleo el sueño del socialismo arcaico.

En definitiva, el planteo del Frente Amplio se resume a una disyuntiva: trabajador del Estado contra trabajador privado. Porque finalmente la actividad privada se agota, se cansa, se funde y se marcha o desaparece. Y con ella desaparecen los puestos de trabajo, y la generación de riqueza.

Suena popular, solidario y seudomodernista sostener que el capital tiene que pagar la fiesta. Hasta que el capital deja de llegar, deja de arriesgar o decide buscar otros rumbos. Ese es el límite que se está traspasando. O que ya se ha traspasado. Ese es el límite que trata de cuidar el Ejecutivo, y eso no tiene nada que ver con ideología alguna.

Y, con todo respeto por las personas, el trabajo en el Estado no es igual que el trabajo en una empresa privada en sus efectos. La burocracia tiende a ser siempre ineficiente, siempre altamente superflua, siempre cara, hasta que termina sin cumplir aquellas misiones que le competen y que se suponen sagradas. La Intendencia de Montevideo es un perfecto ejemplo de este aserto: ocupada en la ideología, supuestamente, ha olvidado que su primera tarea es juntar la basura de las calles. De la educación hablaremos otro día.

No comentaremos el caso de las empresas del Estado, esa entelequia, porque eso ya es motivo de un tratado sociológico, o de una investigación judicial. Pero los costos en que incurren contra sus resultados no tienen nada que ver ni con los trabajadores ni con sus objetivos. Sin embargo, son gastos que jamás se aceptará reducir, lo que es la esencia del problema.

Bajo la excusa de mantener el empleo y las conquistas del trabajador, se defiende el dispendio sistemático y alevoso. Para no calificarlo con términos más precisos, por falta de pruebas legales, no económicas. Porque esas empresas son el gallinero donde cazan los zorros políticos del estatismo, siempre en complicidad con los zorros privados. Por eso también se las defiende a ultranza y están por sobre todo poder. Ese gasto es intocable.

Entonces, mientras en Francia el gobierno socialista pelea en las calles con el gremialismo amigo para flexibilizar las leyes laborales que ponen en peligro el empleo, con un desempleo que ya llega casi al 10%, la idea oriental es inflexibilizar el costo laboral, aumentarlo y cobrárselo al capital privado. El otro miembro resultante de esa ecuación es el desempleo en el sector privado. Una suerte de nueva lucha de clases, empleados públicos versus empleados privados. Que finalmente es la disyuntiva del distribucionismo fácil.

Como he sostenido, esta dialéctica que se cree de avanzada atrasa más de medio siglo y termina siempre del mismo modo: con el empobrecimiento colectivo, cuando no en situaciones peores.

Más allá de su viabilidad o no, el gobierno usa la terminología acertada: baja de gasto, apertura, baja de inflación. Las gremiales y la poliarquía hablan de redistribuir la riqueza, proteger el empleo, conservar las conquistas y mantener poder adquisitivo de los salarios. El déficit está en 4%, la inflación llegará al 11%. Las empresas temen invertir. La exportación de algún valor agregado no crecerá con estos costos laborales.

La economía no puede darse el lujo de perder más actividad privada. Cargarle la cuenta a los que van quedando implica un riesgo que no es ni sensato ni patriótico correr.

Lo pondré en términos comprensibles para el Frente Amplio: de seguir por el camino que llevan este será el último mandato.